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Cara a cara
Cuando il Lupo fue informado de que los hermanos Marsili habían regresado a Venecia para ser agasajados como conquistadores de Piombo, sonrió y explicó a su cliente que había llegado la oportunidad tan esperada. Aunque reacio a ello, el duque había obsequiado con oro a aquellos hermanos que habían tomado y saqueado una de sus ciudades. Ahora se daba cuenta de que ese oro había sido bien empleado; ahí tenía la primera muestra de lo que cabía esperar. Cierto, Venecia había accedido a que los Marsili abandonasen por un tiempo el campo de batalla, pero la intención era inequívoca: se habían ido sin solicitar un aplazamiento para acabar la campaña.
Ello significaba, según informó il Lupo al duque, «¡que Piombo es nuestra!», triunfante exclamación que el condotiero subrayó golpeando la mesa de caballete con su guante largo de cuero, de fuertes costuras, zurcido en varios lugares y manchado por la sangre de quienes habían tenido la mala suerte de probar la espada de su dueño. El duque pensó que debía de ser muy viejo, pues no recordaba ninguna ocasión reciente en que se hubiera vertido tanta sangre.
Tampoco esta vez mostró el duque gran entusiasmo. Desde la caída de Piombo se había encontrado bastante mal, y no hallaba en sí grandes deseos de ponerse la armadura y recuperar una ciudad ya arrasada, cuyos habitantes a esas alturas habían sido violados, masacrados o una cosa y otra. No dudaba de que su padre habría aprovechado la ocasión para rescatar territorios, pero el hijo había visto echar por tierra todas sus ideas sobre el arte guerrero y sufría una grave desilusión. ¡Con qué emoción había partido a unirse con sus tropas! ¡Le esperaba la gloria! Era un hombre joven, de salud sorprendentemente buena e instruido en las teorías de la guerra. Pero la gloria brillaba por su ausencia. Llovía. La tela exterior de su tienda estaba empapada y mojaba la delicada capa interna en cuanto la tocaba. Los caminos que unían las tiendas eran sucios barrizales, los soldados sufrían de disentería y tremendas toses y sus propios condotieros eran hombres de aspecto repulsivo. El duque había reaccionado con horror al cinismo con que il Lupo había abandonado a Piombo a su suerte, y su consternación creció todavía más al descubrir que los hermanos Marsili, responsables de aquella humillación, iban a ser sobornados.
Sabía que tardaría años en olvidar el rostro de Nono Marsili sonriéndole a la altura de la cintura con tan afable y asumida complicidad. Si Venecia no podía estar segura de sus condotieros, ¿cómo confiaría él en los suyos? Todo apuntaba a que il Lupo había acordado la toma de Piombo con aquellos malditos hermanos.
Oscura e injustamente, el duque culpaba de su estado al maestro Valentino. De no haberse visto alentado por él a ver remedio a sus males en el ejercicio, y no en el descanso, nunca se le habría ocurrido ponerse a la cabeza de su ejército, y aquel horrible doble juego se habría desarrollado sin que él albergara la menor sospecha. Hasta la noticia de la toma de Piombo habría sido menos dolorosa de no hallarse él a pocas millas de la ciudad que había venido a salvar.
El maestro Valentino estaba tan aburrido como inquieto estaba su patrón. ¡Ni una herida interesante! ¡Ni un cadáver sano que disecar! Y las perspectivas de batalla cada vez más lejos. No solía quedarse mucho tiempo en un mismo lugar, y aquél, concretamente, podía calificarse de asqueroso. Su paciente era un jovenzuelo mimado que recaía por momentos en la hipocondría. El maestro Valentino había empezado a pensar seriamente en aceptar la invitación de un rico mercader veneciano inquieto por la salud de su esposa. Probablemente le preocupara más la suya —era un hombre de edad avanzada y sin hijos— que la de su esposa, que poseía la ventaja de su juventud, y quizá un amante. Al maestro Valentino le gustaba Venecia. Tenía amigos en la ciudad. Sus recientes servicios a Montano, actual enemigo de Venecia, no plantearían problema alguno. Nadie esperaba que un médico tan prestigioso como Valentino se ocupara de rivalidades, fronteras o facciones.
Así, y para sorpresa del duque, el maestro Valentino —desprovisto de expresión su rostro sardónico bajo la gorra de terciopelo negro con forro de piel y orejeras que lo identificaba como médico— dijo sin rodeos que las condiciones del campamento no beneficiaban a los humores de su paciente. Éste debía volver a su entorno familiar si deseaba experimentar una mejoría. Ahí, con la ayuda de diversos medicamentos prescritos por él, y que obviamente deberían ingerirse bajo una conjunción favorable de luna y planetas, el duque recuperaría el equilibrio. Era mejor dejar la guerra en manos de profesionales. Hasta sería aconsejable que el duque se diera el gusto de descansar un poco, comer alimentos fortalecedores y beber cantidades prudentes de buen vino.
La alegría con que el duque recibió tan gratos consejos creció todavía más al darse cuenta de que el médico no tenía intención de acompañarlo. Tenía un caso urgente en Venecia.
Antes de conocer a il Lupo el duque nunca se habría preguntado si Valentino no sería espía además de médico. Ahora sí. No obstante, mientras echaba mano a sus arcas entre falsas muestras de pesar, llegó a la conclusión de que en aquel campamento no podía observarse nada susceptible de tener utilidad para Venecia, sobre todo habiendo sido comprados sus generales por Montano. Podía pues permitirse regresar a palacio, junto a sus libros. Il Lupo retomaría Piombo, y él se ahorraría la experiencia de cabalgar entre cadáveres y ruinas humeantes. Después de un tiempo llegaría la paz, acelerada por el hecho de tener a los hermanos Marsili de su lado.
Además, una vez en casa volvería a tener junto a él a sus entrañables médicos de siempre, que se escandalizarían de su aspecto; a decir verdad estaba muy pálido, y su estómago no había llegado a acostumbrarse a la horrible cocina del campamento, por no hablar de las toses de los soldados, que lo desvelaban. Le prescribirían descanso. Se echaría en su lecho de brocado, rodeado de mármol y no de barro. Bebería vino perfumado, escucharía a su tocador de viola, y quizá leyera una novela francesa. Por un motivo u otro no sentía el menor interés por los Comentarios de César, ni por los escritos de Tito Livio sobre estrategia militar.
Aunque el hado se mostrara tan plácido con uno de los enemigos de la República, quedaba otro muy feroz y mucho más difícil de disuadir. Surcando el Adriático con sus bien equipados galeones, el capitán general de la flota veneciana había avistado por primera vez la flota turca. Era un momento esperado con impaciencia tanto por Attilio como por Mehmet Bey, un turco de amenazadora presencia y mente llena de recursos. La batalla iba a ser reñida. El resultado decidiría si Venecia tenía motivos para alegrarse, u ocasión de castigar un nuevo fracaso.
Los galeones venecianos eran ligeramente inferiores en número, pero contaban con una espléndida tripulación —los remeros no eran esclavos, a diferencia de los turcos—; invariablemente eficaz, el arsenal los había dotado de los más modernos adelantos. En contra de ellos estaba la tremenda velocidad de los turcos, la gran experiencia y sutileza mental de su comandante, nada inferior a la de ningún veneciano, y la gran confianza en sí mismo de quien ya había vencido a un capitán general.
Desde el buque insignia, Attilio escrutó el panorama con su único ojo: las velas de seda, el brillo de cimitarras y turbantes cargados de joyas, y la media luna del Islam flotando por encima de todo. No le pasó por alto la figura de Mehmet Bey, que supervisaba la flota haciendo visera con una mano. Cuando uno u otro dieran la señal cientos de personas, quizá miles, morirían en un solo día, y las inmaculadas cubiertas verterían raudales de sangre al mar.
Mientras observaban al enemigo una gaviota pasó volando bajo y manchó de blanco el hombro de Attilio. Éste sonrió, y quienes lo rodeaban lanzaron en coro un grito de júbilo. Suerte, he ahí lo que más falta le hacía en un día como ése. Flotando sobre las aguas, los envolvía el sonido de los tambores que marcaban el ritmo a las galeras pendientes todavía de unirse a la formación, un enérgico compás similar al latir de muchos corazones.
Era hora de silenciar unos cuantos.