Rojo. Blanco. Atlantis
Horas más tarde, mientras Max se reponía en la habitación de Lena, el mismo hidroavión que había traído al clan blanco a mediodía, volvió a amerizar frente a la costa cargado esta vez con Willy, que llevaba a Arek en una mochilita de bebé, y los tres traceurs. Emma había ordenado traerlos a la isla porque no quería arriesgarse a que desaparecieran del hotel aprovechando la ausencia del clan blanco y se dedicaran a contar historias sobre karah. El riesgo se reducía mucho teniéndolos allí, aunque, por supuesto, apartados del cónclave.
Tres horas después de que Arek fuera entregado a su clan y a sus padres, la figura huesuda del Shane, en la penumbra del atardecer tropical, llamó con la contera del bastón a la puerta del mahawk blanco.
Lasha se quedó mirándolo con los puños apretados. Se había jurado a sí mismo hacerle pagar la destrucción de su isla y de todos los documentos que llevaba varias vidas reuniendo, pero aún no era el momento. Por un lado, casi se alegraba de que todo aquello se hubiera perdido porque eso reducía las posibilidades de intentar el contacto; por otro, ahora el Shane, al haber llamado a su puerta, se hallaba protegido por las leyes de la hospitalidad entre clanes. Y además tenía curiosidad por saber qué lo había llevado hasta él.
—¡Honor a tu clan, conclánida! —dijo el mahawk rojo, echando una mirada rápida por encima del hombro—. ¿Puedo pasar? Sé que tenemos poco tiempo. El cónclave comenzará dentro de apenas una hora y aún no me he vestido. —Se tapó la boca con la mano para evitar que se le escapara la risa.
Lasha se apartó dos pasos y cerró la puerta tras él.
—Me ha dicho Joelle que quieres una prueba de que Lena es efectivamente el nexo.
—Así es.
—Me parece prudente, sobre todo considerando el fracaso del último cónclave, cuando resultó que el nexo no era tal. Esto quedaba lejísimos en el siglo XII. Tardé meses de incomodidades en llegar hasta aquí y años en volver a la civilización. Hiciste bien en no venir entonces.
—Nunca he deseado abrir esa puerta, conclánida.
—¿Por qué no? —El Shane clavaba en él su mirada de escalpelo, curiosa y afilada.
—Sean quienes sean los antepasados de karah no deben de ser precisamente pacíficos. Si son como nosotros, son nuestros enemigos. Si son peores…, quizá ni siquiera consigamos hacerles frente.
—No nos hagas de menos, Harrid. Si algo sabemos hacer es luchar.
—Sí, aquí, contra haito, contra esos gusanos que viven ochenta años y ya no pueden luchar a los sesenta.
El Shane se pasó la mano por la barbilla, en un movimiento reflejo conservado de otros tiempos en los que había llevado barba.
—Te apoyaré para que se le haga una prueba a esa niña. Todo mi clan lo desea. Pero si intentas impedir que se abra la puerta, tendrás que enfrentarte conmigo. Quería que lo supieras. Como en los viejos tiempos.
—Es justo. Te seré sincero yo también: si puedo, te mataré —dijo Lasha con contundencia—. Si me matas tú, será una forma honorable de morir.
—Se acaba tu tiempo, ¿verdad, Harrid?
Lasha asintió con la cabeza.
—Y el mío, viejo amigo, y el mío. Por eso tengo que ver lo que hay más allá.
Se estrecharon los antebrazos como en otros tiempos, y se separaron. Tenían que prepararse para el cónclave.