Lena. Haito. Azul. Bangkok (Tailandia)
Conforme se iban acercando al apartamento, Lena se iba poniendo más tensa y distanciándose de la conversación de Anaís y Maël. Después de la ronda de confesiones en el barco y de todo el día charlando no había conseguido quitárselos de encima para poder volver sola al piso, a ver si había algo nuevo, de modo que había vuelto a inventar una mentira creíble: había fingido que le acababa de llegar un SMS en el que su padre le decía que estaba en Bangkok y que la esperaba a las siete en el Mango Tree para que pudieran tener una conversación civilizada.
Sus amigos se habían negado a dejarla sola y se habían empeñado en acompañarla al menos hasta la calle del restaurante. Luego esperarían en algún bar cercano hasta que ella volviera, a contarles cómo había ido la cosa y a decirles en qué había quedado con su padre y qué pensaba hacer. Y ella llevaba ya tanto tiempo necesitada de compañía y de personas normales a su alrededor que no había querido desaparecer sin más, como había pensado hacer al principio. Ya lo haría cuando no tuviera más remedio; ahora le encantaba poder ir con Maël y Anaís por la calle, riéndose y charlando de cosas sin importancia, olvidándose de vez en cuando de que, desde hacía ya tantos meses, su vida había dejado de ser normal.
Ya desde la esquina de la calle se dio cuenta de que había alguien en el portal del apartamento. Alguien que la miraba con una intensidad especial y en quien sus dos amigos aún no habían reparado. Era una mujer grande y fuerte, tanto que la habría tomado por un hombre si no fuera porque el vestido que llevaba era claramente femenino.
Lena le devolvió la mirada y luego, varias veces seguidas, movió los ojos de la puerta del bloque de apartamentos a las luces del restaurante, que brillaban un poco más allá. A la segunda vez la desconocida pareció comprender, se apartó de la puerta y, lentamente, paseando, empezó a caminar hacia el Mango Tree como si no se hubiera decidido aún a cenar en aquel sitio.
—¿No quieres que entremos contigo? —le estaba preguntando Anaís—. Al fin y al cabo, no tiene nada de raro que vengas con unos amigos.
Lena, que tenía la sensación de que acababa de tragarse una bola de hierro, fingió una sonrisa y sacudió la cabeza.
—No. Yo le he pedido que venga solo, sin la imbécil de Isabella, así que no puedo presentarme con refuerzos.
—Tienes razón —dijo Maël—. Pero si nos necesitas, estamos ahí, ¿ves? En ese puestecillo que tiene unas cuantas mesas. Comeremos algo mientras.
—Pero pagaremos ya, por si hay que salir cortando —dijo Anaís.
—¡Esperad! —Lena los detuvo cuando ya estaban separándose—. No creo que vaya a pasar nada, pero estoy muy nerviosa, y es mejor prevenir. Si pasara algo…, si no nos viéramos…, no sé…, ¿dónde os encuentro?
—En el hostal, claro.
Lena sacudió la cabeza, impaciente.
—No. Después. Después de Bangkok, ¿adónde vais?
—A Koh Samui, al encuentro de traceurs. Mira, te doy mi hoja de información. Tú tienes la tuya, Maël, ¿no? —Él asintió con la cabeza—. Ahí lo tienes todo, pero no va a pasar nada, estamos aquí mismo.
La sonrisa de Lena era tensa.
—Nunca se sabe. Si dentro de dos horas no sabéis nada de mí, marchaos al hostal. Si puedo, vengo. Si no, nos vemos en la isla.
Se lanzó a abrazarlos, incómodamente, porque llevaba la mochila cargada, y un segundo después había desaparecido en el interior del restaurante dejando a sus amigos bastante perplejos.
La mujer estaba acodada en la barra, con una bebida intensamente verde en un vaso lleno de cañitas y pedazos de fruta en el borde. Tenía un rostro ancho, oriental, de nariz chata, y el pelo, lacio y corto, muy negro, como de indio americano. El vestido de flores que llevaba resultaba totalmente incongruente con sus brazos musculosos y bronceados. Lena se dirigió hacia ella y ocupó el taburete a su lado después de dejar la mochila en el suelo, entre sus piernas.
—¿Qué tomas? —preguntó la mujerona.
Le extrañó tanto que le hablara en español que, por un instante, no estuvo segura de haberla entendido.
—¿Qué? No sé. Cerveza.
—¿Quiénes eran esos?
—Amigos. Se han empeñado en acompañarme. Están esperando ahí enfrente. He tenido que mentirles.
—Claro. —La mujer era obviamente oriental, pero debía de haber alguna otra nacionalidad en su herencia genética porque no tenía nada de grácil ni de delicado como la mayoría de los tailandeses, tanto hombres como mujeres—. No veo dónde está el problema. ¿Quién te dice que ellos no mienten?
Lena se quedó mirándola. No se le había ocurrido que sus nuevos amigos pudieran no ser lo que decían que eran. Ni se le había pasado por la cabeza que pudieran haber sido enviados por alguno de los otros clanes para vigilarla y enterarse de adónde iba y qué se proponía. Desde que había entrado en aquella locura, daba la sensación de que todo el mundo a su alrededor se había vuelto paranoico y estaba tratando de contagiarla a ella.
—Todos mienten. Siempre. Créeme —dijo su contacto con absoluta convicción.
Lena se echó a reír y en la ancha cara de la mujer apareció también una sonrisa.
—Sí, ya —concedió—. Supongo que estás pensando en la famosa frase clásica. Si alguien dice: «Todos los cretenses son mentirosos. Yo soy cretense», ¿está diciendo la verdad? —Tomó un sorbo de su vaso y se chupó los labios con delectación; parecía estar disfrutando. Su español era perfecto, nativo, con un acento latinoamericano que no podía precisar. Quizá fuera hija de tailandesa y peruano, o boliviano. O al contrario.
Lena se bebió media cerveza de un trago, paseó la mirada por el bar y volvió a fijarla en su interlocutora, que la observaba como si se estuviera planteando si debía comprarla o no. Por fin la mujer se inclinó hacia ella y le habló suavemente al oído, lo que no era necesario porque la música estaba bastante alta y nadie parecía estar haciéndoles ningún caso.
—Él quiere verte.
Sin poder evitarlo, Lena tragó saliva.
—¿Dónde? ¿Cuándo?
La mujer se encogió de hombros.
—Yo te llevaré a un lugar donde otro familiar te recogerá. No sé más.
—¿Ahora?
—Puedes acabarte la cerveza. No corre tanta prisa y estamos al lado.
—¿Qué hago con mis amigos?
—Puedo matarlos si quieres —dijo con toda naturalidad. Lena sintió un escalofrío recorrerle la espalda.
Unos segundos después, la mujer estaba partida de risa, dando palmadas sobre la barra mientras las lágrimas le resbalaban por las mejillas.
—¡Te lo has creído! ¡Te lo has creído!
Lena sacudió la cabeza, tratando de aclararse las ideas. ¿Había sido una broma de verdad o sólo se estaba riendo de su expresión horrorizada?
—Ven. Haremos algo mejor. Dame la mochila, te la llevaré.
—No —dijo Lena tajantemente—. Mi mochila la llevo yo.
—Como quieras. Póntela. —La mujerona pagó las dos bebidas y con un movimiento suave y fluido, como de prestidigitador, sacó una pequeña pistola plateada que casi se perdía en su enorme mano. Cuando pasemos por delante de ellos pon cara de susto; yo haré lo necesario para que vean el arma.
—Pero entonces llamarán a la policía.
—Lo dudo. Ningún extranjero joven y con pinta de poder estar en posesión de alguna droga llamaría a la policia tailandesa, sobre todo si tienen planes para los próximos días. Las cosas pueden tardar mucho en aclararse. Y si de todas formas lo hacen, hasta que consigan explicar lo que creen haber visto, nosotras ya estaremos lejos. Así te dejarán en paz.
—Pero déjame al menos decirles que todo va bien.
—Como quieras.
—¿A todo esto, cómo te llamas?
—Miss Tittiporn. Y no se te ocurra reírte. En Bangkok es un nombre perfectamente normal.