Haito. Viena (Austria)

En Viena, Ritch y Daniel, que se habían conocido apenas dos días atrás pero que, por la fuerza de las circunstancias, ya habían adquirido más confianza que otros compañeros que llevan años de colegio compartido, estaban dando un paseo por el Prater a la caída de la tarde. Había tantas cosas que para los dos eran nuevas y tantas preguntas sin respuesta, que para ambos era tranquilizador tener a alguien con quien compartir las dudas, alguien con quien poder hablar sin tener que explicarlo todo desde el principio y sin temor de estar divulgando información reservada.

Richard había sido alimentado por primera vez el día anterior y Daniel le lanzaba miradas curiosas mientras lo veía caminar decidido entre las mesas del Biergarten, buscando indicios de que algo había cambiado en su personalidad, en su comportamiento o, al menos, en su manera de moverse.

Se sentaron, pidieron dos jarras de cerveza y se quedaron mirándose durante unos segundos.

—¿Notas algo? —preguntó Dani por fin. No era necesario precisar; los dos sabían perfectamente a qué se refería. Hablaban en inglés porque, como Ritch no sabía alemán, aunque hablaba algo de español, no era bastante para mantener una conversación.

Ritch sacudió la cabeza en una negativa.

—De momento, nada, pero Albert dice que es lo normal, que no me espere maravillas ni cosas raras. ¿Y tú?

—Yo no puedo notar nada porque a mí no me han «alimentado», como lo llaman ellos. Aún no he conseguido decidirme. —Se encogió de hombros, como quitándole importancia.

—Y sin embargo sigues vivo. A mí no me dieron elección. Cuando terminaron de explicarme el asunto ya sabía demasiado, al parecer.

Dani se echó a reír.

—¿De verdad pensabas que te matarían si no aceptabas?

Ritch siguió serio.

—Sigo pensándolo. Por lo que me has contado, tú los has visto en acción. A los clánidas, me refiero.

—Sí. Los he visto y puede que tengas razón; en Amalfi las armas eran de verdad, pero se me hace difícil imaginar a esos dos viejecillos, Joseph y Chrystelle, matando gente. Ni a Emma ni al bueno de Albert.

—A mí no se me hace nada difícil. Yo no he tenido una infancia como la tuya, segura, protegida, con un padre y una madre que te quieren y se preocupan por ti; sé perfectamente que la mayor parte de la gente no es lo que parece. He conocido directores y maestros que parecían santos de estampa de catecismo y luego eran auténticos monstruos. Pero da igual; de todas formas pensaba aceptar. ¿A ti no te interesa?

—En principio suena muy bien, pero aún no lo sé seguro. Primero tengo que hablar con Max, creo que él tampoco es familiar en sentido estricto, y luego es fundamental que hable con Lena para saber si le sigo importando lo suficiente. —Llegaron sus cervezas y la conversación se interrumpió para tomar el primer trago—. Y claro, ver también si me sigue interesando a mí. Imagínate que, por lo que sea, lo nuestro no funciona y me veo atado al clan blanco para el resto de mi vida.

—Tampoco te dejarían salir aunque dejaras de estar con Lena; ya es tarde para volverse atrás, créeme. Por lo que nos han contado, llevan milenios ocultando su existencia a la población normal.

—A haito —tradujo Daniel.

—Sí. —Richard esbozó una sonrisa—. Haito. Me pregunto de dónde habrá salido esa palabra. No pueden dejar cabos sueltos y arriesgarse a que alguien vaya contando que están ahí y tienen el secreto de la eterna juventud. Hay mucha gente, demasiada, que sería capaz de matar, de masacrar a lo grande incluso, para conseguir ese secreto.

—No se me había ocurrido verlo así.

—Los dos somos científicos…

—Sobre todo tú —interrumpió Dani—; yo no soy más que estudiante de física.

—De lo que hablo es, sobre todo, del tipo de mente y de percepción del mundo que tenemos los dos. A mí, personalmente, y supongo que a ti también, lo que más me interesa es saber de dónde sale esa gente, por qué son así, cómo funciona esa regeneración celular, cómo es posible que bebiendo su sangre, a través del estómago, mis células se hagan más resistentes y se regeneren más rápido…, todo eso. Sin embargo, como no soy tonto y me ha costado mucho sobrevivir, tengo muy claro que, en términos de mercado, esa gente vale mucho más que su peso en diamantes. No pueden arriesgarse a que uno de nosotros, vulgares mortales, se le ocurra vender la información a un laboratorio de investigación biológica y que envíen a unos cuantos mercenarios a cazarlos para hacer con ellos análisis y experimentos. Nos matarán en cuanto tengan la sensación de que nuestra lealtad no es absoluta, tenlo por seguro. Pero no va a ser necesariamente ya. De momento, le veo más ventajas que inconvenientes. ¡Por nosotros, Daniel! —Ritch chocó su vaso con el de Dani—. Morituri te salutant! —añadió, usando el saludo ritual de los gladiadores romanos cuando salían a luchar a la arena: «Los que van a morir te saludan».

Hubo un par de minutos de silencio. Cada uno bebía su cerveza a sorbos largos, mirando a su alrededor, a la gente normal que en una tarde de verano había salido a pasear, a llevar a los niños a que montaran en el tiovivo, en la noria, en todas las atracciones que se desplegaban a su alrededor, a las parejas que tomaban sus refrescos cogidos de la mano, mirándose a los ojos, a las luces de colores que se iban encendiendo en la feria por todas partes. La famosa noria del Prater, la que la película de Orson Welles El tercer hombre había hecho mundialmente famosa, giraba pausadamente contra un cielo despejado, donde aquí y allá brillaban las estrellas. Hacía una buena noche, cálida y sin viento, una noche de verano, de vacaciones, llena de olores de vida: carne asada, algodón de azúcar, cerveza, flores, serrín empapado de vino, perfumes de mujer…

—Sí que estaría bien que la vida durase mil años, ¿no crees? —dijo el americano.

Dani miró a Ritch con una media sonrisa y se encogió de hombros.

—No sé. Tengo veintiuno. A mí, de momento, me parece que con ochenta o noventa hay bastante. Llegar a los mil debe de ser aburridísimo, y si a la gente de cien ya se le va la cabeza, imagínate con ochocientos…

—Pues Emma y Albert parecen bastante centrados.

—¡Vete a saber! Ya nos iremos enterando, me temo. —Hubo otra pausa. Al cabo de unos segundos Dani hizo la pregunta que le rondaba por la cabeza desde hacía meses—. ¿Por qué crees tú que los clanes se están extinguiendo?

En una conversación anterior le había contado a Richard toda la historia de Arek y el clan rojo y lo poco que sabía de la cuestión de la reproducción entre karah, de modo que ya no tenía que empezar desde el principio.

—No soy biólogo, pero supongo que la naturaleza considera que no conviene que se reproduzcan demasiado, quizá precisamente porque son tan longevos. O quizá se trate de que no están preparados para sobrevivir, que su evolución no los ha llevado por el camino correcto, que son un callejón sin salida de la evolución de su especie.

—Pero entonces no serían superiores a nosotros, sino más bien lo contrario.

—Yo creo que lo de superior e inferior no es un criterio objetivo en estos temas. Las cucarachas están infinitamente mejor adaptadas a su medio y tienen muchas más posibilidades de supervivencia y, sin embargo, no consideramos que sean superiores a nosotros. Nos empeñamos en pensar que una especie como la nuestra, aunque viva poco y no sea tan dura, pero que ha dado individuos como Da Vinci, Shakespeare, Mozart, Beethoven, Bernini o Picasso, es claramente superior a las cucarachas. Por no hablar de Halle Berry.

Daniel soltó una carcajada.

—A lo mejor todos los genios que acabo de nombrar lo fueron porque no eran humanos, sino karah —añadió de pronto.

—No creo —dijo Dani—. Todos murieron, y algunos muy jóvenes. Me parece que precisamente la conciencia de que tenemos poco tiempo es lo que hace que seamos creativos y que nos esforcemos por dejar algo importante antes de morir. Ellos no tienen prisa.

—Ninguna, tienes razón. Tienen mucho tiempo y muchísimo dinero. Una combinación que estimula extremadamente lo peor que uno lleva dentro. —Suspiró—. Mira, al menos, de eso nos vamos a salvar; no tenemos ni tiempo ni dinero. —Con un gesto, Ritch pidió otra cerveza a la camarera que pasaba cargada de jarras grandes y rubias—. ¿A ti te paga el clan?

Por un instante, Daniel pensó no contestar. Le parecía excesiva la familiaridad y nunca había encontrado de buen gusto hablar de dinero, sobre todo con alguien que no perteneciera a su círculo íntimo. Segundos después, sin embargo, se dio cuenta de que Richard era estadounidense y de que realmente no trataba de sonsacarle información, sino que lo consideraba algo natural entre gente que trabaja en el mismo equipo.

—Sí. Al menos eso me han ofrecido, ahora que oficialmente trabajo para ellos. Nunca había visto tanto dinero junto.

—¿Tres mil al mes?

—Exacto. Mis padres ya me han dicho que me asegure de que no hay gato encerrado. ¡Los pobres!

—¿Por hacer qué?

—La verdad es que no lo sé bien. Al parecer se han dado cuenta de que tienen poquísimos familiares que les puedan resolver cuestiones básicas y se han animado a reclutarnos. Yo, hasta ahora, he hecho de vigilante, de canguro y poco más. Bueno, y he visto cosas que todavía se me aparecen en unas pesadillas horribles.

—¿Qué cosas? —Richard se inclinó hacia él por encima de la mesa.

—Monstruos, Ritch —dijo Daniel muy serio, pasándose la mano por la frente—. A uno lo llaman Sombra. Al otro urruahk. ¿Quieres que te lo cuente?