Lena. Bangkok (Tailandia)

Cuando Lena llegó a la zona de Silom, donde debía de estar el apartamento, eran ya las nueve de la noche y, efectivamente, las calles estaban llenas de gente, extranjeros en su mayoría, en busca de copias de marcas famosas a precios tirados o de diversiones nocturnas también a buen precio.

Le había costado un poco deshacerse de sus nuevos amigos que querían acompañarla para que no tuviera que ir sola de noche en una ciudad como Bangkok, y al final había tenido que inventarse otra mentira para convencerlos. Les había dicho que tenía que encontrarse con una pareja de amigos y quizá con su novio, pero de eso no estaba segura porque se habían peleado seriamente unos días antes del viaje y cabía en lo posible que él no quisiera verla o incluso que hubiera cambiado el billete y en lugar de estar en Bangkok se hubiera ido a otra parte. Por eso prefería ir sola. Ya los llamaría y les explicaría qué planes tenía para las próximas semanas.

Maël le había lanzado una mirada curiosa, pero por fortuna no había dicho nada. No le apetecía tener que pensar en nadie más de momento; su vida ya era lo bastante complicada con todo lo que le estaba pasando. Y con Daniel y Lenny (Lenny que era Nils y pertenecía al clan negro), lo último que necesitaba ahora era que alguien más, por muy simpático que fuera, se interesara también por ella.

Los olores del mercado eran casi insoportablemente fuertes. Ya había comido algo con el grupo de traceurs y los efluvios de los mil curries que la rodeaban eran casi un ataque físico; todo el mundo a su alrededor estaba comiendo o cocinando algo a la luz de las farolas del alumbrado público y de las lámparas amarillentas colgadas de todos los carritos que flanqueaban la calle. En los bajos de casi todas las casas había salones de masajes, iluminados con una luz fluorescente muy blanca que contrastaba con la anaranjada de la calle, y docenas de jóvenes tailandesas esperaban clientes de ambos sexos para masajearles los pies y las espaldas. En muchos de los sillones, que le recordaban a los antiguos de las barberías, los extranjeros contemplaban el tráfico y el ir y venir de la gente mientras una muchacha arrodillada frente a ellos les daba masaje en los pies, destrozados de todo el día de andar de pagoda en pagoda.

Los puestos del famoso mercado nocturno de Patpong ofrecían toda clase de mercancías, desde recuerdos de dudoso gusto hasta copias de bolsos de grandes marcas, camisetas, estilográficas, móviles, cámaras… Todo falso y brillante para deleite de los turistas que regateaban enardecidamente en un inglés tan macarrónico que apenas si resultaba reconocible.

A su paso, tailandeses flaquitos y sonrientes iban ofreciéndole todo tipo de servicios sexuales señalando hacia las callejas que, oscuras y salpicadas de lucecitas de colores, se abrían a izquierda y derecha de la calle principal.

Ping-pong pussy, ofrecían, young boys, beautiful girls, all colours, golden rain, striptease, transformers, come lady, come, great boys; what do you want?, preguntaban sin perder la sonrisa, what do you want? I have everything, tell me what you want.

Lena, como le habían enseñado sus padres a lo largo de sus viajes, se limitaba a ignorarlos y, cuando se ponían realmente pesados o intentaban agarrarla del brazo, se volvía hacia ellos sin un mínimo asomo de sonrisa y decía «no» del modo más claro y desagradable posible, mirándolos a los ojos. Normalmente eso bastaba, pero estaba empezando a pensar que habría preferido que la hubieran acompañado los yamakasi; no parecía haber muchas chicas extranjeras, jóvenes y solas por la zona. Los hombres solos sí abundaban, parados delante de los locales que ofrecían ping-pong pussy y striptease, discutiendo precios con los pushers o mirando, como en una feria de ganado, a las chicas sudorosas que habían salido de los locales nocturnos a fumar o a refrescarse un poco antes de volver al trabajo. Unas llevaban vestidos ajustados de seda, al estilo oriental, con largos cortes en el costado para mostrar la pierna, y el pelo recogido y adornado con orquídeas; otras iban vestidas de muñeca tirolesa con pelucas de trenzas rubias enmarcando un rostro asiático, o de princesa, con enormes faldas de tul en colores pastel y grandes escotes cubiertos con collares de diamantes falsos. Todas parecían cansadas y sólo sonreían cuando un posible cliente las miraba con interés.

Al cabo de unos minutos de andar abriéndose paso por el mercado nocturno y de haber dicho «no» cientos de veces, la misma calle la llevó frente a un restaurante muy bien iluminado, con un delicioso jardín tropical, y el rótulo «The Mango Tree» destellando en la noche.

Se quedó un momento parada, orientándose, y se dirigió a la izquierda, buscando la dirección que ya había investigado en Internet. Si el número medio borrado que había junto a la puerta no mentía, el apartamento que buscaba debía de encontrarse en el bloque amarillento que tenía enfrente, de modo que sacó las llaves de la cinta azul del bolsillo delantero del pantalón, donde las había puesto para no tener que ponerse a rebuscar por la mochila en medio de la calle, y se acercó al portal. Un mendigo dormía atravesado en el umbral de la casa. Lena se inclinó por encima de él notando el olor a alcohol y suciedad que emanaba de su cuerpo, dio la vuelta a la llave y saltó por encima del hombre, que no se movió un centímetro. La escalera era estrecha y estaba oscura porque casi todas las bombillas estaban rotas, pero la luz anaranjada de la calle se filtraba a través de las ventanas que había en cada descansillo y, una vez acostumbrados los ojos a la falta de luz, todos los contornos eran visibles, como en una fotografía de tonos sepia.

El apartamento número siete estaba en el tercer piso. La llave era la correcta.

Por un instante estuvo tentada de dar la vuelta y marcharse al hostal donde sus nuevos amigos estarían reunidos en el jardín, charlando o jugando a las cartas, pero no era posible; tenía que quedarse allí hasta que la descubrieran y pasara algo.

Encontró un interruptor, encendió la luz y se quedó de piedra. La cutrez del edificio le había hecho esperar un interior decrépito, lleno de trastos viejos, humedad y cucarachas, y ya se estaba preparando para soportarlo cuando la luz iluminó un apartamento pequeño pero perfectamente limpio y amueblado con muebles de teca y bambú, y batiks tailandeses en blanco y marrón con toques azules. La impresión de que se trataba de un territorio de Bianca no era tan intensa como en el piso de París, pero Lena había reconocido el toque de su madre en más de la mitad de los objetos y en la distribución de los muebles. Cerró la puerta tras de sí y se apoyó en ella, agradecida por haber llegado a un lugar que podría convertirse en un sucedáneo de hogar durante el tiempo que le tocara vivir en él. Llevaba demasiado tiempo en hoteles y la posibilidad de tener un lugar sólo para ella la hacía sentirse más relajada y casi feliz.

Dejó la mochila en el suelo, cerró la puerta con todos los cerrojos y fue a investigar a la zona de la cocina, que era sólo una parte de la salita. Había latas, leche de larga conservación, pasta y paquetes de comida precocinada, todos aún en fecha de uso. Al día siguiente saldría a comprar verdura y fruta fresca y se pondría cómoda en el piso esperando a su contacto. Lo que pasaría después era algo que ya no podía imaginar.