Historia de Bianca
Mi amor, mi preciosa, mi niña blanca y negra:
En el instante en que escribo estas líneas eres aún pequeña y no tengo modo de saber cuándo y dónde llegarás a leerlas. Cuando termine, encerraré estos papeles en un sobre y lo confiaré a Él, mi amiga de tantos años, para que te los entregue cuando haya llegado el momento. Me gustaría ser capaz de hacerlo personalmente, pero me temo que no podrá ser.
Cuando leas esto sabrás muchas cosas que ahora ignoras, tendrás montones de preguntas que en otra fase de esta, tu primera existencia, te habrían parecido ridículas; es posible incluso que estés pensando que soy una mentirosa, una traidora, que te he engañado toda tu vida. No me extrañaría que lo creyeras, así que voy a tratar de explicarte ciertas cosas con la esperanza de que me entiendas mejor.
Es difícil decidir dónde empieza una historia y sé que el resultado depende de cuál sea el principio elegido, por eso he pensado en no apartarme de lo convencional y empezar por mi nacimiento para que sepas —al menos ahora— quién es tu madre y de dónde procedes tú.
Yo misma decidí educarte como haito, en un entorno haito, y sé que para ti en estos momentos será importante saber de dónde vienes y quiénes son tus antepasados, pero debes saber también que para karah todo esto es irrelevante. Lo único que cuenta es la sangre, nuestro ikhôr. Si tu sangre es karah, tú eres karah. Quiénes hayan sido tus abuelos o tus padres carece de importancia y, una vez llegada a la edad adulta, todos tus conclánidas son parejas potenciales, tanto si son antepasados tuyos como si no. Karah no tiene el tabú del incesto, tan frecuente en las comunidades haito, porque karah mejora reproduciéndose entre sí. De manera que, llegado el momento, puedes intentar reproducirte con alguien que, usando los criterios haito, es tu abuelo, o tu padre. Hermanos es muy poco probable que llegues a tener, pero también podrías unirte a ellos sin ninguna traba ni genética ni moral.
Quizá cuando seas algo mayor pueda comenzar a explicarte todo esto, pero resulta tan contrario al pensamiento haito que me parece mejor dejar que crezcas sin fisuras y después, cuando seas adulta y realmente capaz de asimilarlo, enseñarte todo lo que debes saber.
Pero, como te decía, empecemos por el principio:
Nací en Madrid, en 1643, en el reinado de Felipe IV de Habsburgo, y me impusieron el nombre de Mariana de Miraflores. Quizá aún te impresionen las fechas y te parezca espantoso tener una madre tan vieja, pero para ayudarte a mantener las proporciones, te daré un consejo: quítale el último dígito a los años y obtendrás una aproximación a las edades de haito. Ahora, en el momento en que escribo esta carta, tengo 360; si le quitas el último cero y rebajas un poco aún, puedes hacerte una idea de que, si fuera haito, tendría unos 36 años o algo menos, lo que quiere decir que aún soy joven, que en circunstancias normales aún me quedaría mucha vida por delante.
Karah no es amante de las genealogías, pero de todas formas, dado que tú estás siendo educada como haito y para ti seguramente es importante, te diré que mi madre fue la duquesa Beatriz de Miraflores, miembro del clan blanco, al que tanto tú como yo pertenecemos por decisión de nuestras madres.
Mi padre fue un clánida rojo, en aquella época cardenal de la Iglesia católica, Diego Guerrero, un karah extraordinario, mahawk de su clan. Nunca he sabido con seguridad, porque mi madre nunca me lo dijo, si mi padre sabía que yo era hija suya. Quizá no, porque de haberlo sabido, habría intentado reclamarme para el clan rojo.
Me educaron en el seno del clan blanco hasta que cumplí los veinte años, Beatriz como madre, el cardenal Guerrero como mentor, y llegué a la edad que entonces se creía adecuada para intentar concebir un hijo. En aquella época, las costumbres sociales hacían necesario que una muchacha tuviera un esposo y, como suele ser el caso entre clánidas, mi madre tomó la decisión de entregarme a un conclánida blanco cuya obligación sería intentar que yo quedara embarazada.
Ya entonces teníamos pocos miembros y, dado que las edades no son relevantes para karah, y no hemos tenido nunca el tabú del incesto, como te he explicado ya, ni entre hermanos, ni entre padres e hijos, tíos o abuelos, la elección recayó sobre nuestro propio mahawk, que poco antes se había llamado Ulrich von Finsternthal, de nacionalidad alemana, y en la época de la que te hablo se había convertido en el conde-duque Enrique de Sotogrande; un hombre enorme, de pelo plateado y ojos casi transparentes, que sonreía poco y ardía por dentro con una llama devoradora. Yo lo admiraba ciegamente porque era fuerte, inteligente, protector y sabio.
Nos casamos por las leyes haito en Madrid, una límpida mañana de primavera; mi mismo padre, satisfecho de verme casada con otro mahawk como lo era él mismo, fue quien nos administró el sacramento del matrimonio.
Nunca tuvimos hijos, lo que es habitual entre conclánidas. Tampoco nos veíamos demasiado después de los primeros meses de casados. Enrique, o Ulrich, como prefería que lo llamara cuando estábamos a solas, era un guerrero nato y se alejaba durante años para tomar parte en las guerras que asolaban Europa.
En mi siguiente vida nos separamos definitivamente, sin rencor ni malicia. Yo marché a Francia y allí tuve una relación relativamente larga con un conclánida rojo de mi misma edad, de la que tampoco hubo herederos. Cuando empezaron las revueltas que más tarde llevarían a lo que tú conoces como Revolución francesa, huí del país y, en lugar de marchar hacia América como hizo el clan negro, me marché hacia Oriente, primero a Egipto, luego hacia la India y de ahí, buscando al clan azul, hacia las islas de Siam.
Llegué finalmente a la zona del Pacífico donde se habían establecido. Allí conocí a Joelle, nos hicimos amigas y pasé un tiempo alejada de los demás conclánidas, explorando la ciudad submarina de Atlantis y sus prodigios. Más tarde, ya casi un siglo después, en el último tercio del siglo XIX, regresé a Europa y me instalé en Austria, en Viena.
Allí conocí a quien sería una de las dos personas más importantes de mi vida: el Gran duque Ivan Nikolaievich Iliakof, un conclánida negro, mahawk de su clan por circunstancias (el que lo había sido hasta un par de siglos antes —Ragiswind— había desaparecido y se le daba por muerto), que vino a buscarme al palacio que yo acababa de comprar en la Viena de Francisco José II, para proponerme un negocio.
Tanto él como yo llevábamos mucho tiempo reuniendo todo tipo de informaciones de karah concernientes a la posibilidad de abrir la puerta que, según las leyendas, comunica este mundo con el otro del que supuestamente procedemos y que no se sabe si es otra realidad u otro plano temporal que ocupa el mismo espacio, o un universo paralelo.
Los dos estábamos fascinados por la posibilidad de salir de este mundo, de descubrir otras realidades, de ir más allá que todos los que nos habían precedido; ambos ardíamos con el mismo fuego.
Cuando, al cabo de unas semanas, nos dimos cuenta de que la cuestión digamos «profesional» era una simple excusa para vernos con la mayor frecuencia posible, decidimos confesarnos abiertamente que queríamos estar juntos e intentar tener un heredero para uno de los clanes. Yo, evidentemente, quería que ese heredero fuera para el clan blanco y él para el negro. Entonces yo era la baronesa Alma von Blumenthal y todos los primogénitos de las grandes familias se disputaban mi mano. Si alguna vez estás en Viena, en el Kunsthistorisches Museum encontrarás un retrato mío de aquella época, vestida de blanco con detalles de color de rosa y un perrito sobre la falda. Quizá te resulte estúpido, pero entonces era la moda.
Siendo karah tanto Ivan como yo, resulta ligeramente embarazoso decir que nos queríamos. Supongo que, mientras tanto, sabes que karah no es una especie particularmente emotiva, aunque cuando ambos son clánidas se considera soportable que la unión tenga también toques sentimentales.
Si hubiéramos sido haito, yo ahora te diría que estábamos locamente enamorados. Siendo karah, te diré que nuestra unión era fuerte y estable, que compartíamos intereses, deseos y metas. Conseguimos reunir una apreciable cantidad de documentos que habían estado dispersos durante siglos y pensamos transportarlos hasta la ciudad submarina del clan azul porque creíamos que sería el lugar donde más seguros podrían estar, además de que contábamos con el apoyo de Joelle, la mahawk azul, con quien yo había entablado amistad en mi vida anterior.
Teníamos previsto salir de Viena a principios del verano de 1914, cuando la corte solía ponerse en marcha para pasar unas semanas en Bad Ischl. Y entonces, un 28 de junio, Franz Ferdinand, el príncipe heredero del Imperio Austro-Húngaro, fue asesinado en Sarajevo. Apenas un mes más tarde, se había declarado la guerra.
A comienzos de la Primera Guerra Mundial nos pusimos en camino desde Viena, por Innsbruck y cruzando el paso del Brennero, hacia Génova, donde pensábamos embarcarnos para Egipto y de ahí hacia el Índico.
No habíamos contado con que la frontera entre Austria e Italia sería tan problemática. Había soldados, patrullas y controles por todas partes. Nosotros éramos alta nobleza y normalmente nos permitían pasar por donde queríamos y podíamos avanzar, pero querían controlarnos, saber qué llevábamos en los arcones y maletines que nuestros sirvientes acarreaban.
Joseph, a quien tú conocerás pronto como oncle Joseph si todo sale como yo espero, venía conmigo. Entonces era un muchacho muy guapo de unos dieciocho años de apariencia, fascinado por las posibilidades que karah le ofrecía como familiar. Era leal como un perro, cariñoso, valiente; dispuesto a darlo todo por mí, tanto que, a veces, Ivan Nikolaievich se sentía celoso.
Yo lo apreciaba enormemente e incluso ahora, que es un anciano a las puertas de la muerte, sigo yendo a París de vez en cuando para alimentarlo, a él y a su hija Chrystelle, e intentar prolongar su vida.
He perdido varios familiares queridos al cabo de los siglos, pero nunca ha habido nadie como Joseph, y cuando por fin le llegue su último día, sé que lloraré amargamente, porque no sólo ha sido mi familiar, mi guardaespaldas, mi confidente y mi amigo. Como ahora mismo te contaré, Joseph me salvó la vida. E incluso algo más.
Sabes que en mi vida actual, la que tú conoces, en la que soy Bianca Wassermann, me dedico a escribir guiones para series de televisión. Eso es bastante raro en karah. No somos una especie particularmente creativa; nunca ha salido de entre nosotros ningún artista digno de mención. Siempre hemos sido mecenas, patrocinadores, compradores de arte, nunca artistas.
Sin embargo, yo descubrí hace unas décadas que escribir no me resulta difícil. Sé que no soy genial, que mis guiones jamás serán literatura, pero son ingeniosos, están bien escritos y gustan al público. Estoy acostumbrada a complicar las cosas sencillas para crear tensión y que los espectadores disfruten de la trama. Y ahora, en esta carta, lo que tengo que hacer es justamente lo contrario: hacer sencillo lo complicado, y eso es lo que me está resultando tan problemático. Espero conseguirlo lo bastante como para que entiendas al menos lo fundamental.
No sé si habrás captado ya el carácter básico de karah. Lógicamente, tampoco es posible reducir a unos cuantos adjetivos lo que somos, pensamos y sentimos, pero es importante que entiendas que, aunque somos capaces de amar —espero que sepas y sientas todo lo que te quiero y te he querido incluso desde antes de que nacieras—, nuestros lazos son menos intensos que los de haito y, una vez que cambiamos de vida, de nombre, de lugar y de profesión, nuestro pasado suele perder relevancia y los sentimientos que existieron entonces se van difuminando hasta desaparecer. Una puede haber vivido una relación exclusiva o casi exclusiva durante ochenta años con otro conclánida y un par de vidas más tarde ya no queda nada, ni afecto, ni rencor, ni deseos de venganza ni nostalgia por lo perdido…, ese conclánida vuelve a ser un karah nuevo, neutro, con el que se puede volver a empezar o que puede convertirse en un enemigo.
Te digo todo esto para que puedas entender mejor lo que voy a contarte ahora.
Cuando Ivan y yo emprendimos el camino que debería llevarnos desde Viena hasta las islas del Pacífico sur donde habitaba el clan azul, tuvimos mucho cuidado de no llamar la atención de los otros clanes que, como siempre, estaban centrados en conseguir nuevos miembros, posiblemente porque sabían que nosotros estábamos viviendo en la corte vienesa y suponían que estábamos, como ellos, intentando procrear para el clan blanco o para el negro.
Recordarás que dos vidas atrás yo había estado unida a Enrique de Sotogrande, el mahawk blanco que en otras existencias se había llamado Ulrich von Finsternthal y mucho antes Silber Harrid.
Él era uno de los conclánidas más viejos y tenía una impresionante historia de violencia a las espaldas, pero también era famoso por sus conocimientos sobre mitos y leyendas de karah. Se había pasado siglos recopilando briznas de información y reuniendo piezas dispersas que de otro modo se habrían perdido al correr de los tiempos. Fue él precisamente quien estimuló mi interés por la antigüedad y quien despertó esa sed de saber que nunca me ha abandonado. Ya en el siglo XVII, mientras él estaba en alguna de las muchas guerras que asolaban Europa y yo hacía mi vida en nuestro palacio de Madrid, me dediqué a buscar sus escondrijos y a hacer copiar todo lo que iba encontrando, que no era mucho, porque Enrique era un auténtico zorro de la ocultación.
Pero Enrique de Sotogrande no deseaba lo mismo que yo. Yo buscaba información para comprender y para, llegado el caso, intentar el paso a ese otro mundo, abrir esa misteriosa puerta de comunicación. Él no. Él reunía piezas y documentos para hacerlos desaparecer del alcance de karah, para que nadie, nunca, pudiera abrir la puerta. Nunca supe por qué. No sé si teme el fracaso o si teme que pueda darse el contacto y que lo que encontremos al otro lado nos destruya.
En cualquier caso, para Ivan y para mí no había nada más importante que avanzar en esa dirección. Y para eso eran indispensables dos condiciones: encontrar y reunir en una sola mano toda la información existente, y hacer todo lo necesario para producir un nexo.
Cuando, en el verano de 1914, emprendimos aquel viaje hacia las islas del Pacífico sur, viajaban con nosotros todos los documentos, mapas, cuadros y piezas dispersas que habíamos podido reunir en tres siglos de esfuerzos, y confiábamos en que, una vez llegados a Atlantis, con la ayuda de Joelle, todo se aclararía y, si Ivan y yo conseguíamos procrear, nuestro hijo o hija sería el nexo que karah llevaba siglos buscando. Y entonces el camino a las estrellas quedaría expedito.
Esa había sido la casualidad más afortunada que hubiéramos podido desear: yo era hija del clan blanco y del clan rojo; Ivan era hijo del clan negro y del clan azul. Cuando nuestras sangres se mezclaran, el nuevo ser sería hijo de los cuatro clanes por primera vez en casi dos mil años.
Pero no contábamos con Sotogrande, el temible Silber Harrid. Ni se nos había ocurrido que el mahawk blanco pudiera estar siguiéndonos y fuera a intentar impedir que nuestros planes llegaran a ponerse en marcha.
Él y unos cuantos hombres pagados —pocos, por fortuna, ya que debió de creer que con media docena bastaba para destruirnos— nos interceptaron en el camino que nos llevaba de Austria a Italia. En el Goldener Adler de Innsbruck, el último hotel de calidad donde hicimos alto, nos habían aconsejado no viajar en tren, como habíamos previsto, porque estaban siendo requisados para transportes de tropas, igual que los pocos vehículos de motor que existían en la capital. Lo mejor, nos dijeron, era alquilar un carruaje y desviarnos del camino real para cruzar el paso del Brennero por senderos menos frecuentados y así evitar molestos controles.
Quizá el que nos dio este consejo fue uno de los hombres de Sotogrande, nunca lo sabré; el caso es que nos emboscaron y, a pesar de que Ivan, Joseph y yo, que afortunadamente íbamos armados, conseguimos librarnos de todos los matones del mahawk blanco, al final no nos quedó más remedio que separarnos. Ivan se quedó atrás, luchando con el que había sido mi esposo, y me ordenó que me pusiera a salvo con la maleta donde guardábamos los documentos más importantes. Joseph vino conmigo.
Soltamos dos de los caballos del carruaje y emprendimos una loca fuga que nos iba llevando cada vez más alto, entre fisuras de roca que se abrían a nuestros pies como abismos infernales en cuyo fondo brillaba azul el hielo de las lenguas de los glaciares que iban abriéndose camino hacia el sur, arrastrando tierra y rocas a su paso.
Yo confiaba en Ivan y estaba segura de que sería capaz de vencer a Sotogrande, pero no podía evitar que se me encogiera el corazón al pensar en que Silber Harrid había sido el jefe vikingo más temido de Europa y que no había dejado de luchar un solo día de su vida, mientras que Ivan, en los últimos tiempos de Viena, no había hecho más ejercicio que montar por el Wienerwald, y batirse deportivamente con sus compañeros de esgrima.
Al cabo de varias horas de camino, y cuando vimos que nuestros caballos ya no podrían llevarnos más lejos, desmontamos y continuamos a pie, destrozándonos las botas entre las rocas y temiendo que llegara la noche sin que hubiéramos conseguido descender lo suficiente como para encontrar refugio en alguna aldea.
Aunque era verano, el tiempo era fresco y a lo largo del día las nubes fueron cubriendo el sol hasta que empezamos a sentir que se acercaba una tormenta.
Joseph me azuzaba a no detenerme, a continuar bajando cada vez más de prisa, antes de que comenzaran los rayos. Yo estaba agotada y mis ropas eran las propias de una aristócrata cuando va de viaje: cómodas, pero no pensadas para trepar por las montañas.
La tormenta se acercaba desde el oeste, cubriendo el mundo con un velo negro sólo momentáneamente rasgado por los relámpagos aún lejanos pero que pronto estarían sobre nosotros. El trueno rodaba casi sin interrupción desde el paisaje de montañas que cerraban el horizonte, rojo como la sangre en el mínimo filo que las nubes aún no habían cubierto. Sabíamos que pronto nos tragaría la oscuridad y tendríamos que detenernos porque un paso en falso podría llevarnos para siempre a la sima de un glaciar.
Descendíamos sin mirar atrás, cogidos de la mano para mantener mejor el equilibrio; Joseph cargando con la maleta donde estaba el producto de todos nuestros esfuerzos, yo con el bolso del dinero y los papeles de viaje. Casi no veíamos ya dónde poníamos el pie y Joseph había empezado a buscar un refugio para escondernos durante la noche cuando, de repente, la enorme silueta blanca de Silber Harrid se recortó frente a nosotros, iluminada por un relámpago tan intenso que nos cegó por unos segundos.
Joseph me tiró al suelo de un empujón, tratando de apartarme de un posible disparo; me cerró la mano sobre el asa de la maleta y se alejó de mí para enfrentarse con nuestro enemigo. Yo grité su nombre para que volviera. Un muchacho haito de apenas veinte años por su aspecto, aunque en realidad contara más de cincuenta, no era contrincante para el gigante de plata que había matado cientos de hombres a lo largo de varios siglos. Era mejor rendirse. Karah no mata a los suyos si no es absolutamente necesario.
Ni siquiera en ese momento pensé que Ivan podría haber muerto. Si Sotogrande lo había vencido, ahora estaría atado de pies y manos en alguna cueva esperando la suerte de que alguien lo liberara. Pero Joseph era haito y no podía esperar ninguna consideración por parte de karah.
Volví a llamarlo. Grité a Sotogrande que me rendía, que podía quedarse con lo que había venido a buscar, pero no hubo respuesta. Con el siguiente relámpago no conseguí verlo.
Mientras tanto los rayos caían a nuestro alrededor y los truenos eran ensordecedores, pero no llovía; éramos azotados como peleles por una tormenta seca, con un viento caliente que quitaba la respiración y traía un olor extraño, eléctrico. Tenía los cabellos de punta y al pasar la mano por la ropa, en la oscuridad se veían chispas y pequeños relámpagos, como espejismos.
Me puse de pie a pesar del huracán y unos cien metros más abajo, a la derecha, distinguí las siluetas de los dos hombres, no sé si ya luchando, o dispuestos a enfrentarse. Un segundo después regresó la oscuridad y, cuando volví a ver, Joseph había desaparecido y Sotogrande se dirigía hacia mí como un demonio recién escupido del averno, con su pelo de plata agitándose al viento como un ser vivo y esos ojos de hielo taladrándome con su mirada muerta.
Mi furia por haber perdido a Joseph era tan grande que recuerdo haber aullado de rabia al pensar que Enrique me había arrebatado a mi familiar. No tenía miedo. Al contrario, sentía que la ira me daba fuerzas para cualquier cosa y estaba deseando que llegara a mi altura para poder sacarle los ojos con las uñas. Pero antes de tenerlo cerca, se me ocurrió algo mejor.
En ese momento tomé una decisión que todavía no sé si lamento.
Levanté la maleta un segundo antes de que él llegara a mi altura y, con todas mis fuerzas, la lancé al abismo, a una de esas grietas heladas que habían jalonado nuestro camino.
Sobre el fragor de los truenos oí su rugido de desesperación y, sin poder evitarlo, sonreí. Nosotros habíamos perdido, pero Sotogrande no iba a ganar.
Al pasar por mi lado, decidido a lanzarse en pos de la maleta, me echó una mirada de odio puro y, sin detenerse un segundo, me levantó en vilo por la cintura y de un empujón me arrojó con todas sus fuerzas hacia abajo, a una de las grietas de roca, en la oscuridad.
No recuerdo más.
El resto, lo que voy a contarte ahora, sólo lo supe luego, en años posteriores, porque me lo contaron a mí. Yo no tengo recuerdos conscientes de todo ello. Ni siquiera ahora, después de tanto tiempo.
Cuando desperté, o quizá debería decir cuando volví a adquirir conciencia de mí misma, lo primero que recuerdo es un patio con una fuentecilla y bancos de azulejos blancos, verdes y azules, un cielo límpido, casi de color añil, y el perfume de un limonero que me daba sombra.
Yo estaba sentada en una mecedora y junto a mí, en una sillita baja, de enea, una muchacha joven bordaba flores con un bastidor sobre una tela de batista blanca mientras cantaba en voz baja, en español.
Durante dos canciones no dije nada, no me moví, me limité a estar allí, disfrutando de poder sentir, de ser consciente de mi existencia aunque, en ese momento, ni siquiera sabía quién era yo, cómo me llamaba ni qué hacía allí, bajo el limonero.
Luego, poco a poco, empezaron a acudirme recuerdos sueltos, retazos de imágenes, de voces, de luces del pasado, pero seguí inmóvil, abriendo y cerrando los ojos para disfrutar de la maravilla de ver, de descubrir que lo que veía tenía sentido, que lo que me rodeaba tenía nombre y yo conocía esos nombres: limonero, muchacha, fuente, bastidor, azulejos…
Entonces entró Joseph en el patio y todo pareció iluminarse, como si de repente hubiera salido el sol. Parecía mayor, pero seguía siendo guapo y fuerte. Parecía karah. Quizá hubiera seguido alimentándose de mi sangre, pero yo no lo recordaba.
Se acercó a la muchacha que bordaba, su mirada pasó sobre mí y, de repente, sus ojos se clavaron en los míos, se dio cuenta de que yo los tenía abiertos, y cayó de rodillas.
Le tendí las manos y nos abrazamos ante la mirada atónita de la jovencita. Luego supe que ella me conocía desde siempre, pero sólo como la hermosa señora encantada que no era capaz de hablar ni de reír ni de darse cuenta de que estaba viva.
Era el verano de 1932 y estábamos en la costa de Alicante, escondidos desde 1914 en un pueblecito junto al mar. Para los vecinos yo era la hermana de Joseph, una hermana viuda de guerra que había perdido la razón tras la muerte de su esposo; él había tenido una hija, Estrella, y ahora vivíamos recluidos, esperando el milagro de mi recuperación. Él nunca había dejado de creer que era posible; sabía que karah sana con facilidad y, aunque mis heridas cerebrales debían de haber sido muy graves, nunca perdió la esperanza. Y el tiempo le había dado la razón.
De Ivan no había vuelto a saber nada, ni tampoco de Sotogrande. En el encuentro final, en las montañas, cuando Joseph vio que no podría vencer al gigante blanco, optó por ocultarse sabiendo que no lo buscaría, que el mahawk había venido a buscar algo que era más importante que un muchacho haito. Pensó que seguramente Sotogrande lo creería un traidor a su ama, un traidor que no estaba dispuesto a arriesgar su vida por ella.
Joseph esperó a que el mahawk desapareciera y luego empezó a buscarme grieta por grieta hasta que dio conmigo, desmadejada como una muñeca rota sobre una lengua de hielo, pero aún viva. A costa de grandes esfuerzos me sacó de allí y me llevó a España, que era neutral en la guerra, y con el dinero que llevábamos en la bolsa compró una casita cerca de la playa y se instaló a esperar. Ni una sola vez tomó de mi sangre, porque le parecía una transgresión, ya que yo no estaba consciente para ofrecérsela, por eso había envejecido, pero en cuanto me sentí de nuevo viva, volví a alimentarlo y, en agradecimiento, convertí también a su hija en familiar.
Pasaron cuatro años en los que yo fui recuperando mis fuerzas y mi antiguo ser, y empecé a plantearme el paso siguiente. Joseph me había dicho que, unos años atrás, una conclánida blanca que decía ser mi madre, había estado buscándome, había venido a verme, apenas una hora, en mitad de la noche, y le había pedido que me protegiera mientras ella tenía que ocultarse. No le había explicado más, salvo que había cambiado de nombre y se llamaba Emma Uribe.
El 18 de julio de 1936 se declaró la guerra en España. Como yo había vivido ya varios momentos históricos previos al comienzo de una guerra, sabía perfectamente lo que se avecinaba y por tanto nosotros habíamos pasado ya a Francia un mes antes, después de vender lo poco que poseíamos, pero el dinero no era problema, ya que yo tenía en un banco de París una auténtica fortuna aún a nombre de Alma von Blumenthal. Tuve que envejecer unos años para que nadie sospechara de mí pero la reclamé, reclamé también el apartamento que había comprado a finales del siglo XIX en el boulevard Delessert y que Joseph ya conocía, instalé allí al padre y a la hija, que ahora se llamaba Chrystelle, y me dediqué durante un tiempo a construir mi nueva vida.
Decidí llamarme Ennis y buscar a la conclánida que había sido mi madre para poder conectar de nuevo con los clanes e informarme de qué había sucedido en mi ausencia. Habría preferido entrar de nuevo en contacto con Ivan, si aún vivía, pero no tenía forma de saber quién era o dónde estaba, así que pensé seguir la única pista real.
Tardé un par de años, durante los cuales me instalé en París, compré un apartamento en la rue Vavin y estudié paleobotánica.
Tienes que comprender que en aquella época no teníamos herramientas como el Internet actual. Lo más que habríamos podido hacer para encontrar a alguien era contratar a una agencia de detectives, pero eso era algo que a ningún conclánida se le hubiera pasado por la cabeza, ya que constituía un peligro para todos nosotros.
Por fin, poco antes de la segunda guerra, me enteré de que la doctora Uribe era arqueóloga y estaba dirigiendo unas excavaciones en la zona de la antigua Mesopotamia. Me trasladé con Joseph y Chrystelle a Egipto y de allí fui sola a encontrarme con Emma, la mujer que con el nombre de Beatriz de Miraflores había sido mi madre en el siglo XVII.
No voy a contarte las cosas con detalle, porque no me parecen relevantes en este momento, pero quiero que sepas que Emma no sabe quién eres y posiblemente tampoco le parezca importante saberlo. Quiero decir que, cuando la conozcas, no esperes que se comporte como una abuela cuando le digas quién eres. No lo es en el sentido que haito le da a las relaciones familiares. Para ella serás una conclánida. O serás el nexo. Te respetará y probablemente tratará de manipularte porque es su carácter, pero es una mujer espléndida y estoy segura de que hará todo lo que esté en su mano para conseguir que logremos nuestros propósitos y también colaborará en la apertura de la puerta.
Sobre 1940, Albert de Montferrat, un clánida blanco del que quizá hayas oído hablar, aunque seguramente por su extraña pasión por Emma a lo largo de los siglos más que por ninguna otra cosa, hizo un descubrimiento increíble en el ártico.
No voy a poner nada de ello por escrito. Estoy segura de que te enterarás a su debido tiempo. De momento basta saber que todo el clan blanco se reunió para fundar una estación de investigación polar, como tapadera para estudiar lo que acababan de descubrir. Desde entonces viven allí.
Yo también estuve allí durante unos años. Para evitar las suspicacias del mahawk (el antiguo Silber Harrid, luego Ulrich von Finsternthal, luego Enrique de Sotogrande) ahora llamado profesor Lasha Rampanya, famoso glaciólogo, fui presentada como una mediasangre, hija de Albert y una mujer haito, lo que me valió el desprecio y completo desinterés del que había sido, en tiempos, primero mi esposo y luego casi mi asesino.
Si te parece extraño que no me reconociera, tienes que pensar que llevábamos dos siglos sin vernos —nuestro encuentro en las montañas durante la tormenta no le permitió observarme de cerca— y, si yo supe que era él, fue simplemente por su envergadura. De todas formas, yo alteré mi aspecto lo suficiente y me mantuve siempre alejada de él.
Al cabo de un par de años, ya en la década de los sesenta del siglo XX, decidí volver a tomar las riendas de mi vida, me marché de la estación polar y me convertí en Bianca Bloom.
Con mi nueva identidad, y bastante harta de varias vidas como aristócrata y unos cuantos años como científica, decidí cambiar de registro, aprovechando los nuevos vientos que soplaban en el mundo. Quizá te suenen los sesenta y los setenta como los años de la revuelta estudiantil, de la fantasía al poder, del flower power, de la eclosión de la era espacial, de los macroconciertos de Woodstock y de la Isla de Wight. Yo me lancé de cabeza a disfrutar de las nuevas libertades, de la alegría que se había apoderado de Occidente después de los tristes años de la guerra mundial y de la guerra fría.
Me dejé crecer la melena, fui a San Francisco, me puse flores en el pelo, como dice la canción, y durante no sé cuánto tiempo me dediqué a viajar, a oír música, a probar todas las drogas psicotrópicas conocidas, a sentirme libre por fin. Ya te he dicho que karah tiene muy buenos mecanismos de defensa y olvido, de modo que no te extrañará que apenas pensara en Ivan, sabiendo que, si seguía vivo, acabaríamos por encontrarnos. Al fin y al cabo, yo era muy joven todavía y no tenía tanta prisa en procrear como otros conclánidas más viejos.
Y un día, al volver a París desde Ibiza, donde había estado un tiempo viviendo en una comuna de músicos y pintores, conocí a alguien que iba a cambiar muchas cosas.
Tenía veinticinco años, acababa de terminar la carrera de Derecho y el viaje a París era el regalo que había decidido hacerse para celebrarlo. Era austríaco y se llamaba Max, Max Wassermann. El hombre que siempre has considerado tu padre.
Nos conocimos de la manera más tópica posible, creo que incluso te lo hemos contado alguna vez. Yo había ido a visitar a Joseph y Chrystelle y a decirles que había pensado quedarme un tiempo en París; salí del metro en la estación de Trocadero y, como hacía un día espléndido, me entretuve en la terraza, mirando la Torre Eiffel, pensando lo moderna que me había parecido casi cien años atrás y lo enternecedora que resultaba en 1976, con ese toque antiguo, como de steampunk, que diríamos ahora.
Max estaba enfrente de mí, haciendo fotos con una Hasselblad con la que suponía que yo no iba a notar que me estaba fotografiando, porque es el tipo de cámara que se sujeta a la altura del pecho y no se acerca al ojo como las demás.
Lo encontré simpático y lo dejé hacer, posando cada vez más, para su deleite, sin que llegara a darse cuenta de que yo sabía lo que estaba haciendo. Al cabo de un rato, me levanté del pretil donde estaba sentada y él, sacando otra cámara de la bolsa que llevaba colgada, me preguntó en un francés bastante bueno si me importaría hacerle una foto con la Torre al fondo. Lo hice, nos pusimos a charlar y yo, por primera vez en mis varias vidas, empecé a improvisar para él mi nueva existencia en lugar de prepararlo todo minuciosamente como siempre había hecho.
Cuando me preguntó a qué me dedicaba, le contesté, sorprendiéndome a mí misma, que era agente de grupos musicales y concertaba actuaciones para mis clientes en Francia, Inglaterra y Alemania e incluso algunas veces en Estados Unidos, pero que mi ilusión sería, más adelante, cuando me cansara de viajar, formar una familia y, quizá, dedicarme a escribir.
Conforme hablaba y lo veía sonreír, fui metiéndome en mi nuevo papel y al final de la tarde, cuando después de cenar en un pequeño restaurante del Quartier Latin, nos besamos en la puerta de una residencia de estudiantes donde yo le dije que vivía y que, por supuesto, no había pisado jamás, llegué a la conclusión de que no había dicho una sola mentira. Yo era Bianca Bloom, me dedicaba a arreglar contratos y actuaciones de grupos de rock y algunos de jazz o de blues, y la ilusión de mi vida era encontrar al hombre adecuado, casarme y tener hijos. Y, con suerte, dedicarme a escribir. Era simplemente perfecto. Y Max también lo era. Simplemente perfecto.
Eso significaba, por supuesto, retrasar mis planes casi un siglo, suponiendo que a Max y a mí nos fueran bien las cosas y nos quedáramos juntos toda su vida, pero de momento no me importaba. No había prisa. Karah había pasado sin nexo casi dos mil años; un siglo más no le haría daño a nadie, y yo no creía que hubiera dos clánidas de sangre mixta que pudieran producir un nexo antes que Ivan y yo. Nadie nos iba a ganar la partida.
Podía quedarme con Max y, durante esa vida, viajar por el mundo buscando a Ivan. Si llegaba a encontrarlo, hablaría con él y le pediría cien años de plazo hasta reunirnos de nuevo para volver a intentarlo.
Esa misma noche, en cuanto Max se fue, convencido de que me había acompañado a casa, fui directamente a ver a Joseph y Chrystelle y les expuse mi plan.
Primero me pareció que Joseph se sentía contrariado por el retraso, pero en seguida me di cuenta de que, lógicamente, siendo él haito, un retraso de cien años significaba que él ya no tendría la posibilidad de conocer al nexo ni de participar en la gran aventura de intentar el contacto con la segunda realidad. Lo animé, diciendo que quizá no fuera necesario esperar tanto porque, aunque en esos momentos estaba ilusionadísima con Max —el primer haito por quien me había sentido realmente atraída en todas mis vidas, descontando a Joseph que no era más que un familiar—, eso tampoco quería decir que hubiera ninguna garantía.
Se lo presenté un par de días después y tanto a Joseph como a Chrystelle les gustó, supongo que, precisamente, por no ser karah. Porque era sencillo y natural, porque estaba loco por mí, por su sentido práctico, por lo respetuoso y cariñoso que era. Tú has visto fotos de él, supongo que incluso la primera que le hice, con la Torre Eiffel al fondo. Era un muchacho delgado, de hombros anchos y huesudos, pelo muy corto, gafas metálicas y sonrisa fácil. Luego, con los años, la sonrisa se fue haciendo menos frecuente. Por mi culpa.
A medida que fui introduciéndolo en algunos de los secretos de karah, esa alegría despreocupada del principio fue desapareciendo paulatinamente. Pero eso llegó después.
En aquellos momentos, en París, aquel deslumbrante verano, fuimos más felices de lo que nadie tiene derecho a ser.
Quizá debería darme vergüenza confesar que quise a Max, siendo como es un simple haito, pero sé que tú me comprenderás. Sé que incluso es posible que en el momento en que leas esto, seas adulta y sepas lo que significa querer a alguien.
Releo lo escrito y me doy cuenta de que he dicho «quise a Max» y realmente debería decir «quiero a Max», porque sigue siendo así, porque no sólo ha sido un excelente esposo para mí, sino un excelente padre para mi niña, para ti, Lena, mucho mejor que tu padre biológico a quien seguramente aún no conoces.
Max y yo decidimos casarnos oficialmente en 1990, después de catorce años de vivir juntos. Al principio de nuestra relación, yo seguí en París dedicándome realmente a mi nuevo trabajo, yendo y viniendo primero a Múnich, donde Max trabajaba en una gran empresa de seguros, y más tarde a Innsbruck, cuando decidió establecerse por su cuenta y elegimos esa ciudad tranquila, de tamaño medio.
A lo largo de esos años yo fui introduciéndolo en la existencia de karah y en muchos de los secretos derivados de la vida de los clanes; también empecé a alimentarlo, muy de vez en cuando, porque quería preservar su juventud y alargar su vida en lo posible, sabiendo que nunca volvería a encontrar un hombre como él.
No tuvimos hijos, cosa que a mí me parecía natural porque a karah nunca le ha resultado fácil reproducirse, y a Max lo apenaba, pero nunca me presionó para que fuera a un médico, ya que sabía que para mí era imposible acudir a la sanidad haito por el riesgo que representaba el que detectaran que yo no pertenecía a su especie.
Vivíamos felices. Aunque yo tenía mucho dinero invertido en diferentes países con diferentes nombres, nos limitábamos a vivir discretamente de lo que ganábamos, sin llamar la atención de nadie y un par de veces al año hacíamos largos viajes de exploración con todo el lujo que nos apetecía; yo había empezado a escribir guiones y a venderlos para la televisión alemana, que pagaba mejor que la austríaca y era más moderna; de vez en cuando iba a París, a ver a Chrystelle y a Joseph, a alimentarlos y a ponerme al día sobre los clanes.
En uno de esos viajes me contaron que habían oído un rumor procedente del clan azul, según el cual muy pronto llegaría el momento de que naciera un nexo. Nadie sabía por qué ni cómo, pero era ese tipo de historia que recorre los clanes como un fuego de rastrojos.
A mí me pareció gracioso porque yo había ido a París precisamente para invitarlos a nuestra boda y era curioso que precisamente en ese momento se empezara a hablar de un bebé que, si estaba destinado a ser un nexo, tendría que ser mío, porque yo era la única madre posible siempre que el padre tuviera también sangre de dos clanes. Desgraciadamente, con el que nunca podría funcionar sería con Max.
Recuerdo la escena con absoluta nitidez. Estábamos en el apartamento frente a la Torre Eiffel, con las ventanas abiertas para que entrara un poco de brisa contra el agobiante calor de agosto. Chrystelle había hecho dos tartas deliciosas: una de peras y otra de fresas, y había descubierto un té con chile y cáscara de cacao que estaba deseando probar.
Yo los había alimentado por la mañana, luego había dormido un rato y había salido a ver una exposición en el Museo de Chaillot. A mi vuelta, los dos estaban esperándome para probar las tartas y la infusión y, cuando les di la noticia de la boda y de que habíamos decidido que tendría lugar en Mont-Saint-Michel porque a Max y a mí nos fascinaba el lugar, en la primera luna llena de septiembre, Joseph y Chrystelle se miraron, sonrieron y, para mi sorpresa, se pusieron de pie.
«¿Qué pasa? —recuerdo que dije, bromeando—. ¿Adónde vais? No hay ninguna prisa, faltan casi dos meses».
«Es que tenemos un regalo para ti —contestó Joseph con su mirada más críptica—. Te lo íbamos a dar así sin más, sin ningún motivo, pero ahora sabemos que es un regalo de boda. Quizá no sea muy apropiado, dadas las circunstancias, pero puede que te guste, a pesar de todo. Anda, ven».
Me tendieron las manos y así, yo en medio, como si fuera una niña pequeña, me llevaron por el pasillo hasta la habitación de Chrystelle, que daba al mismo lado que el estudio, hacia Trocadero y la Torre Eiffel.
En la puerta me dieron tres besos cada uno y, empujándome levemente por los hombros, me hicieron entrar.
«Cierra los ojos y no los abras hasta que oigas que se ha cerrado la puerta detrás de ti. Sin trampas. Es una sorpresa».
Y fue una sorpresa.
La más grande de mi vida.
En el dormitorio de Chrystelle, recortado contra la luz dorada de media tarde, con el hombro apoyado contra la jamba de la puerta que daba al balconcillo y los ojos fijos en mí, estaba Ivan Nikolaievich Iliakof, más joven y más guapo que cuando nos separamos en 1914, ahora sin barba, con el pelo corto, el rostro anguloso de siempre y la sonrisa de chico travieso. Esplendoroso. Deslumbrante. Más karah que nunca.
Me quedé sin palabras.
Hacía muchos años que yo no había visto a un conclánida; casi había olvidado lo que se siente al verlo. Casi había olvidado lo que sentía por Ivan.
Poco a poco me fui acercando a él, que se había separado de la ventana y venía a mi encuentro sin dejar de clavarme con su mirada, y nos abrazamos en silencio con la sensación de haber vuelto a casa. Al menos eso fue lo que yo sentí en ese momento.
Escondí el rostro en su hombro y lo abracé con más fuerza. Aunque ahora usaba otro perfume, su olor era el mismo y su cuerpo era firme y fuerte, como entonces, y temblaba un poco.
—Alma —me susurró al oído—. Por fin.
—Ya no soy Alma, Ivan. He sido Ennis y ahora, en esta nueva vida, soy Bianca.
—No voy a llamarte por tu nombre haito. Ellos me lo han contado todo.
—Está bien, llámame Ennis si lo prefieres. ¿Y tú?
—Ahora soy Imre. Imre Keller, el Presidente. —Se echó a reír sin dejar de abrazarme, aunque soltándome lo suficiente como para poder mirarme—. He construido un auténtico imperio primero en Estados Unidos y ahora en Asia. Cuando te perdí, me sobraba tanto tiempo que me dediqué a trabajar. Ahora podré dejarlo, si tú quieres.
Yo me solté de él con suavidad y me acerqué a la ventana. Estaba confusa. Por un lado me alegraba enormemente haber recuperado a Ivan, saber que estaba vivo, que estaba bien, que seguía queriéndome… Por otro, sin embargo, era muy mal momento para volver a encontrarlo. Yo quería a Max, llevaba catorce años con él, íbamos a casarnos…
No voy a darte detalles, Lena. Quiero que sepas lo que debes saber, pero no más.
Me quedé tres semanas más de lo previsto en París, fui con Imre a Mont-Saint-Michel a asegurarme de que todo estaba listo para la boda. Volví a ser muy feliz con él y antes de separarnos le pedí que me concediera cien años.
Cien años no es demasiado para karah, aunque ahora pienso que quizá para Imre sí lo era. Él era mucho mayor que yo y no disponía de tanto tiempo, pero se lo pedí y me lo concedió, aunque a regañadientes. Le pedí que no volviera a buscarme hasta que yo quedara libre para buscarlo a él, que no se informara de quién era el haito con el que me iba a casar, que nos olvidara durante una vida humana. A cambio le juré volver con él y hacer todo lo posible por dar un hijo al clan negro que también sería el nexo de los cuatro clanes.
Cuando nos despedimos, yo ya sabía que estaba embarazada, pero no podía decírselo, no quería decírselo, ¿me entiendes, hija?
Si Imre hubiera sabido que ibas a existir, se habría quedado con las dos, ni tú ni yo habríamos podido vivir nuestra vida. Y yo quería que no fueras karah desde el principio. Desde que había aprendido a vivir como haito con Max, yo sabía que ese era el camino, y sabía también que la única manera de protegerte hasta que fueras adulta, sin encerrarte en una jaula de oro como habría hecho Imre, era precisamente dejarte vivir libre, como haito, en un entorno haito. Y a la vez, dirigir los rumores y las sospechas en otra dirección.
No fue fácil, puedo asegurártelo, pero creo que lo he conseguido.
Max no supo que no eras hija suya hasta tu décimo cumpleaños. Quizá ahora me lo reproches, quizá me estés juzgando en este momento y pienses que soy una traidora, una persona capaz de mentir y engañar a los únicos dos hombres que he querido de verdad en todas mis vidas. Pero era absolutamente necesario, Lena. Estoy segura de que con el tiempo me comprenderás.
Fue entonces cuando le expliqué todo lo que había sucedido y le pedí que empezara a distanciarse un poco de ti para que la ruptura, cuando llegara, le doliera menos. Ha hecho todo lo que ha estado en su mano, pero creo que nunca ha sido capaz de obedecerme. Te quiere demasiado.
También le mentí sobre tu futuro. Nunca le dije que estaba segura de que eras el nexo que todos deseábamos. Le conté lo mismo que empezaré a contar en los próximos años, esparciendo rumores discretamente con la ayuda de Joseph y Chrystelle: que si alguien empieza a sospechar que eres algo especial es porque estás destinada a ser la mentora del nexo que nacerá pronto. Es la mejor manera de desviar la atención: no negar lo extraordinario de tu existencia, sino dirigirlo hacia otro lado.
Sé que Lasha intentará matarme en cuanto tenga la impresión de que yo podría concebir un nexo encontrando a la pareja adecuada. Por eso el estar casada con un haito es una ligera garantía por el momento. Cuando escribo estas líneas, en 2003, aún no me ha encontrado, aún no sabe dónde estoy ni que tengo una hija. Si en algún momento llega a saberlo, estaré en peligro, y tú también, mi amor.
Mientras tanto, muy cerca de ti y sin que tú lo sospeches, crece otra niña a quien nuestro clan, con la ayuda del clan azul, está preparando para desviar la atención de ti, que eres el centro de todo. Cuando llegue el momento, uno de los otros clanes, el rojo o el negro, oirá rumores de que en Innsbruck hay una muchacha que tiene algo de sangre karah y podría servir como madre del nexo. Y mientras todos estén pendientes de esa otra niña llamada Clara, tú vivirás.
Pero todo esto aún está en el futuro, preciosa mía. De momento vivimos en paz, tú eres felizmente ignorante de lo que tiene que traerte la vida. Mientras escribo en el estudio y tú crees que estoy trabajando en otro de mis guiones policíacos, yo te oigo hablar por teléfono con una amiga, quedar para ir a la pista de hielo, te oigo reír con esa risa cantarina, plateada, que tan feliz me hace.
No sé cuánto tiempo podré tenerte a mi lado. No sé cuándo leerás esta carta que te escribo hoy, pequeña. Espero poder acompañarte, poder enseñarte todo lo que debes saber, pero no puedo prometértelo, por desgracia.
Si todo sale como yo quiero, cuando abras esa puerta que comunica con lo desconocido, yo estaré a tu lado y juntas descubriremos lo que hay más allá. Confía en ello. Confía en mí.
Con todo mi amor,
MAMÁ
Lena dejó caer la carta sobre su regazo, cerró los ojos, que se le habían llenado de lágrimas y, echando atrás la cabeza, llenó de aire los pulmones hasta el límite de su capacidad.
Por fin tenía algún tipo de información que le ofrecía un panorama comprensible de los acontecimientos, al menos de algunos de ellos. Y, a la vez, una visión de su madre que apenas si podía poner de acuerdo con la realidad que había vivido durante toda su vida, una visión dolorosa que casi preferiría no haber llegado a tener.
Le gustaba haberse enterado de quién había sido su madre, qué nombres había llevado, qué amores habían marcado su vida, pero no conseguía aceptar con la misma naturalidad que Bianca lo había hecho todo para conseguir sus propósitos. Lo de haber amado a dos hombres podía comprenderlo. Por desgracia era lo mismo que le estaba pasando a ella. Pero encontraba rastrera la forma de mentirles a los dos sobre la hija que esperaba, la crueldad de ordenar a Max que dejara de tratarla con tanto cariño, su participación en la monstruosa trampa que le habían tendido a Clara.
Automáticamente, los dedos de su mano derecha se dirigieron a la muñeca izquierda y empezaron a juguetear con el pequeño colgante en forma de llave que pendía de la pulsera que había sido de su amiga, regalo de Dominic por su cumpleaños, poco antes de llevársela a Roma y a su perdición. Las lágrimas rebosaban de sus ojos cerrados y se deslizaban por sus mejillas.
Su madre sabía que Clara era la niña que había sido concebida como víctima para desviar la atención de los clanes, del rojo y del negro.
Su madre había estado con ellas dos en la cocina infinidad de veces, mientras hacían los deberes y preparaba la comida o la cena; se había sentado con ellas en la sala de estar a ver cientos de películas, desde las de dibujos a los siete años, hasta las más duras, de visionado obligatorio, a los dieciséis, para la clase de filosofía o de inglés; les había dado consejos sobre cómo comportarse con los chicos, cómo maquillarse para una noche especial; se había reído con ellas de todo lo humano y lo divino; había sido la mejor madre del mundo, la más fuerte, la más divertida…, y todo el tiempo había sabido que aquella niña rubia, la amiga de su hija, que era casi una hermana para Lena, iba a ser usada y asesinada por sus conclánidas rojos en cuanto tuviera la edad adecuada.
¿Cómo había sido capaz?
No era bastante decir, como había hecho en sus cartas y mensajes: «Lo hice por ti, Lena, para salvarte». No era bastante. Nadie tenía derecho a hacer algo así por otra persona; ni siquiera una madre por su hija.
Que la hubiera protegido sí, que la hubiera defendido de cualquier ataque, por supuesto. Pero que hubiera contribuido a la explotación y al asesinato de una chica a quien había visto crecer prácticamente en su casa, a la mejor amiga de su propia hija…, eso era una monstruosidad. Igual que lo de Nagai, haciéndose pasar por Hans Gärtner durante veinte años, hasta que el clan le ordenó dejarlas solas para que fueran más fáciles de engañar.
¿Qué otras monstruosidades le tendría preparadas karah hasta conseguir lo que deseaba?
De momento le habían robado la vida; y a su mejor amiga; y todos sus planes de futuro. Y a Daniel. Seguramente a Daniel también.
Se tapó la boca con un pañuelo de papel para que no se le escaparan los sollozos y deseó que Sombra la sacara de allí y la llevara a algún lugar donde todo dejara de tener importancia.