Blanco. Nueva York (Estados Unidos)

En el aeropuerto de Nueva York, esperando el vuelo para Bangkok, la furia que llenaba a Lasha era tan grande que temía que acabara por explotarle el corazón. En otros tiempos no habría tenido más que coger sus armas, reunir a sus hombres, montar y salir galopando como el viento a tomarse la merecida venganza de su enemigo, después de haber estrangulado a la zorra de la conclánida que se había cruzado en su camino.

Ahora la zorra seguía viva porque había demostrado ser más inteligente que él y su enemigo era un perfecto desconocido, un fantasma contra el que no podía luchar. Y además, en aquel aeropuerto de mierda tenía que comportarse civilizadamente porque sabía muy bien lo que podía suceder si le retorcía el pescuezo al inútil del camarero que acababa de traerle un café tibio y con azúcar, cuando él lo había pedido solo, después de haberlo hecho esperar casi cinco minutos.

Lo llamó de nuevo con un gesto imperioso y, cuando el muchacho se acercó, todo sonrisas, se limitó a susurrarle.

—Sin azúcar, ¿lo has entendido, gilipollas? Negro, muy caliente y sin azúcar, o te llevaré ahí detrás y te arrancaré las orejas con las manos desnudas, ¿está claro? Y si vas a quejarte a alguien de cómo te estoy hablando, te cortaré los cojones y así podrás dejar de servir cafés y cantar en un coro de castrados.

La expresión aterrorizada del chico fue una pequeña compensación, pero muy pequeña.

No hacía ni siquiera un cuarto de hora que se había enterado de lo sucedido en la isla de la Rosa de Luz; todavía sentía un temblor interno, como un calambre constante que lo recorriera entero. Después de tantos siglos de imponer su voluntad, todo empezaba a salir mal.

Había visto las imágenes por televisión en un canal de noticias de veinticuatro horas y por eso había decidido instalarse en la cafetería, para poder oírlas también. De momento no había ninguna pista sobre el culpable, ningún grupo terrorista había reivindicado el atentado e incluso se barajaba la idea de que se hubiera tratado de un suicidio colectivo, aunque ninguna de las dos personas supervivientes había apoyado la teoría.

«¡Menuda estupidez! —pensó Lasha—. Nadie se suicida, por imbécil que sea, llenando de bombas todos los lugares de su comunidad». Era evidente que se había tratado de un ataque contra él y contra los preciosos documentos que guardaba allí. Aunque, por ese lado, le había salido mal al culpable del ataque. La noche antes de marcharse de la isla, sin saber realmente por qué, obedeciendo a uno de esos impulsos que tantas veces le habían salvado la vida, había entrado en el templo y había destruido él mismo los documentos que se conservaban en la caja fuerte. Llevaba mucho tiempo dándole vueltas a la idea y, de un momento a otro, había llegado a la conclusión de que era lo mejor. Le quedaba muy poco tiempo de vida; no tenía a quién pasarle la carga de velar para que las puertas siguieran cerradas. Lo único que garantizaba que fuera imposible abrirlas era, lamentablemente, la destrucción de lo que tanto le había costado reunir.

Le había costado un esfuerzo, pero al final había recogido todos los papeles que se conservaban en las preciosas cajas atlantes, que siglos atrás había cogido de la ciudadela submarina, y al salir a la superficie les había pegado fuego sin echarles siquiera una mirada para evitar caer en la debilidad de salvarlos.

Así que lo único que había conseguido el atacante era masacrar a los cien haito que se encontraban en ese momento en la isla y eso no le preocupaba demasiado. Era algo que sucedía periódicamente.

Él mismo, siglos atrás, había destruido a todos los monjes de la orden que había fundado personalmente, porque el poder y la riqueza de la comunidad habían crecido tanto que habían pensado independizarse de él; pero entonces era todo mucho más discreto: una denuncia al papado; una acusación —plausible— de traición y de sodomía; la envidia de todas las demás órdenes y príncipes, tanto del mundo como de la Iglesia… y los Templarios fueron barridos del mapa para convertirse en una simple leyenda.

No. No era la masacre lo que lo enfurecía. Lo que realmente le hacía querer levantarse en ese mismo instante y matar con sus propias manos a todos aquellos cretinos que lo rodeaban era el no saber aún de quién tenía que vengarse y que quizá no le alcanzara el tiempo para eliminar al nexo o, en su defecto, a sus conclánidas blancos y para descubrir al culpable de la destrucción de su isla. Porque, aunque el fin de la Rosa de Luz le hubiera venido muy bien, no pensaba dejar sin castigo a quien hubiera tenido la osadía de destruir lo que tanto le había costado conseguir. No podía dejar esa ofensa sin castigo. Sólo esperaba que le alcanzara el tiempo para ello.

—Negro, muy caliente y sin azúcar —dijo el camarero, tartamudeando y con los ojos bajos, como uno de los estúpidos novicios de la Lux Aeterna—, a gusto del señor.

Se tomó el café de un par de sorbos y, de pronto, sacó el móvil. Acababa de tener una idea, quizá incluso una corazonada.

—¿Jara? —preguntó en cuanto oyó una voz al otro lado.

—Sí.

—¡Qué alivio, muchacha! —Los varios siglos de práctica habían hecho de él un excelente actor, al menos de radio. Nadie hubiera dicho que momentos antes apenas podía hablar de pura rabia—. Estoy en un aeropuerto, me acabo de enterar y necesitaba saber si estabas bien. Han hablado de dos supervivientes. Estaba seguro de que tú eras una. ¿Cómo te encuentras?

—No sé, Ulli. Débil, mareada, asustada.

—¿Necesitas algo?

—No, gracias. Me cuidan bien.

—Pero ¿cómo ha podido suceder? Estoy anonadado. Me siento terriblemente culpable de haberte pedido que fueras a la isla, pero ¿cómo podía yo pensar que corrías el mínimo peligro estando allí?

La chica empezó a tranquilizarlo diciendo que él no podía haberse imaginado una cosa así, que no era culpa suya y que ella ya estaba bien, aunque muy triste por todos los que habían muerto bajo las bombas.

Ya parecía que no tenían nada más que decir cuando Lasha, cambiando de tono, dijo:

—Oye, Jara, una pregunta. ¿No sabrás tú por casualidad…? —Nada más comenzar tuvo la sensación de que la chica se envaraba—. Nada grave. Es sólo que la última vez que hablé con el Gran Maestre, me comentó que había llegado a la isla un tipo raro, pero no me explicó mucho más. Luego, en otra llamada, me dijo que ya se había marchado y que no había pasado nada especial. ¿Sabes tú a quién se refería?

Jara tenía bastante claro a quién se refería, pero no estaba segura de si era conveniente decírselo a Ulrich, a quien muy poco antes había considerado culpable de la masacre de la Rosa de Luz; Ulli, a quien había visto en la isla caminando en la oscuridad, sin que nadie supiera que estaba allí. Y eso de que había hablado con el Gran Maestre…, ¿por qué tenía que hablar con el Maestre? ¿No se suponía que él no conocía la Lux Aeterna? Se suponía que a ella la había mandado allí para ver de sacar a su sobrina Lena de las garras de la secta, y que él no sabía nada de ellos. Todo era muy extraño. Estaba empezando a pensar que su padre, seguramente sin saberlo, la había metido en un lío muy grande. Pero al fin y al cabo, ella estaba perfectamente protegida en el Hospital Real, como huésped especial de los príncipes, de manera que contestó de la forma menos comprometedora que se le ocurrió.

—Allí había mucha gente rara, Ulli.

—Sí, ya, sé de qué hablas; pero este debía de ser raro de verdad porque el Gran Maestre estaba muy inquieto. Dame alguna pista, Jara. Tu padre y yo no vamos a dejar las cosas así.

—¿Qué vais a hacer? —preguntó Jara, asustada.

—Nada, pequeña, no te preocupes. Pero la isla era mía, yo se la alquilaba a la Rosa de Luz; no sé si llegué a decírtelo. Seguramente por eso mi sobrina se enteró de la existencia de la secta. En fin. Quiero ver lo que puedo sacar del seguro y a ellos les interesará, incluso más que a la policía, todo lo que podamos averiguar sobre posibles sospechosos. Dime algo, anda.

—No sé. Podría ser un aristócrata italiano siempre vestido de rojo que andaba por allí. Un tipo muy raro, de los que dan escalofríos.

—¿Vestido de rojo? ¿Estás segura?

—Sí.

—¿Qué más sabes de él?

—Nada. Que estuvo unos días y se marchó.

—Gracias, pequeña.

—¿Eso…, eso te sirve de algo?

—Sí. Me parece que sí, querida. Te debo una. Cuídate.

Colgó con un suspiro de satisfacción justo cuando empezaban a anunciar su vuelo. Ya no estaban tan mal las cosas. Ahora el fantasma ya no sólo tenía color, sino nombre. Y, casualmente, al pasar por Bangkok un par de semanas atrás, se había preocupado de contratar un pequeño guardamuebles junto al río donde había dejado unas cuantas armas compradas en uno de los muchos mercadillos de la ciudad, uno, eso sí, menos conocido que los que salen en las revistas femeninas y en las guías turísticas.

Al fin y al cabo había valido la pena mandar a la muchacha a la isla. Su intuición no le había fallado, aunque le estuvieran fallando tantas otras cosas. Ahora sabía de quién tenía que tomar venganza.

Era más que posible que su vida se estuviera acabando, pero los clanes lo iban a recordar durante mucho tiempo.