Nexo. Haito. Negro. Blanco. Koh Samui (Tailandia)
Se despertó angustiada y lo primero que le vino a la mente fue la imagen de Daniel abrazando a la mujer karah.
Volvió a cerrar los ojos, intentando rechazar las imágenes, los recuerdos, el lacerante dolor que le producía la traición de Dani.
No hacía ni tres horas que se había acostado; habían estado siglos hablando. Primero ella contando lo que sabía, lo que había experimentado de primera mano; luego lo que su madre le había dejado en herencia, luego lo que sabía por otros. Y después habían venido las preguntas, montones de preguntas que, en general, ni siquiera sabía contestar. Eso era lo que, en su opinión, había convencido a sus amigos de la veracidad de lo que contaba: que para la mayor parte de preguntas careciera de respuestas. No se trataba de una mentira perfectamente montada y calculada para engañar a nadie. Ella estaba casi tan perdida como los traceurs y se notaba en cada una de sus miradas y en cada uno de sus gestos. Al final hasta Maël, que era el más escéptico de los tres, había decidido concederle el beneficio de la duda y, cuando se habían ido a la cama, le había pasado el brazo por los hombros y le había dicho:
—Te creo, Lena, pero es una guarrada total. ¡Ojalá podamos ayudarte! Y, ¿sabes qué? Me alegro de ser haito. Esos karah parecen unos hijos de puta de mucho cuidado.
Ella había sonreído y, con un beso en la mejilla, se había retirado a su habitación. Anaís también le había dado un beso en silencio y, con la mirada, le había dejado claro que necesitaba pensar antes de decir nada. Luego habían apagado la luz y ahora, después de varios sueños cortos y confusos y más bien pesadillescos, Lena había abierto los ojos de golpe, con un ahogo en el pecho, sabiendo ya que no conseguiría volver a conciliar el sueño.
No había podido dormir más que a ratos, despertándose asustada y volviendo a soñar cosas horribles que había olvidado al despertar, pero que, por el mal sabor de boca que le habían dejado, suponía que tenían que ver con Dani y con esa clánida, con su traición.
Una luminosidad grisácea se filtraba por las persianas de bambú y era evidente que no podía faltar mucho para el amanecer.
Levantó la cabeza para asegurarse de que todo estaba bien a su alrededor y volvió a apoyarla en la almohada. Anaís respiraba profundamente y estaba claro que dormía tranquila. Lily no estaba. Debía de haberse marchado ya para coger su vuelo a Bangkok y lo había hecho de un modo tan respetuoso que ni ella ni Anaís se habían dado cuenta de nada.
Volvió a levantar la cabeza. No había rastro de la mochila. Se había marchado, así que ella podía intentar seguir durmiendo, al menos hasta que saliera el sol y la luz le hiciera imposible el descanso; nunca le había gustado dormir con luz.
Ya a punto de volver a dormirse, tuvo la sensación de que alguien andaba en la habitación contigua, la de los chicos, donde dormían Eric, Iker, Maël y Gigi, ahora que Alex y Nico se habían marchado y no había llegado aún nadie a ocupar las camas vacantes.
Eric se habría ido ya también, con Lily. Iker quizá no hubiera vuelto. Maël le había contado que a veces no regresaba a dormir al hostal y todos se preguntaban si tenía algún ligue por ahí o simplemente prefería dormir en la playa.
Se esforzó por relajarse tratando de controlar la respiración, pero no funcionaba. Algo andaba mal; no sabía qué era ni cómo lo sabía, pero estaba claro que algo iba mal en la habitación de los chicos.
Seguía siendo de noche, aunque había ya una claridad lechosa que permitía ver los volúmenes. Con la cabeza y los párpados pesados, se levantó de todas formas. Si de verdad eran tonterías suyas y no pasaba nada, siempre podría ir al lavabo y volver a acostarse con la vejiga vacía.
El corto pasillo estaba oscuro porque las puertas de las distintas habitaciones estaban cerradas y no tenía más ventanas ni más comunicación con el exterior, pero con cada paso que daba, más claro sentía que había algún peligro cerca, muy cerca.
Estaba desarmada, como siempre, pero sabía que, en caso de necesidad, toda ella podía convertirse en una arma, tanto ofensiva como defensiva. Si le daba tiempo; si no le daba horror la necesidad de tener que hacer daño a otros para defenderse a sí misma.
La puerta de la habitación de los chicos estaba entreabierta y una claridad extraña, plateada, se filtraba hasta el pasillo donde Lena se había quedado quieta, escuchando.
No se oía nada. Sin embargo, estaba claro que había algo que no andaba bien.
Lentamente, casi flotando, como si fuera un fantasma, fue acercándose a la puerta hasta que pudo mirar hacia dentro. La habitación estaba en penumbra, pero había una sombra más oscura inclinada sobre la cama de Maël, una sombra peligrosa. Algo en su posición, en su olor o en su aura le gritaba que tenía que hacer algo. Inmediatamente. Antes de que fuera tarde.
Nunca supo cómo lo reconoció, pero antes de pensarlo conscientemente, se escuchó a sí misma diciendo en voz baja:
—Ni un paso más, conclánida. Aléjate de mi amigo y ponte donde yo te vea.
La sombra se irguió y se quedó quieta como estaba, de espaldas a ella, midiendo sus posibilidades.
—Veo que me has reconocido. ¡Honor a karah!
—¡Honor a tu clan! —Lena hizo una pausa mientras trataba de colocarse de modo que pudiera verlo mejor—. A todo esto, ¿cuál es tu clan? —preguntó suavemente.
—Tengo el honor de pertenecer al clan negro, aunque hace tiempo que no me reúno con mis conclánidas.
—¿Al clan negro? ¿Quién eres? Nunca he oído hablar de ti.
—Puedes llamarme Luna. Si no te importa, podemos hablar fuera. Detesto susurrar como un malo de película.
—Sal delante de mí, que yo te vea.
Muy lentamente, la figura se dio la vuelta hacia Lena con las manos en alto, en posición de paz, pero antes de que ella pudiera decidir qué hacer o cómo salir de la habitación sin peligro de ser atacada, él saltó hacia ella empuñando un cuchillo que medio segundo antes no estaba en su mano.
Sin pensar, por puro entrenamiento de años de aikido, y a pesar de que hacía meses que no había hecho nada para mantenerse en forma, se apartó del cuchillo y, con suavidad y firmeza, agarró la muñeca de su atacante, desviando todo el impulso del ataque contra él.
Pero el uke también debía de ser aikidoka porque inmediatamente se dobló sobre sí mismo, librándose de la presa que ella le tenía preparada.
Después de dos o tres ataques, contraataques y caídas, el cuchillo había salido volando y se había perdido debajo de alguna cama. Los dos se miraban sin pestañear en una penumbra que se iba volviendo rosada por momentos.
—No consentiré que hagas daño a mis amigos, Luna.
—Me temo que ya es tarde, conclánida.
Por un segundo, el temor de que fuera cierto, de haber llegado demasiado tarde y no haber podido salvar a Maël y a Gigi fue tan grande que, sin pensarlo, concentró toda su fuerza en las piernas de Luna y, con un crujido que sonó como una rama seca y que arrancó un aullido a la víctima, sus fémures se rompieron y cayó al suelo mordiéndose los labios de dolor.
Sin embargo, a pesar de los gritos, ninguno de los dos chicos se movió de la cama.
—¿Los has matado? —preguntó Lena, horrorizada.
—No, maldita sea, aún no. Sólo les he puesto un somnífero pegajoso en los labios —dijo entre dientes, luchando contra el dolor—. ¿Me vas a matar tú a mí? Ya veo que puedes hacer cosas que yo no puedo ni soñar.
Ella sacudió la cabeza, como un caballo espantándose las moscas.
—No. No sé. No creo. ¿Para qué iba a matarte?
—Karah no mata a karah.
—Ya. Lo he oído antes. Somos pocos. No podemos permitirnos matarnos unos a otros. ¿Es eso?
Él asintió, mordiéndose los labios.
—¿Te duele mucho?
—Claro. Me has roto las dos piernas, puta. Mátame si quieres. No tengo miedo. No soy un miserable haito rogando por su vida. He vivido más de lo que cualquiera puede imaginar. He probado todo lo que deseaba. No me importa morir.
—No pienso matarte, conclánida. Espera…, voy a tratar de quitarte el dolor, pero no sé si funcionará porque no lo he hecho nunca.
Lena se concentró en el cuerpo de Luna, buscando los lugares donde los tejidos habían sido destrozados, reparando, alisando las células rotas.
—¿Mejor?
—Detesto decirlo, pero sí. Mucho mejor. Aún no podría ponerme de pie, pero ya no duele tanto.
Lena dio dos pasos atrás, sin apartar la vista de Luna, y se sentó en una silla de mimbre algo desvencijada. Estaba cubierta de sudor y el pelo se le pegaba a la frente y a las sienes como si se hubiera dado un baño.
—Ibas a matarnos a todos, ¿verdad? —preguntó en voz baja, natural.
—Sí. Primero es karah. Tú lo sabes. No podemos permitir que nadie sepa de nuestra existencia, que nos atrapen, que nos encierren, que nos investiguen y hagan experimentos con nosotros.
—¿Y yo? Yo también soy karah, ¿por qué querías matarme?
—Porque eres una pieza fundamental en esa estúpida idea que han concebido nuestros conclánidas de intentar el contacto con…, con lo que sea. Sin embargo…, sin embargo ahora sé que tú tampoco estás a favor de abrir esa puerta.
—¿Cómo lo sabes? —De repente, Lena se sentía agotada; lo único que deseaba era irse a dormir, cerrar los ojos, apagar la mente, olvidarlo todo, todo.
—Puse un micrófono debajo de la mesa del jardín. Cuando me fui de la reunión, seguí escuchando lo que contabas. Sé que tú eres el nexo y ahora ya no sé qué hacer. No me imaginaba que fueras de los nuestros, que tú, precisamente tú, siendo el nexo, estuvieras en contra de establecer el contacto.
—¿De los vuestros? ¿De quiénes?
—Ah, Lena, es difícil. Es muy difícil. Tú eres karah, lo sé. No sólo eres karah, sino que tienes un papel fundamental en todo esto, pero no sabes casi nada. No te han educado para hacer lo que se suponía que tenías que hacer, no te han explicado nada. Por eso habría sido más sencillo eliminarte. Pero no ha funcionado. No funciona. Es como si algo, alguien, no sé bien, te protegiera constantemente… no sé. Estoy agotado. Duele. Necesito dormir. Yo quería matarte. Era mi misión. Mi deber. Y ahora me doy cuenta de que de todas formas no eres una amenaza para nosotros porque tú tampoco quieres.
—Empiezas a decir tonterías, Luna.
—Déjame dormir unas horas y luego hablamos, ¿de acuerdo?
—Valiente asesino estás tú hecho, conclánida. ¿Me das tu palabra de karah de que no les harás daño a ninguno de los tres?
—Tienes mi palabra.
—De acuerdo. Yo también me caigo de sueño. ¡Honor a tu clan, conclánida!
—¡Honor a tu clan!
—¿Qué me estás haciendo? —gritó Luna antes de que ella saliera del cuarto.
—¿Lo has notado? —No podía evitar sonreír, disfrutando de la confusión que sentía Luna—. Te estoy atando a mí. Te dormirás cuando yo me duerma y no despertarás hasta un rato después de que yo abra los ojos.
—¿Cómo puedes hacer eso?
—No tengo ni idea, pero ya ves que puedo. No me fío un pelo de ti, conclánida.
—Haces bien —suspiró Luna—. ¡Buenas noches!
Lena, vestida con una camiseta larga azul pálido, y Luna, con unos pantalones caqui a media cadera que dejaban ver unos calzoncillos de smileys, se arrastraron a sus respectivos catres. Dos minutos después, se habían dormido.