Lena. Azul. Isla de Él (Pacífico Sur)
Cuando Lena abrió los ojos de nuevo todo estaba oscuro a su alrededor y antes de poder plantearse si seguir durmiendo o levantarse a ver qué hora era y si había alguien despierto, sonaron unos golpes en la puerta de su bungalow y se encontró sentada en la cama preguntando: «¿Quién es?».
La voz grave de Yerek le contestó y, en cuanto recibió su permiso, entró en la habitación.
—Has dormido casi doce horas. ¿Quieres seguir durmiendo o estás lista para seguir? —le dijo con amabilidad. Llevaba un farol en la mano que daba una luz anaranjada y suavizaba los contornos de las cosas—. Tenemos electricidad en la isla, pero casi todos preferimos otro tipo de luz por la noche —le explicó anticipándose a su pregunta.
Lena se levantó con rapidez sin preocuparse de ir sólo con una camiseta y unas bragas por toda vestimenta. Llevaba ya mucho tiempo despertándose en lugares desconocidos y hablando con gente extraña nada más abrir los ojos; no tenía ninguna importancia.
—Te he traído algo de ropa.
—Yo tengo también —dijo, señalando la mochila.
—Lo supongo, pero no como esta.
Yerek dejó el farol sobre la mesa, fue hasta la puerta y regresó con una cesta de bambú donde había unos paños plegados. Los sacó y los sostuvo frente a ella para que pudiera apreciar de qué se trataba.
Era una especie de sarong blanco con dibujos en negro y rojo y bordeado por una cinta azul en el escote y el bajo.
—Ven, te ayudaré a ponértelo. De espaldas a mí y con los brazos levantados, por favor.
Lena se dio la vuelta, se quitó la camiseta de espaldas a Yerek y se quedó en la posición que le había pedido. Él le pasó la tela por delante, la envolvió casi dos veces en torno a su cuerpo y la sujetó doblando el borde y metiéndolo en la espalda de Lena, entre los omóplatos, donde quedó tan firme como si hubiera cerrado una cremallera.
Luego le tendió un cepillo de pelo y un espejo y, mientras ella se peinaba, sacó de la cesta unas sandalias. Como toque final le ofreció una orquídea blanca con puntitos oscuros y, al ver su cara de incomprensión, se la sujetó él mismo encima de la oreja con una sonrisa de aprobación.
—¿Lista?
Ella asintió, pero se volvió hacia la silla donde había dejado los pantalones y a toda velocidad empezó a meter en la bolsa de tela los objetos, llaves y chismes varios que su madre le había dejado en herencia. Luego, empezó a sacar otras cosas de la mochila y antes de que hubiera conseguido recogerlo todo, la voz divertida de Yerek la interrumpió.
—¿Crees que te vamos a robar los objetos de valor?
Ella sacudió la cabeza sin dejar de rebuscar por los diferentes bolsillos de la mochila.
—Claro que no, pero mi madre me dejó varios mensajes en los que me hacía prometer que nunca, bajo ningún concepto, iría a ninguna parte sin llevar encima todas estas cosas. A mí también me parece absurdo porque hasta ahora no ha sido realmente necesario, pero a lo largo de los años he aceptado que mi madre, en este tipo de asuntos, solía tener razón. Un segundo, acabo en seguida.
De repente sus dedos tocaron una cajita pequeña, cuadrada, y se le hizo un nudo en la garganta. Allí estaba. No la había perdido ni la había soñado. Ese era el regalo de Dani, pero, para variar, no era el momento adecuado para abrirlo, delante de Yerek. Había tenido horas y horas de intimidad para hacerlo y se las había pasado durmiendo. Lanzó un resoplido, metió la cajita en la bolsa y se la colgó al hombro.
—¿Te importa que lleve todo esto, por favor? El ordenador lo dejo ahí y también el resto de mis cosas, pero esto…
Yerek sonrió.
—Como quieras. Vamos. Él te espera.
—¿Quién es Él, Yerek?
Pensaba que no iba a recibir respuesta, pero ya en el exterior de la cabaña, en la oscuridad, Yerek dijo, sin volverse:
—Nuestro mahawk. Y algo más…, ya lo verás por ti misma. Lleva mucho tiempo esperándote.
—¿A mí? ¿Cómo sabía que iba a venir?
—Él sabe muchas cosas, Lena.
Cruzaron entre las altas palmeras alumbrándose con el farol de Yerek, en dirección al mar. Aquí y allá se distinguían suaves luces rojizas en el interior de algunas cabañas y, cuando llegaron a las primeras rocas, donde el rumor de las olas rompiéndose en la arena era ya muy intenso, Lena se volvió un momento y le pareció como un Belén pequeñito y tropical, bajo un cielo transparente, tachonado de estrellas que brillaban como joyas en un escaparate, con una luna creciente mínima, apenas una raya curvada cerca del horizonte.
Luego avanzaron unos minutos por la playa, paralelos al mar, junto a la pared de roca que se elevaba a su derecha, hasta llegar a una oquedad por donde entraron sin vacilar, aunque tuvieron que doblarse e inclinarse para caber por debajo de una gran piedra que casi cubría por completo la abertura.
Una vez dentro, siguieron caminando por un túnel estrecho, de apenas un metro de anchura, que se inclinaba ligeramente hacia abajo.
Lena estuvo varias veces tentada de preguntar adónde iban o cuánto faltaba para llegar, pero a ella misma le parecía infantil y le sonaba a las preguntas del asno de Shrek, así que decidió callarse y esperar con paciencia a llegar al final del camino.
Al cabo de un tiempo que no podía contar, porque se había dejado el reloj en la habitación, llegaron a un ensanche redondeado de donde partían varios túneles. En la pared había argollas de hierro, presumiblemente para sujetar antorchas u otro tipo de lámpara.
Yerek se encaminó sin dudar hacia una de las entradas en tinieblas y Lena lo siguió, confiada, agachándose más y más hasta que empezó a sentir claustrofobia. Si hubiese ido sola, se habría dado la vuelta inmediatamente porque estaba claro que aquel túnel no podía conducir a ninguna parte, ya que se hacía cada vez más estrecho y más bajo, hasta que tuvieron que ponerse casi a cuatro patas, lo que resultaba particularmente incómodo con el vestido que llevaba, además de ridículo si pensaba también en la flor que le habían puesto en el pelo. No se explicaba adónde quería llegar Yerek y empezaba a creer que se había equivocado de túnel y no quería confesarlo cuando, de repente, se dieron prácticamente de narices con una pared de roca que les cortaba el paso.
—¿Y ahora? —preguntó Lena sin poder evitarlo.
—Hemos llegado.
Lo dijo con tanta seguridad que, de momento, Lena sintió cómo una oleada de pánico le pasaba por encima dejándola débil y temblorosa.
La iba a matar. Estaba segura. La había traído aquí para deshacerse de ella con toda impunidad. Nadie la oiría si gritaba, nadie podría ayudarla, nadie llegaría ni siquiera a oler la putrefacción de su cadáver. Y cuando, muchos años después, se hubiera convertido simplemente en un puñado de huesos, sería muy fácil volver, recogerlo todo en un saco y enterrarlo o tirarlo al mar.
Sintió cómo su fuerza, la misma fuerza que le había permitido lanzar al asesino de Madrid por los aires y clavarlo en un banco de piedra en el Retiro, se alzaba en su interior como un tsunami, y Yerek también debió de notarlo porque de repente gritó.
—¡No! ¡Para, Lena! ¡No lo hagas!
Los ojos del hombre, a la luz amarilla de la lámpara, estaban desmesuradamente abiertos, clavados en los de ella, ambos agachados entre las opresivas paredes de piedra pura que los rodeaban por todas partes.
—No voy a hacerte daño, ¿no lo notas? Mira en mi interior. No voy a hacerte daño.
La mente de Lena, casi sin control, revoloteó por la de Yerek y se dio cuenta de que había estado a punto de asesinar a un clánida perfectamente inocente.
—Lo… o… si… siento —tartamudeó—. Perdona.
Yerek le puso una mano en el hombro y le ofreció una pequeña sonrisa.
—Está bien. Pero confío en que alguien te enseñe a controlar esa fuerza que tienes. Da miedo, de verdad.
Ahora fue Lena la que sonrió y, por un instante, su nostalgia de Sombra fue tan grande que a ella misma le sorprendió. Buscaría a Sombra en cuanto la dejaran un rato sola; no podía seguir así, sin guía, sin mentor, dejándose llevar sin más por sus sentimientos, por sus terrores.
—¿Seguimos? —estaba preguntando Yerek.
Ella asintió con la cabeza y, sin decidirlo, miró por encima del hombro de él a la sólida pared de roca que les cortaba el paso. Era evidente que no se iba a abrir como en las películas de James Bond de los años setenta. Aquello era la realidad y las rocas eran auténticas rocas, no cartón piedra.
—Hay otras formas de entrar, lógicamente. Sería algo incómodo tomar este camino siempre que uno quiere hablar con Él, pero en este caso era necesario. A partir de aquí seguirás sola.
—¿Yo?
Yerek movió la cabeza en una afirmación silenciosa.
—¿Cómo?
—Él dice que puedes hacerlo. Te espera al otro lado de esta pared.
Lena se quedó mirándolo, sin saber qué decir. Daba la sensación de que Yerek también estaba entre perplejo y excitado ante la posibilidad de que fuera cierto, de que aquella muchachita fuera realmente capaz de atravesar una pared de roca.
—¿Él quiere que pase por ahí?
—Al parecer. ¿Puedes? —Había un punto de duda y mucha admiración en la voz de Yerek.
—A veces —contestó, después de un largo silencio.
Lena recordó sus primeros intentos en la Chellah, de Rabat, su mano atravesando el mármol de la columna o el muslo de Sombra; aquel momento en Villa Lichtenberg cuando se encontró con la espalda contra la puerta revestida de acero y, sin saber cómo, la atravesó apretando al bebé entre sus brazos y de golpe se vio fuera, corriendo hacia la carretera.
Volvió a asentir con la cabeza, más segura con cada afirmación.
—Sí. Creo que sí puedo.
—Entonces, adelante. Nos veremos más tarde. Ah, si en algún momento te encuentras con alguna barrera en el interior, di la verdad, la respuesta es la verdad; la barrera te dejará pasar. Ha sido un honor acompañarte.
—Espera. No te vayas hasta que…, por si no lo consigo —terminó, con una sonrisa tímida. Yerek asintió y se movió de manera que la chica pudiera colocarse justo delante de la pared de roca mientras que él quedaba detrás de ella.
Lena se desentendió del clánida, se quedó mirando fijamente la superficie rocosa y trató de hacer lo que Sombra le había enseñado. «Tú eres todo. Todo es tú». No hay diferencia entre la materia que forma esa roca y la que forma tu cuerpo. Los agujeros entre lo que tú sientes como materia sólida son más numerosos y más grandes que lo sólido. Puedes fundirte con esa roca, puedes pasar a través, como atraviesa el agua una tela. La materia es una ilusión. Pasa. Sin más. Fíltrate por entre los átomos que componen la roca. Pasa. Así.
Durante un segundo fue como si tuviera que atravesar una pared de gasa muy fina, una membrana tensada sobre un bastidor. Hubo una pequeña resistencia que casi le resultó agradable y de pronto se encontró al otro lado, sin dolor, sin miedo. Simplemente al otro lado de la roca. Miró por encima del hombro, aún a cuatro patas, y allí estaba la pared que acababa de atravesar, sólida, perfecta, sin fisuras. Detrás de ese muro estaba Yerek, asombrado, probablemente. Y al otro lado estaba ella. Así de fácil.
Se puso de pie, se sacudió el sarong a la altura de las rodillas para limpiarlo de polvo y arena, y se concentró en su entorno.
No había mucha luz, pero sí una suave luminosidad perlada, azulina, que le permitía ver al menos los contornos de las rocas. Estaba en una enorme caverna subterránea, o quizá submarina, llena de formas caprichosas que probablemente millones de años atrás había formado un volcán. No había sombras definidas, lo que significaba que la luz no venía, como en las cuevas que se enseñan a los turistas, de fuentes puntuales de iluminación, sino que era más bien como si todo el aire que llenaba la cueva fuera débilmente luminoso, con una luz azul que convertía su piel en la piel de un cadáver.
Al caminar, la arena blanquecina del suelo se iluminaba por un momento con cada uno de sus pasos y se apagaba cuando retiraba el pie. Y cuando pisaba un lugar que no pertenecía al camino que debía seguir, simplemente no pasaba nada, no brillaba al contacto con su sandalia; de modo que en seguida se dio cuenta de que, para ir en la dirección prevista, sólo tenía que caminar por donde la arena se iluminaba al pisarla.
Así cruzó la cueva, a buen paso, mirando a izquierda y derecha pero sin detenerse en ningún momento, deseando ya encontrarse con aquel misterioso ser que la esperaba.