Lena. Ciudad submarina

Lena abrió los ojos a una extraña luz violeta que, de momento, no supo identificar. Se sentó en la cama, angustiada, y sólo al verse las manos y descubrir el anillo con la piedra de luna se dio cuenta de dónde estaba y qué hacía allí. Los recuerdos de la conversación con Él le cayeron encima como una ducha de agua helada y de un instante a otro se encontró de pie junto a la puerta de la jaima deseando ponerse en marcha hacia donde fuera, lo único importante era moverse, hacer algo, no quedarse allí parada como una roca esperando a que alguien viniera a decirle qué tenía que hacer y pensar. Estaba harta. Su único pensamiento era huir, salir de allí, escapar ya mismo, de modo que salió de la tienda, recogió sus cosas, se colgó la bolsa atravesada sobre el pecho y echó a andar en la misma dirección en la que había desaparecido Él, suponiendo que tenía que haber una puerta, un ascensor o alguna otra forma de salir de aquel lugar maravilloso que de pronto le parecía una cárcel, como si estuviera en el interior de una quesera cerrada.

Conforme se iba acercando a lo que parecía la pared transparente que separaba el habitáculo de las aguas del océano, menos claro tenía que allí pudiera haber una salida. Quizá tendría que haber caminado en la otra dirección, hacia el altísimo acantilado de donde habían bajado montadas en aquella especie de ascensor invisible que ella se imaginaba como un frisbee gigante y que las había llevado dando vueltas desde la pared de roca a las arenas de la playa junto al lago. Pero siempre habría tiempo de regresar si no encontraba pronto una salida; de momento había que intentarlo por el camino elegido, ya que al mirar por encima de su hombro se dio cuenta de que la jaima donde había descansado quedaba ya realmente lejos y no le apetecía desandar el camino.

También podía simplemente llamar a Él a gritos, como le había dicho que hiciera si la necesitaba, pero la cuestión era que no la necesitaba. De repente, le había aparecido en la mente una frase que había pronunciado Miss Tittiporn antes de llevarla al edificio del clan azul en Bangkok y, aunque se había referido a los traceurs, Lena había tenido la impresión de que se trataba de su filosofía básica de vida: «Todos mienten. Siempre».

Entonces no le había parecido que pudiera tener razón, pero ¿y si la tenía? ¿No era remotamente posible que Él le hubiera mentido sobre su padre? Quizá, por la razón que fuera, querían convencerla de que no tenía nada de humano, que toda su dotación genética era karah y por tanto se esperaba de ella algo especial, algo incluso más importante que ocuparse de la educación del pequeño de Clara.

Se le escapó un resoplido al pensar en eso. No se veía capaz de enseñarle a nadie las cosas que ella apenas si había aprendido de Sombra. No tenía la sensación de dominar nada de lo que supuestamente sabía hacer y tenía muy claro que aún estaba al principio de su aprendizaje, sólo que de momento Sombra seguía desaparecido y quizá ni siquiera fuese capaz de encontrarla donde estaba ahora, en aquel lugar extraño, probablemente extraterrestre, donde pasaban cosas tan raras como que el océano con todo su volumen y toda su fuerza no conseguía romper las paredes de pompa de jabón de la esfera en la que estaba metida.

En su lista mental, mientras seguía caminando, se hizo una nota para intentar acercarse de nuevo a Sombra en cuanto tuviera un rato de tranquilidad. Lo que unos meses atrás le habría parecido impensable, echar de menos la compañía de un monstruo incomprensible como Sombra, ahora la afectaba cada vez más. Comparado con todo lo que le había sucedido desde que andaba sola por el mundo, el tiempo pasado con Sombra se le antojaba familiar, cotidiano, maravilloso: aprender, practicar, descubrir nuevas habilidades, aprender, practicar, comer, dormir…, una vida perfecta. Mucho, muchísimo mejor que la de ahora que, al parecer, consistía en huir, entrar en contacto con desconocidos y recibir noticias e informaciones que podían ser verdad o no, pero que de todas formas la iban alejando de lo que siempre había creído sólido.

Seguía caminando con la vista puesta alternativamente en la delicada pared transparente que se iba acercando poco a poco y en el suelo arenoso, buscando huellas que pudieran indicarle que alguien había pasado por allí o había salido por alguna parte. Mientras andaba, su cerebro repasaba una y otra vez las últimas informaciones, quizá falsas, quizá verdaderas, que Él le había dado el día antes. Pensaba en la conversación con Él como «el día antes» porque donde estaba no tenía claridad sobre el tiempo y había empezado a organizarse contando como un día cada vez que se iba a dormir y el día siguiente cuando abría de nuevo los ojos.

En resumen, la información nueva era: que Max, el que siempre había creído su padre, no lo era desde el punto de vista biológico; que la persona que la había engendrado era Imre Keller, del clan negro, karah; que su madre, Bianca, llevaba ya varios siglos de existencia cuando se quedó embarazada de ella, había tenido varias vidas con varios nombres y, al parecer, se llamaba Ennis cuando la concibió; y, por último, que ella misma, y eso era lo que más miedo le daba, no era realmente humana.

Si todo eso era verdad, tendría que averiguar quiénes eran sus abuelos y qué parte de humanidad había en su herencia genética. Le daba escalofríos la idea de descubrir que no hubiera humanos en su árbol genealógico, pero el miedo de no saber era peor y, al fin y al cabo, había sido criada y educada como humana. No tenía por qué cambiar nada en su personalidad ni en su comportamiento por el mero hecho de averiguar que todos sus antepasados habían sido karah. Era como en los cuentos tradicionales, cuando una muchachita se da cuenta de un momento a otro de que pertenece a la nobleza en lugar de ser una simple campesina. Tampoco era tan terrible.

Sacudió la cabeza como si lo que acababa de pensar hubiera sido la opinión de otra persona con la que estaba charlando mientras caminaba sin rumbo.

No. No era lo mismo. Tanto la aristócrata como la campesina eran iguales en su humanidad. Desnudas, sin ropas principescas, sin sirvientes ni guardias, ni coches ni palacios, las dos eran simples mujeres jóvenes cuya vida podía avanzar en cualquier dirección, mientras que en su caso concreto, si de verdad era sólo karah, eso tenía muchas más implicaciones de las que todavía era capaz de comprender.

Por eso no podía tratar de huir sin más. No tenía sentido huir del posible enfrentamiento consigo misma. Le gustara o no, era necesario seguir hablando con Él, seguir aprendiendo todo lo que no deseaba saber, para poder tomar una decisión más adelante, cuando tuviera toda la información necesaria. Si entonces se lo permitían…, si entonces estaba aún en posición de decidir.

Pensó en todas las veces en que, leyendo una novela, había deseado encontrarse en una situación extraordinaria, o ser algo más de lo que era, que su destino estuviera marcado de antemano o haber sido elegida para cumplir una misión trascendental que nadie más que ella pudiera llevar a cabo; no tener que pensar qué iba a ser de su vida, qué iba a estudiar, cuál sería su futuro. Sin embargo, ahora no le gustaba el giro que había tomado su existencia y daría cualquier cosa por volver a su rutina normal de clases, exámenes, amigos, profesores, novio…

¡Qué lejos quedaba ya todo aquello! Jamás podría volver porque, aunque volviera, ya nada sería igual. Los meses transcurridos desde aquel día de otoño en que salió de Innsbruck después del asesinato del profesor de música la habían cambiado tanto que a veces ya ni se reconocía a sí misma. La Lena de ahora podía atravesar paredes de roca, había sido capaz de clavar a un hombre en un banco de hormigón y ver casi sin pestañear cómo Sombra le arrancaba el corazón y se lo metía en la boca, había visto el asesinato de su mejor amiga a manos de la gente del clan rojo y había jurado vengarse de ellos, había secuestrado al bebé y lo había entregado al clan blanco sin plantearse siquiera si estaría realmente a salvo, había matado al pedófilo en el avión que la llevaba a Bangkok, había firmado la sentencia de muerte de otros varios hombres adelgazando sus arterias… se había convertido en una furia, en alguien capaz de decidir sobre la vida y la muerte de otras personas.

Volvió a sacudir la cabeza, irritada contra sí misma porque, a pesar de todo, seguía pensando que había hecho bien, que lo haría de nuevo si se presentaba la ocasión, que era lo correcto; pero otra voz en su interior insistía en decir lo contrario. ¿Quién se había creído que era? ¿Némesis? ¿Kali? ¿Una de esas diosas airadas que golpean a los humanos a placer?

Se detuvo a unos metros de la membrana transparente que contenía el océano, evitando que se precipitara al interior de la burbuja, arrastrándola y ahogándola en un revoltijo de algas, peces, espuma y arena.

Al otro lado, un pez enorme, gris con manchas blancas, la miraba de frente como si estuviera preguntándose qué clase de animal era ella, comestible o no. Eso era lo único que importaba en la naturaleza, quién come y quién es comido, quién es cazador y quién es presa, quién mata y quién se deja matar. Y, por supuesto, quién es macho y quién es hembra, para poder reproducirse, para que los genes se perpetúen por toda la eternidad. Pero ella era humana, o algo similar. En su caso importaban también otras cosas, tenía otros problemas, era fundamental tomar ciertas decisiones y conocerse a sí misma.

El pez movió perezosamente las aletas y se alejó de la burbuja, mostrándole el flanco salpicado de puntos blancos como si llevara un vestido de lunares. Lena alargó la mano hacia la membrana, curiosa y a la vez asustada de pensar si su contacto rompería la pared transparente. Sintió un leve cosquilleo y una resistencia suave, del mismo tipo de cuando se meten las manos en una fuerte corriente de aire cálido, pero el océano siguió al otro lado, imperturbable.

Lena echó una última mirada hacia el mar y se dio la vuelta; la jaima ya se había perdido en la distancia, las huellas de sus pies se marcaban con toda claridad sobre la arena blanca. Sólo forzando la vista se adivinaban los acantilados rocosos al fondo, entre el despliegue de colores que ondulaba en el aire.

Hizo una inspiración profunda y gritó el nombre de Él con todas sus fuerzas.

El castigo a su propio orgullo sería la angustia y el dolor de llegar a saber todo lo que los clanes querían que supiera.