Haito. Blanco. En vuelo
Daniel se removió, inquieto, en el incómodo asiento del avión. A su lado, Ritch dormía como un bendito, como suponía que también estaban haciendo los demás, pero cómodamente instalados en primera clase y en otra compañía aérea, Emma y Albert por un lado, con el bebé, Joseph y Chrystelle por otro. Una vez en Bangkok se reunirían en el mismo hotel, pero por el momento volaban en diferentes aviones, como si fueran miembros de la familia real de algún país tercermundista.
Estaba cada vez más nervioso porque, aunque estaba deseando llegar a Tailandia y encontrarse con Lena, al mismo tiempo estaba cada vez menos seguro de lo que podía pasar cuando se vieran.
Tenía la sensación de que hacía siglos de la última vez que habían estado juntos, juntos de verdad, con tiempo y tranquilidad y sin las responsabilidades que les habían caído encima de golpe, como la losa de una tumba. Decir siglos era tal vez exagerado, pero llevaban así desde antes de Navidad, desde mucho antes, y ahora estaban ya en pleno verano.
La última vez que habían tenido un rato para ellos había sido en el pequeño hotel de Amalfi, antes de que apareciera Sombra y se la llevara de su lado. Y luego el horrible rato en el aparcamiento junto al mar, cuando todas las gaviotas parecieron volverse locas de golpe y se oían disparos en la casa del clan rojo y, en unos segundos, él se vio con un niño en brazos y los ojos de Lena, hundidos en unas ojeras oscuras, clavados en los suyos.
¿Y ahora?
No sabía qué iba a pasar concretamente. Sólo les habían dicho a él y a Ritch que la familia se trasladaba a Tailandia y que pensaban reunirse allí con Lena. ¿Por qué estaba Lena en Tailandia? ¿Para qué iban? Eso formaba parte de la need-to-know-basis, al parecer, y ellos no necesitaban esas informaciones, al menos en opinión de Emma, que era la que obviamente mandaba en el clan, aunque les habían contado que el mahawk era Lasha, lo que había dejado a Ritch realmente perplejo; a él no le había hecho ningún efecto porque no conocía al glaciólogo y, por la manera en que hablaban de él, tampoco tenía prisa en conocerlo.
Sacó el móvil y volvió a mirar por enésima vez la única foto de Lena que tenía, la que él le había tomado una eternidad atrás en la cama, con el pelo suelto y la sábana cubriéndole el pecho. Era preciosa, pero ¿la quería? ¿Seguía queriéndola, después de todo lo que había pasado? ¿Y ella? ¿Lo querría aún o se habría convertido ya en otra cosa, después de tantos meses de compartir su vida con un monstruo?
Ahora se daba cuenta de la razón que había tenido Max en su primera conversación en el restaurante Palmenhaus de Viena, cuando le había advertido de lo peligroso que era querer a su hija y le había aconsejado que no pretendiera saber más.
Pero ahora ya era tarde. Ya sabía demasiadas cosas, tenía razón Ritch, no podía dejarlo todo ahora y seguir con su vida de siempre como si nada.
Sin embargo, a pesar de todo, seguía negándose a dejarse alimentar por los clánidas. Ni siquiera sabía exactamente por qué, pero no quería contaminarse con sangre de aquella extraña gente, ni con la promesa de una vida más larga y con excelente salud. Aún no estaba preparado.
Le habían dicho que podía ser problemático llevarlo con ellos a determinados sitios porque karah, en las contadas ocasiones en las que se reunían, hacía controles para comprobar que las personas que acudían a la reunión tenían sangre karah, aunque sólo fueran unas gotas. Si no era así, no le permitirían pasar más allá de un punto. Y eso podía significar no ver a Lena.
Pero aceptar sangre karah era irreversible. Una vez se empezaba, ya no había vuelta atrás y eso lo ligaría para siempre al clan blanco, o a karah en general, o a Lena. Era peor que los matrimonios antiguos, con lo de «hasta que la muerte nos separe», porque en el caso de karah incluso la muerte podía tardar mucho, pero mucho, en llegar.
—Deja de pensar en idioteces y trata de dormir un poco, tío —dijo Ritch con voz pastosa—. Ni siquiera sabemos para qué nos van a querer una vez allí, así que es mejor llegar lo más descansados posible.
—Tienes razón.
—No sólo tengo razón, sino que tengo pastillas. Faltan más de seis horas, aún hay tiempo. Toma, trágate una de estas y déjame dormir en paz.
No muy seguro de lo que hacía, Dani le cogió la píldora azul y se la tragó en seco.
—¡Venga, ponte la película más intelectual que encuentres en la lista, con subtítulos en sueco, a ser posible, y verás lo poco que tardas en dormirte! ¡Hasta mañana!