Lena. Azul. Isla de Él (Pacífico Sur)

El piloto no parecía tener ningún interés en comunicarse con ella porque ni siquiera le ofreció los cascos para poder hablar y a Lena le pareció un alivio limitarse a disfrutar de su primer vuelo en helicóptero sin tener que mantener una conversación intrascendente con un desconocido.

Se alegraba de que las cosas se hubieran puesto por fin en marcha y, a la vez, le daba una cierta angustia estar otra vez sola y enfrentada a algo que no podía controlar. Intentaba no perder de vista las palabras de su madre, repetidas una y otra vez en todos los mensajes que había dejado para ella: «Eres una chica maravillosa», «Eres fuerte», «Puedes hacerlo», o «Entenderás», «Te necesitamos». Sólo que ella no se sentía particularmente fuerte ni maravillosa, seguía sin entender nada y no estaba segura de poder hacer lo que fuera que su madre esperaba de ella. Aunque cuando recordaba lo que había sido capaz de aprender con Sombra, no podía evitar que se le escapara una sonrisa de orgullo. Si había aprendido a hacer esas cosas, podría aprender todo lo que hiciera falta, suponiendo que Sombra regresara con ella.

Recordó las palabras que tan perpleja la habían dejado en el último mensaje grabado por su madre para ella, el resumen y la síntesis de lo que tenía que saber para poder enfrentarse a lo que la esperaba. Bianca le había dicho, mirándola fijamente a los ojos desde la pantalla, tan fija y tan seriamente que a veces ni siquiera parecía su madre, la madre que ella había conocido y amado, sino una hermosa mujer desconocida que le hablaba de cosas apenas comprensibles:

«Siempre quise que te educaras como haito, pequeña, porque si algo ha estado a punto de perder a karah ha sido la arrogancia, la hybris, ese orgullo desmedido que hemos heredado de nuestros antepasados y que nos ha hecho pensar que nada más tiene importancia, que nada más merece sobrevivir. No hemos querido darnos cuenta de que la superviviencia de karah depende de haito y depende también del planeta que nos acoge. Ahora quizá sea tarde ya para haito. Están a punto de destruir definitivamente su planeta, que es lo único que tienen. Por eso tenemos que preocuparnos de que karah sobreviva aunque sea fuera de aquí. Por eso es necesario intentar abrir la puerta que nos permitirá pasar al otro lado.

»Yo no quería que pensaras sólo como karah y por eso te eduqué como haito, para que pudieras comprender su manera de ver el mundo, sabiendo que llegaría el momento en que entrarías en posesión de tu herencia y tendrías lo mejor de las dos especies. Ahora es el momento y por eso tienes que entender y hacer llegar al centro de tu ser, de tu corazón y tu cerebro, el núcleo por el que nos regimos todos: primero es karah.

»Recuérdalo, grábalo en tu interior, pase lo que pase, suceda lo que suceda, primero es karah.

»¿Te acuerdas de todas las veces que a lo largo de tu vida te he repetido “primero somos nosotros”? No podía hablarte de karah, pero intenté inculcarte esa máxima para que cuando llegara el momento no tuvieras más que precisar ese “nosotros”. Supongo que tú pensabas que me refería a la familia: a tu padre, a mí y a ti misma. Tenías casi razón. Ahora simplemente te estás dando cuenta de que esa familia que es primero que cualquier otra cosa es mucho más grande.

»Te he educado para que no seas un depredador absoluto como lo somos todos nosotros, sino sólo cuando te convenga o cuando sea necesario para la salvación de karah. Te he concebido y educado para que seas capaz de abrir la puerta que nos salvará a todos. Espero no haberme equivocado.

»Te quiero, Lena. Confío plenamente en ti, con toda mi alma. Tú nos salvarás. Y no lo olvides, mi amor, pase lo que pase: primero es karah».

Recitó en voz baja las palabras que ya había repetido tantas veces sin conseguir hacerlas del todo suyas: «Primero es karah». Quizá Bianca hubiera pensado iniciar su entrenamiento como karah a partir de los dieciocho años y no le había dado tiempo, pero de momento, aunque procuraba entrenarse como su madre le había pedido, tratando de hacer llegar esa consigna a lo más profundo de su ser, no lo lograba. Lo que hasta el momento había visto de karah no era precisamente digno de imitación. Si podía elegir, ella no quería tener nada que ver con gente como Dominic y su familia. La cuestión estaba en si la dejarían elegir.

Y quizá no todos los clanes fueran iguales, quizá el clan blanco fuera mejor. O el clan azul. Aquella señora había sido amabilísima con ella y ni siquiera se había empeñado en afeitarle el cráneo, que era lo primero que había temido al decirle dónde tenía el tatuaje.

El vacío en el estómago le dejó claro que estaban perdiendo altura con rapidez, de modo que se concentró en el aterrizaje, apartando todo tipo de pensamientos para fijarse en lo que estaba pasando a su alrededor. El helicóptero se acababa de posar en un pequeño aeropuerto a las afueras de Bangkok después de un silencioso vuelo de apenas media hora sobre la ciudad enjoyada de luces. Allí, sin embargo, estaba bastante oscuro porque habían aterrizado frente a un hangar casi al límite del aeropuerto, donde no había ya más que cocoteros y campos de arroz.

El piloto le indicó por señas que podía bajar y, nada más poner pie en tierra, un tailandés joven y sonriente le abrió la puerta trasera de un cuatro por cuatro negro manchado de barro. Lena se acomodó con su mochila, la puerta se cerró y el vehículo se puso en marcha sin que nadie hubiera pronunciado una palabra.

En ese momento su móvil le indicó que había recibido un mensaje de texto. Lo leyó con una sonrisa y contestó inmediatamente. Era un auténtico placer volver a recibir SMS como cualquier chica normal; en todos los meses que había pasado con Sombra esa era una de las cosas que más había echado de menos. Lo más probable era que no volviera a ver a sus recientes amigos traceurs, pero resultaba muy agradable saber que estaban ahí, al alcance de su móvil. Se habían portado muy bien con ella; le daba pena pensar que quizá no volvieran a encontrarse, aunque siempre se podían escribir y quizá más tarde, si alguna vez volvía a recuperar su vida, podrían verse de nuevo en París o en Austria. Podría ir con Dani y presentarle a los yamakasi, y que ellos vieran que sí tenía novio y que no era el imbécil que les había hecho creer al principio.

Sería maravilloso recibir un mensaje de Dani, pero debían de habérselo prohibido porque no había vuelto a saber de él desde la noche del nacimiento de Arek. ¿Cuánto tiempo había pasado desde entonces? Empezó a contar los días con los dedos y el resultado la dejó perpleja. Le salía algo menos de una semana. No era posible. Tenía la sensación de que llevaba siglos moviéndose.

Volvió a intentarlo: la noche de Villa Lichtenberg, cuando su salto la llevó a la sala de estar de su casa, en Innsbruck; dos días oculta en su casa, reponiéndose, leyendo mensajes de su madre, haciendo planes para ir a Bangkok como ella le sugería; un día de viaje entre ir a Múnich y volar a Tailandia; el día que pasó con los yamakasi en su hostal; los dos días esperando a que alguien se pusiera en contacto con ella; el día que había empezado esa misma mañana con la excursión a Ayutthaya, el contacto con Miss Tittiporn, la señora elegante vestida de azul, el helicóptero, el coche que ahora la llevaba a un lugar desconocido.

Podía ser cierto que aún no hacía una semana de cuando había visto a Dani por última vez, pero de todas formas, suficiente tiempo para que hubiese intentado ponerse en contacto. ¿Se lo habrían prohibido o sencillamente se habría cansado de todo aquello que a él ni le iba ni le venía? Las dos cosas eran posibles.

O quizá… La idea la golpeó con fuerza física y se enderezó en el asiento, angustiada. Quizá estuviera esperando a que ella lo llamara para decirle algo sobre el regalo que le había dado al despedirse. Estaba claro que se trataba de algo importante para él.

Le habría gustado sacar todo lo que llevaba en la mochila para ver si encontraba la cajita, pero por una parte no le parecía un momento adecuado y por otra tenía auténtico miedo de no llevarla, de que se hubiera quedado olvidada en el apartamento de Bangkok al que seguramente ya no volvería jamás.

Trató de darse ánimos pensando que normalmente no era tonta y hasta ese momento había conseguido no perder nada de lo que tenía que llevar consigo. Aunque no tuviera un recuerdo claro, estaba segura de no haber dejado nada en ninguna parte. Buscaría la cajita en cuanto la llevaran a algún lugar donde pudiera tener un mínimo de intimidad; hacía mucho que era de noche, antes o después la dejarían dormir un rato.

De todas formas, insistía su cerebro, ¿por qué no le había mandado ni un miserable SMS para ver si estaba bien? Ahora que tenía móvil podía, al menos, escribirle un mensaje cariñoso de vez en cuando para que ella supiera que no la había olvidado.

La misma formulación del pensamiento le trajo la respuesta y casi la obligó a reírse de sí misma: «¡Ahora que tenía móvil!», justamente ahí estaba la solución. Llevaba meses sin tener, porque había apagado y abandonado el suyo de siempre para que no pudieran localizarla. Dani se había acostumbrado a no tener dónde llamar y ahora que se había comprado uno en el aeropuerto ni se le había pasado por la cabeza ponerle un SMS dándole el número. ¡Cómo podía llegar a ser tan tonta! ¡Echarle a él la culpa de su propio despiste! Le mandaría el número en cuanto hubiera abierto el regalo. Así, de paso, podría darle las gracias y decirle si le había gustado.

¡Bien! ¡Qué descanso! De repente se encontraba tan feliz que habría podido cerrar los ojos y dormir hasta el día siguiente, pero en ese momento el coche, que había estado circulando por carreteras oscuras y poco frecuentadas, se apartó de la principal y entró por un sendero que debía de ser de arena blanca porque despedía una leve luminosidad en medio de la negrura general. El conductor tenía puesta la radio en una emisora local con un tipo de música que a ella le sonaba exótica y un poco cargante, pero cuando aparcó y cortó el contacto, el silencio le resultó peor que la música y deseó que la radio siguiera funcionando.

No llegaba a tener miedo de verdad, pero de vez en cuando notaba un temblor por debajo de su seguridad y se preguntaba si no irían a matarla simplemente, pegarle un tiro cuando menos se lo esperase y dejar su cadáver en la selva tailandesa que los rodeaba por todas partes y que debía estar llena de bichos y animales de todo tipo que darían buena cuenta de su cuerpo en un par de días. Pero no tenía sentido pensar esas cosas. Si la atacaban, haría lo posible por defenderse. Más no podía hacer.

Se bajaron del cuatro por cuatro y Lena, siguiendo al chófer, rodeó una casa de madera y techo de palma hasta llegar a una extensión lisa abierta en la jungla, obviamente una pista de despegue de estilo casero donde esperaba una pequeña avioneta.

El vuelo fue corto y sin incidentes, tanto que no le dio tiempo ni a empezar a sentir modorra. Aterrizaron junto a un lago y Lena pasó de la avioneta a un pequeño hidroavión que se balanceaba en las aguas oscuras. Todo punteado de sonrisas y gestos amables pero sin lengua, sin palabras en ningún idioma.

Empezaba a sentirse como un paquete postal que unos desconocidos sin rostro se pasan de unos a otros sin que el posible contenido tenga la menor importancia.

Su móvil volvió a indicar que había recibido un SMS del número de oncle Joseph:

«Desconecta el teléfono ya. Llama cuando puedas desde otro número para decir dónde estás. No te fíes de nadie. ¡Buena suerte!».

Se quedó mirando fijamente el aparato hasta que se apagó la luz. ¿Quería eso decir que la estaban siguiendo, que corría peligro? «No te fíes de nadie». Sí, esa era la frase que más veces había oído a lo largo de su adolescencia. Debía de haber sido muy difícil para su madre enseñarle a la vez dos cosas tan contradictorias: que el mundo era, en principio, un buen sitio lleno de gente encantadora, y que no debía confiar del todo en nadie, jamás. Sin embargo, de alguna extraña manera, tenía la sensación de que lo había conseguido.

Apretó el botón de desconectar sintiendo un tirón, como si estuviera cortando un cable que la uniera a la civilización, a la seguridad, a las personas que la querían. Era como sacar la cuerda del mosquetón en una escalada. Pero Joseph tenía más experiencia que ella y él sabría por qué.

Miró sin ver la oscuridad que la rodeaba, la cara inexpresiva del piloto que ya había empezado a hacer girar las hélices del avión, los diales luminosos del salpicadero. De momento no había nada que hacer salvo esperar a que el día trajera nuevos acontecimientos, de modo que apenas despegaron se dejó ganar por el agotamiento y la tensión de los últimos días y se quedó dormida sin darse cuenta.

La despertó el amerizaje en algún lugar al que no consiguió poner nombre. Desde el hidroavión, siempre en silencio, la acompañaron a un gran aeropuerto —Yakarta, creyó captar— y, por la zona vip, abordó un avión con destino a Auckland, Nueva Zelanda. Volvió a dormirse nada más despegar, aprovechando que tenía un billete de primera clase y era otra vez de noche. Por un momento pensó que le habían puesto algo en la comida o en la bebida para dejarla como se sentía: atontada y distante de lo que le estaba sucediendo, como si la protagonista de todo aquel viaje fuera otra persona, no ella misma. No lo descartaba, pero en el fondo le daba igual; empezaba a acostumbrarse a no cuestionar demasiado lo que le estaba pasando y al secreto absoluto que parecía rodear todos los movimientos de los clanes. Hasta se sentía bien en ocasiones dejándose llevar de esa manera, como flotando entre el cielo y la tierra, en la nada, sin ayer ni mañana, sin voluntad.

El avión aterrizó en Nueva Zelanda y, antes incluso de poner pie en el edificio del aeropuerto, un hombre de pequeña estatura, vestido con traje de color azul plomo, sonriente y callado, la recogió en la misma pasarela y, acompañándola por pasillos solitarios después de haberse presentado en inglés como familiar del clan azul, la llevó en coche a un puerto donde otro hidroavión se balanceaba en las tranquilas aguas de la marina.

Seguía siendo de noche y Lena había perdido por completo la orientación. No sabía qué día ni qué hora era ni adónde la llevaban ni casi por qué; se movía por pura inercia y todo su cuerpo se había convertido en una masa de músculos cansados mientras su cerebro no era más que un cúmulo de reacciones automáticas, reflejas.

Se instaló en el asiento del hidroavión, se ajustó el cinturón, saludó con un movimiento de cabeza al piloto, aceptó un vaso de plástico de café con leche y al cabo de unos minutos de vuelo se quedó dormida otra vez.

Cuando volvió a abrir los ojos, había un filo de claridad en el horizonte y volaban sobre el mar que empezaba a cambiar de color con el juego de la luz: primero una superficie gris acero con un filo rosado hacia el este, hacia donde se dirigían; luego, conforme la luz se hacía más intensa, color melocotón. El mar fue poniéndose primero amatista, después rosado, después cada vez más amarillo hasta que, por fin, el disco de fuego apareció frente a ellos en todo su esplendor y la superficie del océano empezó a cabrillear como si la hubieran cubierto de lentejuelas de oro.

El piloto se puso las gafas de sol y siguió volando como si tal cosa mientras ella parpadeaba disfrutando de la sensación de un amanecer en el aire, con el mar debajo y los caprichosos dibujos de las islas salpicando la superficie del agua.

Había docenas de islotes, rocas aisladas y pequeñas islas, todos cubiertos de una vegetación espesa, como si a las rocas grises les hubiera crecido pelo o se hubieran puesto unas pelucas muy verdes. El cielo era cada vez más azul y el mar tenía un color turquesa tan intenso, sobre todo donde contrastaba con las medialunas blancas de las pequeñas playas, que parecía falso, como pintado por encima del color natural. Era una imagen del paraíso y, repentinamente, Lena se sintió feliz y agradecida de estar viviendo todas aquellas experiencias, de sentirse parte de un universo que era capaz de ofrecer tanta belleza.

La modorra que la había llenado durante las últimas horas —¿o eran ya días?— se había disipado por completo y volvía a ser dueña de sí misma, otra vez llena de curiosidad, de entusiasmo, de ganas de llegar a donde fuera que la llevaran.

Se preguntó por qué su madre la había enviado a Bangkok cuando su destino final se encontraba, al parecer, tan lejos de Tailandia, pero hacía ya tiempo que había renunciado a comprender ciertas cosas. Karah y sus secretos. Había que tomarlo como venía, no podía hacer otra cosa.

El piloto inclinó fuertemente el aparato en una curva que los llevó por delante de una isla más grande que las otras, donde se apreciaban unas cabañas de madera entre las palmeras y, con prodigiosa economía, amerizó levantando dos cascadas de espuma blanca.

Unos momentos después, una chica apenas algo mayor que Lena, vestida con un pareo azul y blanco, le tendía la mano desde una canoa amarilla para ayudarle a bajar su mochila y luego a ella a instalarse en el pequeño cascarón que se movía con las olas.

Welcome —dijo con una sonrisa, y se puso a remar con fuerza y suavidad hacia la playa cercana.

La chica arrastró la canoa sobre la arena y caminando con una gracia exquisita un par de pasos delante de ella la guio a la cabaña más grande, donde le indicó con un gesto que se pusiera cómoda en unos sillones de bambú llenos de cojines de batik de colores. Luego juntó las manos en el tradicional gesto que Lena conocía de Tailandia, se inclinó y salió, presumiblemente a buscar a algún miembro del clan azul.

Encima de la mesa había una fuente de madera llena de frutas y Lena peló un plátano y se lo comió a toda prisa. Estaba muerta de hambre y, aunque el plátano no era la fruta que más le apetecía, era la más fácil de pelar y la única que no le dejaría pringosos los dedos en el caso de que en seguida tuviera que estrecharle la mano a su anfitrión.

Por la ventana se veían unos cuantos monos delgados chillando alegremente, saltando de rama en rama y trepando por las esbeltas palmeras, o cocoteros, o lo que fueran aquellos árboles, gráciles y delgados de altísimos troncos, que parecían sacados de una postal de vacaciones. El mar y el cielo eran de un intenso azul, la arena era blanca. Había verde por todas partes y manchas de color de algunas flores que parecían orquídeas pero crecían silvestres a su alrededor. Olía bien: a flores, a la fruta que se iba madurando en el cuenco, a vegetación calentándose al sol, a mar abierto. Le habría apetecido darse un baño en la playa y luego tumbarse en cualquier rincón a la sombra y dormir diez horas, pero suponía que no iba a poder ser, de modo que peló otro plátano y se lo comió en un par de bocados.

—¿Te encantan los plátanos o es que supones que no te vamos a ofrecer nada de desayunar? —dijo una voz divertida a sus espaldas. Misteriosamente, también hablaba en español, como la extraña mujer de Bangkok.

—Es que tenía mucha hambre.

El hombre aparentaba unos treinta años, era moreno, de rasgos occidentales con un leve toque oriental, más alto que ella pero no demasiado, esbelto y fibroso, con cuerpo de escalador. Llevaba el pelo negro recogido en una cola, el pecho desnudo y un sarong blanco y azul cubriéndolo de la cintura a los pies. Tenía una sonrisa simpática y era evidentemente karah, aunque cualquier otro observador habría reparado sólo en que era condenadamente atractivo.

—Espero que aún te dure, porque hay un desayuno estupendo esperándonos en la cabaña de aquí al lado. Luego, si te apetece, puedes nadar un poco o al menos refrescarte en el mar, y te llevaré a tu habitación. ¿Suena bien o tienes otros planes?

—Suena perfecto —dijo ella sonriendo de oreja a oreja—. A todo esto, me llamo Lena.

—Lo sabemos. Aliena Wassermann, hija de la bella Bianca, del clan blanco. Yo soy Yerek, clánida azul, y tuve la suerte de conocer a tu madre en una vida anterior. Siento que haya muerto.

Lena asintió con la cabeza mientras los ojos se le llenaban de lágrimas. Hacía casi dos años y le seguía resultando difícil de aceptar que su madre ya no estaba.

Yerek se echó al hombro la mochila de Lena y la precedió para mostrarle el camino.

—Disfruta hoy de todo esto y descansa, Lena. Mañana probablemente, o quizá esta misma noche, tendremos que empezar a trabajar.

—¿Trabajar? —le sonó tan extraño que se detuvo y, cuando Yerek contestó, tuvo que correr un par de pasos para alcanzarlo.

—Ya te lo explicaremos. Ahora disfruta, come, báñate, duerme, no pienses en nada y restaura tu alma. Piensen lo que piensen los demás clanes, no corre aún tanta prisa.

—Sí —dijo ella, echando una mirada a la mesa llena de cosas deliciosas—, Arek aún es pequeño.

Yerek pareció sorprenderse, pero lo disimuló con rapidez.

—Está con el clan blanco, supongo —comentó como sin darle importancia.

—Eso creo, sí. He estado un poco aislada estos últimos días.

—No tiene importancia. Ya hablaremos. Cuando termines, saliendo a la izquierda encontrarás otro pequeño bungalow con una orquídea rosa en la puerta; ese es tu cuarto. Y ahora, como dicen en los complejos turísticos tailandeses: «Enjoy, lady».

Y con una pequeña reverencia, Yerek salió de la cabaña dejándola sola con los deliciosos manjares y sus propios pensamientos.