Bajo la fina tela se transparentaba la diminuta braguita de encaje negro.

 

A los pies del lecho, una bata de seda que la muchacha se ajustó anudándola a la cintura.

 

La sensación de frío continuó dominando a Janet. Contempló la bandeja del desayuno.

Café, leche, tostadas, tarta de manzana, mantequilla, mermelada...

 

Janet sintió una súbita náusea. Corrió hacia el cuarto de baño vomitando aparatosamente sobre el lavabo. Permaneció unos instantes inmóvil. Inclinada sobre la taza.

 

Retornó lentamente al lecho.

 

Demoraría unos minutos el proyectado baño. El desayuno quedaba descartado por completo.

 

No se encontraba bien.

Se reclinó en la cama apoyando la espalda en el cabezal.

 

Frente a ella, al fondo, la puerta de entrada a la estancia. A la izquierda la puerta que comunicaba con la habitación contigua. A la derecha, entre el boudoir y el armario, la entrada al cuarto de baño.

 

Janet fue agrandando paulatinamente los ojos. Su rostro adquirió la palidez de la azucena.

 

Contempló horrorizada la barreta del derrojo. La situada sobre la puerta de entrada a la habitación. La que ella había ajustado cuidadosamente.

 

La barra se estaba moviendo. Deslizándose lentamente. Sin que nadie la tocara.

 

Janet sacudió la cabeza a la vez que parpadeaba repetidamente. Aquello no podía ser cierto. Era una alucinación.

Volvió a fijar sus ojos en el cerrojo.

 

La dorada barreta ya se había deslizado por completo. Y la puerta comenzó a abrirse.

Poco a poco.

 

Lo primero que asomó fue una mano. Una mano blanquecina de largos y huesudos dedos.

 

Janet desencajó las facciones al abrir desmesuradamente la boca. En una mueca de terror. Con los ojos desorbitados.

Paralizada por el horror.

 

Quiso incorporarse, gritar, escapar de aquel espanto...; sin embargo permaneció inmóvil. Ni el menor sonido brotó de su garganta. El terror la dominaba por completo. Contempló con indescriptible pavor el avance de aquella infernal criatura.

 

Con las blancas manos extendidas hacia Janet. Con los dedos engarfiados. Con los descalzos pies asomando bajo la larga túnica roja...

 

¡Y sin cabeza! Sí.

 

Aquella irreal criatura era el hombre decapitado del ataúd. Ya estaba a poca distancia de Janet. Ya sus frías y lechosas manos rozaban el frágil cuello de la muchacha.