CAPITULO III
Fue imposible izar el objeto a bordo.
Lo intentaron un par de veces y, aunque lograron rescatarlo del fango, sacarlo a la superficie resultaba difícil sin el material adecuado.
De ahí que se decidieron por remolcarlo hasta la costa.
Mark Sullivan de buen grado hubiera cortado el cable olvidándose del asunto, pero Sutton estaba interesado en saber qué era aquel extraño objeto. También Janet y Carol, totalmente recuperada su juvenil alegría, se mostraban entusiasmadas por la aventura.
Divisaron la costa. Reed City.
Una pequeña localidad de la costa californiana, lugar donde habían pernoctado antes de hacerse a la mar aquella misma mañana. También fue en Reed City donde Jeffrey Sutton hizo acopio de alimentos ya prepara dos. Consciente de las nulas artes culinarias de
Janet y Carol.
—¡Tierra a la vista! —exclamó jocosamente Janet. Era todo un espectáculo.
No la paradisíaca playa y entrada a puerto de Reed City, sino Janet. Sí.
Todo un espectáculo verla dar pequeños saltos sobre cubierta. Con su reducido bikini. Con aquel sensual bamboleo de sus senos y el provocativo oscilar de trasero.
—¡Para los motores, Mark! —ordenó Sutton—. No entraremos en puerto. Desde la playa será más fácil arrastrar el tesoro.
Sullivan no se dignó a responder. Había perdido un día de pesca.
Echaron anclas para, seguidamente, hacer descender la falúa que les llevaría a puerto. Poco más tarde, ya con vestimenta deportiva, tomaron tierra en Redd City. Fue en la misma plaza del puerto pesquero donde Jeffrey Sutton se decidió a contratar a los hombres.
Allí había donde elegir.
Pescadores, barqueros, veraneantes, desocupados, vagos... Deambulando por la plaza, bajo los porches o recorriendo los bares de la zona.
—Necesito cuatro hombres para un pequeño trabajo. La voz de Sutton pasó desapercibida.
Ninguno de los allí agrupados junto a la fuente, aproximadamente una docena de individuos, se dignó a alzar la mirada.
—Pago por adelantado —dijo Jeffrey Sutton, sacando un fajo de billetes—. Doscientos dólares por persona y menos de una hora de trabajo.
Aquello sí fue escuchado.
Los diez individuos se movilizaron como impulsados por un mismo resorte. Sutton seleccionó a cuatro de ellos.
Los más fuertes y corpulentos.
—Mi nombre es John Salkow —se presentó un individuo de pelo rojizo, acariciando los dos billetes de cien dólares que le habían correspondido—. ¿De qué se trata, patrón?