CAPÍTULO XVII

La salida de la casa se vio interrumpida por una causa imprevista. Jack se negó a seguir el carro fúnebre junto al doctor Dormann y el señor Keller.

—¡No quiero perderla de vista! —exclamó—. ¡No! ¡Ni por un momento! Debo ser el primer ser humano que la vea cuando despierte. El señor Keller se volvió hacia el doctor.

—¿Qué quiere decir?

El doctor, que permanecía apartado, a la sombra de la casa, parecía tener alguna razón para no contestarle más que con un gesto. Se tocó la cabeza significativamente e, incorporándose a la calle, tomó a Jack de la mano. El toldo del carro fúnebre, bajado por los costados, estaba alzado por ambos extremos. Desde el pescante, el diván era fácilmente visible con sólo volver la vista. Con inextinguible paciencia, el doctor calmó la creciente alteración de Jack y obtuvo permiso para que ocupara un lugar junto al cochero en el pescante. Siempre agradecido cuando se mostraban bondadosos con él, Jack le dio las gracias al doctor Dormann con las mejillas surcadas de lágrimas.

—No lloro por ella; pronto volverá en sí —dijo el pobre hombrecito—. ¡Pero es tan terrible, caballero, salir con ella en un coche como este!

El carro fúnebre inició su marcha.

El doctor Dormann, que marchaba junto al señor Keller, sintió que le tocaban el brazo y, al volverse, vio el contorno levemente iluminado de una mujer que le hacía señas de que se acercara. Después de disculparse con su compañero, que siguió tras el carro fúnebre, volvió sobre sus pasos. La mujer, a su vez, se adelantó. El doctor Dormann reconoció a Madame Fontaine.

—Usted es un hombre culto —comenzó la mujer abruptamente—. ¿Entiende los mensajes escritos en clave?

—A veces.

—Si tiene media hora libre esta noche, échele una ojeada a este y hágame el favor de decirme qué significa.

La viuda le entregó al médico lo que parecía, a esa pobre luz, una simple hoja de papel. El doctor vaciló en tomarla. Ella trató de dársela a la fuerza.

—Lo encontré entre los papeles de mi esposo —dijo—. Como sabe, era un gran químico. Le puede resultar interesante.

El doctor aún vacilaba.

—¿Tiene usted conocimientos de química? —preguntó.

—Soy perfectamente ignorante en lo que toca a la química.

—¿Qué interés tiene, entonces, en descifrar este escrito?

—Tengo un gran interés. Puede que contenga algo que resulte peligroso si cae en manos poco escrupulosas. Quiero saber si debo destruirlo.

El doctor tomó súbitamente la hoja. Era gruesa, como papel de envolver.

—Sabrá de mí —dijo—. Si es necesario, yo mismo lo destruiré. ¿Algo más?

—Una cosa más. ¿Jack va al cementerio con usted y el señor Keller?

—Sí.

Mientras caminaba con rapidez para alcanzar al señor Keller, el doctor lanzó una o dos miradas a sus espaldas. En esos tiempos, la calle estaba pobremente iluminada por unas pocas lámparas de aceite. Quizás se equivocaba, pero tuvo la impresión de que Madame Fontaine lo seguía.

Al salir de la ciudad se encendieron las linternas para que el carro fúnebre pudiera guiarse en el camino que conducía al cementerio. El encargado esperaba el cuerpo junto a la verja.

El cortejo pasó bajo un pórtico dórico a un recibidor central. En su extremo derecho, una puerta abierta dejaba ver una habitación para uso de los dolientes. Más atrás había un patio; y todavía más lejos, las habitaciones destinadas a vivienda del encargado del cementerio. Dejando a un lado el ala derecha de la edificación, los mozos abrieron la marcha hacia el extremo opuesto del recibidor; atravesaron una segunda habitación destinada también a los dolientes; cruzaron después un segundo patio; y, tras tomar por un estrecho pasaje, golpearon una puerta cerrada.

Un vigilante abrió la puerta. Los hizo pasar a una habitación larga, situado entre el patio, por un lado, y el cementerio, por el otro, y con diez nichos en las paredes laterales. La habitación larga era la Cámara del Vigilante. Los nichos eran las celdas donde se depositaba a los muertos.

Bajaron el diván en la Cámara del Vigilante. Se trataba de una novedad en el depósito de cadáveres, y el encargado pidió una explicación. El doctor Dormann le informó que el cambio se había realizado, con su total aprobación, para complacer los deseos de uno de los dolientes, y que se traería el ataúd antes de que se emitiera el certificado que autorizaba el entierro.

Mientras los presentes estaban reunidos en torno al médico y el encargado, Madame Fontaine empujó suavemente la puerta que daba al patio. Después de lanzarle una ojeada a los nichos —que eran cinco en cada una de las paredes laterales de la habitación y estaban cerrados por cortinas negras—, abrió las del que estaba más cercano a ella, a la izquierda y se introdujo en él sin que nadie lo advirtiera.

—¿Se responsabiliza por el diván si las autoridades plantean algún reparo, doctor? —preguntó el encargado.

Satisfecha esa condición, se dirigió al vigilante.

—Todas las celdas están vacías esta noche, Duntzer, ¿no es cierto?

—Sí, señor.

—¿Su guardia termina temprano o tarde esta noche?

—Termino mi guardia en media hora, señor.

El encargado señaló el diván.

—Todavía puede hacerse cargo de esto —dijo—. Use la celda más cercana al lugar donde se encuentra la silla del vigilante: la número cinco.

Se refería al quinto nicho, en el extremo de la habitación más alejado de la entrada, a la derecha, contando a partir de la puerta del patio. El vigilante sujetó las cortinas negras mientras los mozos colocaban el diván en la celda. Hecho eso, se los dejó ir.

El doctor Dormann señaló a través de las cortinas abiertas a la elevada celda, ventilada desde arriba y calentada (al igual que la Cámara del Vigilante) por aparato dispuesto en el suelo. En el medio de la celda había una base destinada a sostener el ataúd. Por encima de la base pasaba una barra horizontal fijada al marco de la puerta. Esta tenía una polea por la que pasaba una larga y fina cuerda que colgaba por uno de sus extremos y estaba amarrada por el otro a una pequeña campana de alarma colocada en el lado exterior de la puerta, esto es, en la Cámara del Vigilante.

—Todas las celdas son del mismo tamaño —le dijo el doctor al señor Keller—, y todas se mantienen igualmente limpias y con buena calefacción. En la habitación contigua siempre está listo un baño caliente, y muy cerca hay un armario con estimulantes. Observe al vigilante y vea cuántos cuidados se toman para el caso, por ejemplo, de un trance cataléptico seguido de un retorno a la vida.

Duntzer abrió la marcha hacia la celda. Tomó el extremo suelto de la cuerda, que colgaba de lo alto, y le amarró dos cuerdas más cortas y ligeras, cada una de las cuales terminaba en cinco cabos sueltos.

De esos cabos colgaban diez objetos de bronce que remedaban dedales.

Duntzer cambió ligeramente la posición del diván sobre la base y después alzó las manos del cadáver, introdujo sus dedos en los diez dedales de bronce y le volvió a colocar las manos suavemente sobre el pecho. Una vez que miró a lo alto para comprobar la conexión precisa entre las manos y la línea que se comunicaba con la campana de alarma en el exterior, sus deberes estuvieron concluidos. Salió de la celda y se sentó en su silla para esperar la llegada del vigilante nocturno que debía relevarlo.

El señor Keller salió y se dirigió al encargado.

—¿Eso es todo lo que había que hacer?

—Es todo.

—Quisiera, ya que estoy aquí, que conversáramos sobre la sepultura.

El encargado hizo una inclinación.

—Puede consultar el plano del cementerio en mi oficina, que queda al otro lado del edificio —dijo.

El señor Keller volvió a echar un vistazo a la celda. Jack había ocupado un lugar en ella cuando entraron el diván, y el doctor Dormann lo observaba atentamente. El señor Keller le hizo una señal a Jack.

—Te estoy esperando —dijo—. ¡Vamos!

—¿Y dejar al Ama? —respondió Jack—. ¡Nunca!

El señor Keller estaba a punto de entrar en la celda cuando el doctor Dormann lo tomó del brazo y lo apartó a un lado para que no pudieran oírlos.

—Quiero hacerle una pregunta —dijo el doctor—. ¿La locura de ese pobre hombre era violenta cuando la señora Wagner lo sacó del asilo de Londres?

—La oí a ella decir que sí.

—Tenga cuidado con lo que hace con él. La muerte de la señora Wagner ha afectado seriamente su débil cerebro. Temo que pueda sufrir una recaída de esa locura violenta; déjemelo a mí.

El señor Keller se marchó de la habitación con el encargado del cementerio. El doctor Dormann regresó a la celda.

—Escúcheme, Jack —dijo—. Quiero que vea cómo le avisará su ama al hombre que está de guardia, si revive (como cree usted).

Se volvió para dirigirse a Duntzer.

—¿Está lista la campana de alarma?

—Sí, señor.

El doctor volvió a dirigirse a Jack.

—¡Ahora mire y escuche! —dijo.

Tocó delicadamente uno de los dedales de bronce colocados en los dedos del cadáver. La campana sonó al instante en la Cámara del Vigilante.

—En cuanto el hombre la oiga, dará una señal convenida con el encargado y las enfermeras para que acudan a ayudar a su ama a revivir —continuó—. Al mismo tiempo, se enviará un mensajero a la casa del señor Keller para comunicarle lo que ha ocurrido. Ya que se ha convencido de lo bien atendida que está, se portará sensatamente, ¿no es cierto? Ya me voy. Venga conmigo.

Jack respondió como le había respondido al señor Keller.

—¡Nunca! —dijo.

Se tiró al suelo y se abrazó a uno de los pilares que sostenían la base sobre la cual descansaba el diván.

—¡Sólo si me corta los brazos por las articulaciones logrará llevarme! —gritó.

Antes de que el doctor le respondiera, se oyó el sonido de unos pasos en la Cámara del Vigilante. Una voz jovial hizo una pregunta.

—¿Alguna información para la noche, Duntzer?

Jack pareció reconocer la voz. Miró en su dirección con ansiedad.

—Un cadáver en la número cinco —respondió Duntzer——. Y gente de afuera en la celda. Violación de las reglas nocturnas, como sabes. Ya lo informé; a ti te corresponde hacerlos salir. Buenas noches.

Un anciano de nariz roja se asomó a la puerta de la celda. Jack se incorporó de un salto.

—¡Aquí está Schwartz! —gritó—. ¡Dejadme con Schwartz!