CAPÍTULO I

En lo que toca a la hija de Jezabel, mis remembranzas se inician con la muerte de dos caballeros extranjeros, en dos países distintos, el mismo día del mismo año.

Ambos eran hombres de cierta importancia en sus respectivas esferas, y eran desconocidos el uno para el otro.

El señor Ephraim Wagner, comerciante (originalmente de Frankfurt del Main), falleció en Londres el 3 de septiembre de 1828.

El doctor Fontaine —famoso en su tiempo por los descubrimientos que realizó en el campo de la química experimental— murió en Wurtzburgo el 3 de septiembre de 1828.

Al comerciante y al doctor los sobrevivieron sendas viudas. La viuda del comerciante (una inglesa) no tenía hijos. La viuda del doctor (descendiente de una familia del sur de Alemania) tenía una hija en la cual encontrar consuelo.

En esa lejana época —escribo estas líneas en el año de 1878, a medio siglo de distancia de los hechos— yo era un joven empleado en la oficina del señor Wagner. Como era sobrino de su esposa, me había recibido con toda amabilidad como un miembro más de su hogar. Lo que relataré a continuación, lo vi con mis propios ojos y lo escuché con mis propios oídos. Mi memoria es confiable. Como otros ancianos, recuerdo los sucesos que tuvieron lugar en los inicios de mi vida con mucha más claridad que los que ocurrieron hace sólo dos o tres años.

Hacía varios meses que el buen señor Wagner padecía una enfermedad, pero los médicos no sentían ningún temor inmediato por su vida. Hizo quedar mal a los médicos y se tomó la libertad de morirse en un momento en que todos declaraban que había muy fundadas esperanzas de que se recuperara. Cuando su esposa recibió ese golpe, me encontraba ausente de la oficina londinense, cumpliendo un encargo de negocios en la rama de nuestra empresa radicada en Frankfurt del Main, que dirigían los socios del señor Wagner. El día de mi regreso fue el que siguió al funeral. También fue el elegido para dar lectura al testamento. Debo añadir que el señor Wagner era ciudadano británico por naturalización, y que su testamento había sido redactado por un abogado inglés.

Las cláusulas cuarta, quinta y sexta del testamento son las únicas partes de ese documento que resulta necesario mencionar aquí.

La cuarta cláusula estipulaba que la totalidad de las propiedades del testador, tanto en tierras como en efectivo, pasaban a su viuda. En la quinta cláusula se añadía una nueva prueba de su confianza implícita en ella: la nombraba única ejecutora de su testamento.

La sexta y última cláusula comenzaba con las siguientes palabras:

Durante mi prolongada enfermedad, mi querida esposa ha actuado como mi secretaria y representante. Ha llegado a compenetrarse tan íntimamente con el sistema del que me he servido para conducir los negocios que es la persona más adecuada para sucederme. Al nombrar por este medio a mi viuda como mi única sucesora en la empresa, con todos los poderes y privilegios que de ello se derivan, no sólo doy pruebas de la magnitud de mi confianza en ella y de la sinceridad de la gratitud que me inspira, sino que, en realidad, obro en el mejor interés de la firma que encabezo.

Tanto el abogado como yo miramos a mi tía. Estaba hundida en su asiento; ocultaba el rostro en su pañuelo. Aguardamos respetuosamente a que se recuperara lo suficiente para comunicarnos sus deseos. Las expresiones de amor y respeto de su esposo que evidenciaban las últimas palabras del testamento la habían abrumado por completo. Sólo tras experimentar el alivio que le produjo un copioso llanto se volvió a percatar de nuestra presencia y se serenó lo suficiente como para dirigirnos la palabra.

—En unos días me sentiré más calmada —dijo—. Venid a verme dentro de una semana. Tengo algo importante que deciros a ambos.

El abogado se aventuró a hacerle una pregunta.

—¿Tiene alguna relación con el testamento? —inquirió.

Mi tía negó con un gesto.

—Tiene que ver con los últimos deseos de mi esposo —respondió.

Nos hizo una inclinación y se marchó a sus habitaciones.

El abogado la observó retirarse con aire grave y dubitativo.

—Mi larga experiencia en esta profesión me ha dado muchas lecciones provechosas —dijo, volviéndose hacia mí—. Su tía acaba de hacerme recordar una de ellas.

—¿Podría decirme cuál es, caballero?

—Por supuesto —me tomó del brazo y esperó a que hubiéramos salido de la casa para informarme de qué lección se trataba—. Desconfíe siempre de los últimos deseos que un hombre formula en su lecho de muerte, a menos que se los haya comunicado a su abogado y los haya hecho expresos en su testamento.

En aquel momento, ese me pareció un punto de vista muy riguroso. ¿Cómo podía prever que los sucesos que le sobrevendrían a mi tía en el futuro demostrarían que el abogado tenía razón? Si mi tía se hubiera contentado con dejar los planes y proyectos de su esposo en el punto en que éste los dejara a su muerte, y nunca hubiera emprendido ese precipitado viaje a nuestra oficina de Frankfurt… pero ¿de qué sirve especular sobre lo que pudo o no haber pasado? Mi tarea en estas páginas es la de contar qué ocurrió. Regreso a mi tarea.