CAPÍTULO IX
La viuda se detuvo frente a la vidriera de una joyería en la famosa calle que lleva el nombre de Zeil. La única persona que había en la tienda era un anciano de aspecto sencillo, que estaba sentado detrás del mostrador leyendo un periódico.
Madame Fontaine entró.
—Tengo algo que mostrarle, caballero —dijo en su tono más suave y dulce.
El anciano miró primero su espeso velo y después el collar. Alzó las manos presa de asombro y admiración.
—¿Puedo examinar estas magníficas perlas? —preguntó.
Las miró a través de un cristal de aumento y las sopesó en las manos.
—Me extraña que no tema caminar sola en la oscuridad con un collar como este —dijo—. ¿Puedo llamar al jefe de mi taller para que las vea?
Madame Fontaine accedió a su petición. El anciano hizo sonar la campanilla que lo comunicaba con el taller. Convencida ya de que hablaba con el propietario del establecimiento, la viuda se arriesgó a hacer su primera pregunta.
—¿Tiene algún collar de perlas de imitación que se parezca a mi collar? —preguntó.
El anciano caballero experimentó un visible sobresalto y clavó los ojos más fijamente que nunca en el impenetrable velo.
—¡Santo Dios, no! —exclamó—. No hay nada semejante en todo Frankfurt.
—¿Podría hacerse una imitación, caballero?
El jefe de taller entró en la tienda: era un hombre hosco, concentrado en sí mismo.
—Es digno de una reina —comentó tras un calmado examen de las espléndidas perlas. Su patrón le repitió la última pregunta de Madame Fontaine.
—Podría hacerse en París —respondió brevemente—. ¿Cuánto tiempo podría usted prescindir de él, señora?
—Necesitaría que me enviaran la imitación antes del día 13 del mes próximo.
El patrón, misericordiosamente compadecido de la ignorancia de la dama, sonrió y guardó silencio. La respuesta del jefe del taller fue terminante y rápida.
—No hay tiempo. Imposible.
Madame Fontaine no tenía más remedio que someterse a las circunstancias. Había entrado en la tienda con la idea de exhibir el collar falso el día de la boda, mientras las perlas verdaderas estaban empeñadas por el dinero que necesitaba. Si dejaba las perlas en prenda, sin tener un sustituto que mostrar en su lugar, ¿qué diría Minna, qué pensaría el señor Keller? Era inútil tratar de responder esas preguntas; tendría que encontrar una excusa plausible. Por más suspicacia que despertara el hecho, la boda se celebraría. El collar no era una parte esencial de la ceremonia mediante la cual Fritz y Minna se convertirían en marido y mujer, y tenía que encontrar el dinero.
—Supongo, caballero, que concede usted préstamos sobre valores… como este collar —dijo.
—Por supuesto, señora.
—Siempre que cuente con el nombre y la dirección de la dama —añadió el desagradable jefe del taller, dirigiéndose a su patrón.
El anciano convino cordialmente.
—¡Muy cierto! ¡Muy cierto! Y, además, una referencia: la de alguna persona de peso, señora, conocida en la ciudad. La responsabilidad es seria, con unas perlas como estas.
—¿La referencia es absolutamente necesaria? —preguntó Madame Fontaine.
El jefe del taller tocó a su patrón disimuladamente por detrás del mostrador. El anciano, que comprendió la señal, cerró el estuche y se lo devolvió a su dueña.
—Absolutamente necesaria —respondió.
Madame Fontaine volvió a salir a la calle. «La referencia de una persona de peso» implicaba un individuo de cierta fortuna y posición en Frankfurt, alguien como el señor Keller, por ejemplo. ¿Dónde podría hallar una referencia así? Sus parientes de la ciudad le habían vuelto la espalda deliberadamente. Fuera del hogar del señor Keller, eran, literalmente, las únicas personas «de peso» a quienes conocía. Hacer un intento en una casa de empeño parecía ser la última oportunidad que le quedaba.
En ese segundo intento se vio frente a un joven perspicaz. En cuanto vio el collar, dejó escapar una exclamación de sincera sorpresa e hizo sonar un silbato. El dueño de la casa de empeños hizo su aparición, miró las perlas, miró a la dama del velo y respondió lo mismo que el joyero, aunque con menos amabilidad.
—No voy a meterme en un lío —dijo—; tengo que contar con una buena referencia.
Madame Fontaine no era mujer que se descorazonara fácilmente. Encaminó sus pasos hacia la noble calle medieval llamada Judengasse, entonces densamente poblada, hoy un espectáculo de decrepitud arquitectónica que pronto será reemplazada por una nueva avenida.
En dúos y tríos, los judíos de ese pintoresco rincón de la ciudad le ofrecieron clamorosamente sus servicios a la dama que había aparecido en medio de ellos. Cuando el israelita a quien se dirigió vio las perlas, pareció perder la cordura. Gritó, dio unas palmadas, llamó a su esposa, a sus hijos, a sus hermanas, a sus inquilinos, para que vinieran a recrearse la vista con un collar como no se había visto otro desde que Salomón recibiera a la reina de Saba.
Tras el primer momento de conmoción vino una verdadera ráfaga de preguntas. ¿Cuál era el nombre de la dama? ¿Dónde vivía? ¿Cómo se había hecho del collar? ¿Era un regalo? Y si era así, ¿quién se lo había regalado? ¿Dónde lo habían hecho? ¿Por qué lo traía a la Judengasse? ¿Quería venderlo? ¿Darlo como garantía de un préstamo? ¡Ajá! Darlo como garantía de un préstamo. Muy bien, verdaderamente muy bien, pero… una vez más se dejó oír la detestable invitación a presentar una referencia.
Madame Fontaine tenía una respuesta bien meditada.
—Le pagaré un buen interés si me exime de la referencia —dijo.
Al escucharla, la excitabilidad de los judíos, que oscilaban entre el deseo de obtener una ganancia y el terror a las consecuencias, adquirió una nueva forma. Algunos gimieron; algunos se enroscaron frenéticamente mechones de pelo en los dedos; algunos invocaron a la deidad adorada por sus padres para que fuera testigo de cuánto habían sufrido por prescindir de referencias en otros casos de valiosos depósitos; un judío sumamente viejo y sucio llegó a sugerir que se retuviera a la dama y su collar y se informara a las autoridades de la ciudad en el ayuntamiento. De haberse tratado de una mujer apocada, el consejo de ese sabio quizás se habría seguido. Madame Fontaine mantuvo su presencia de ánimo y se fue de la Judengasse tan libremente como había entrado.
—Puedo conseguir que me presten el dinero en otro lado —dijo arrogante al marcharse.
—Sí —le gritó en respuesta un coro de voces—, puede conseguir que se lo preste un comprador de objetos robados.
¡Era totalmente cierto! El extraordinario valor de las perlas demandaba, por esa misma razón, extraordinarias precauciones de cualquier prestamista. Madame Fontaine volvió a guardar el collar en la gaveta de su tocador. El esplendor del regalo de bodas de Minna lo inutilizaba como medio para obtener dinero discretamente de manos de un desconocido.
Y, sin embargo, debía encontrar el dinero, a costa de cualquier riesgo, en cualquier circunstancia, sin importar cuán humillante o peligrosa resultara.
Con esa desesperada resolución se fue a la cama. Hora tras hora, oyó las campanadas del reloj. La tenue y fría luz del nuevo día la halló aún despierta y reflexionando, y todavía sin un plan seguro para satisfacer la demanda que se le haría cuando venciera el pagaré. En cuanto a recursos propios, el valor de las pocas joyas y vestidos que poseía no llegaba a cubrir ni la mitad del total de su deuda.
Era un día ajetreado en la oficina. El trabajo se prolongó hasta muy avanzada la tarde.
Incluso cuando los miembros del hogar estaban reunidos a la mesa para la cena, se produjo una interrupción. Llegó un mensajero con una carta urgente que hizo necesario consultar de inmediato la correspondencia anterior de la firma. El señor Keller se levantó de la mesa.
—Llevará menos tiempo revisar los Resúmenes —le dijo a la señora Wagner—; me parece que los tiene usted en su escritorio.
La dama se volvió de inmediato hacia Jack y le ordenó que le diera la llave. Jack la sacó de su bolso bajo la mirada atenta de Madame Fontaine, que lo observaba desde el lado opuesto de la mesa.
—Habría preferido abrir yo mismo el escritorio —comentó Jack cuando el señor Keller se marchó de la habitación—; pero supongo que debo obedecer al dueño de la casa. Además, me odia.
La viuda experimentó un sobresalto al oír esa dura afirmación.
—¿Cómo puede decir eso? —exclamó—. A todos nos resulta usted simpático, Jack. Venga y tome un poco de vino de mi copa.
Jack rechazó la invitación.
—No quiero vino —dijo—; tengo sueño y frío; quiero irme a la cama.
Madame Fontaine se sentía demasiado magnánima como para aceptar un no por respuesta.
—Sólo una gotita —suplicó—. Se ve usted tan helado.
—Seguramente olvidó lo que le dije —intervino la señora Wagner—. El vino primero lo altera y después lo atonta. La última vez que lo probó quedó tan insensible y exánime como si le hubiera dado láudano. Creí que se lo había contado —se volvió hacia Jack—. Te ves muy cansado, mi pobre amiguito. Vete a la cama de inmediato.
—¿Sin la llave? —exclamó Jack indignado—. Sé muy bien cuáles son mis deberes.
El señor Keller regresó, totalmente satisfecho con el resultado de su investigación.
—¡Lo sabía! —dijo—. El error es de nuestros clientes; les he enviado la prueba.
Le devolvió la llave a la señora Wagner. Esta enseguida se la pasó a Jack. El señor Keller meneó la cabeza en señal de obstinada desaprobación.
—¿Correría usted un riesgo como ese? —le dijo a Madame Fontaine en francés.
—A mí me daría miedo —contestó ella en el mismo idioma.
Jack guardó la llave en su bolsa, besó la mano de su ama y se dirigió a la puerta, de camino a su cama.
—¿No me dará las buenas noches? —dijo la amable viuda.
—No sabía si me entendería en alemán o en inglés, y no sé hablar esa lengua desconocida —respondió Jack.
Hizo una de sus fantásticas inclinaciones y se marchó de la habitación.
—¿Entiende el francés? —preguntó Madame Fontaine.
—No —dijo la señora Wagner—; sólo entiende que usted y el señor Keller le ocultaban algo.
A su debido tiempo, el pequeño grupo reunido en torno a la mesa se levantó y se retiró a sus habitaciones. La primera parte de la noche transcurrió en medio de la tranquilidad usual. Pero entre la una y las dos de la madrugada, la señora Wagner se despertó alarmada por unos violentos golpes a su puerta y unos agudos gritos de Jack.
—¡Déjeme pasar! Necesito una luz. ¡Perdí las llaves!
La señora Wagner le gritó que se callara mientras se ponía una bata y encendía una luz. Afortunadamente, se encontraban en el ala de la casa ocupada por las oficinas, mientras que los otros cuartos estaban tan apartados que se llegaba a ellos por una escalera diferente. Aun así, en medio del silencio de la noche, era posible que los reiterados gritos de terror de Jack y sus golpes a la puerta llegaran a oídos de quienes tenían el sueño ligero. La señora Wagner tiró de él hacia adentro de su habitación y volvió a cerrar la puerta, con una impetuosidad que lo turbó por completo.
—¡Siéntate ahí y cálmate! —le dijo severa—. No te daré la luz hasta que no te hayas callado. Es a mí a quien desprestigias si despiertas a todos en la casa.
Jack temblaba de cabeza a pies, mitad de frío, mitad de terror.
—¿Puedo susurrar? —preguntó, con aspecto de lastimosa sumisión.
La señora Wagner señaló las últimas brasas que quedaban encendidas en el hogar. La experiencia le había enseñado que darle algo que hacer ejercía sobre Jack una influencia tranquilizadora.
—Primero atiza el fuego y caliéntate —dijo.
Jack la obedeció y después se echó sobre la alfombra, a la manera perruna en que solía hacerlo. Transcurrió al menos un cuarto de hora antes de que su ama considerara que estaba en un estado apropiado para contarle su historia. Lo que había que relatar era muy poco, casi nada. Como de costumbre, había puesto su bolso bajo la almohada; y (después de dormir un largo rato) se había despertado con un miedo horrible de que algo les hubiera ocurrido a las llaves. Había tanteado en vano bajo la almohada, por toda la cama y por todo el suelo.
—Después, el espanto hizo presa de mí y me temo que me volví loco durante unos momentos. Ahora estoy bien. ¡Mire! Estoy tan tranquilo como un pajarito con la cabeza bajo el ala.
La señora Wagner tomó la luz y abrió la marcha hacia la pequeña habitación de Jack, muy próxima a la suya. Levantó la almohada y allí estaba el bolso de cuero, exactamente donde lo había colocado al irse a la cama.
El rostro de Jack, al producirse esta revelación, le habría inspirado compasión a una mujer mucho menos generosa que la señora Wagner. Lo tomó de la mano.
—Vuelve a acostarte —le dijo, bondadosa—; y la próxima vez que sueñes, trata de no armar un alboroto.
¡No! Jack se negaba a meterse de nuevo en la cama antes de que ella hubiera oído lo que tenía que alegar en su defensa. Se arrodilló y alzó las manos, como si orara.
—Cuando usted me enseñó a decir mis oraciones, dijo que Dios me escucharía —respondió—. Tan cierto como que Dios me está escuchando en este momento, Ama, yo estaba despierto cuando metí la mano debajo de la almohada, y el bolso no estaba ahí. ¿Me cree?
La señora Wagner se sintió fuertemente impresionada por el sencillo fervor de su declaración. No simulaba cuando respondió que le creía. A sugerencia suya, desataron las correas del bolso y lo revisaron. En su interior encontraron no sólo las llaves sin importancia (con una adicional añadida a su número), sino también la pequeña que abría su escritorio.
—Mañana hablaremos del asunto —dijo.
Después de desearle buenas noches, hizo una pausa al abrir la puerta y miró la cerradura. Esta no tenía llave, pero sí otro cierre: un cerrojo debajo del pomo.
—¿Le pusiste el cerrojo a tu puerta cuando te fuiste a la cama? —preguntó.
—No.
Por la mente de la señora Wagner cruzó una obvia sospecha sugerida por esa respuesta negativa.
—¿Dónde está la llave de tu puerta? —preguntó a continuación.
Jack inclinó la cabeza.
—La puse con las demás llaves para que el bolso pareciera más grande —confesó.
De nuevo a solas en su habitación, la señora Wagner se quedó meditando junto al fuego reavivado.
Mientras Jack dormía, cualquier persona de paso suave y manos delicadas hubiera podido acercarse a su cama, mientras la casa estaba envuelta en la quietud de la noche, y hacerse con su bolso. E, igualmente, cualquier persona que escuchara la alarma que Jack diera, habría podido, algunas horas después, volver a poner el bolso en su lugar mientras aquel se recuperaba en la habitación de la señora Wagner. ¿Quién habría estado lo suficientemente cerca como para haber oído los gritos? ¿Alguien que se encontrara en los cuartos vacíos del piso superior? ¿O alguien que se hallara en las solitarias oficinas de los bajos? De haberse cometido un robo, el único objeto probable sería la llave de su escritorio. Esto apuntaba a la posibilidad de que la alarma hubiera llegado a oídos del ladrón en las oficinas. ¿Había alguien en la casa, de los honestos sirvientes hacia arriba, de quien razonablemente se pudiera sospechar que era capaz de cometer un robo? La señora Wagner volvió a meterse en su cama. No era una mujer que se acobardara por minucias, pero en esta ocasión, al enfrentarse a su propia pregunta, sintió que desfallecía su valor.