II
A continuación someto a vuestra consideración la copia de una carta dirigida por el difunto profesor de química Fontaine a un estimado colega y amigo. Este último caballero vive aún y ha puesto como condición, para proporcionarme la copia de su carta, que su nombre no se haga público.
Ilustre amigo y colega:
Le sorprenderá volver a tener tan pronto noticias mías. La verdad es que tengo algo interesante que comunicarle. Un alarmante accidente me ha permitido poner a prueba en un sujeto humano el valor de uno de mis preparados: ese sujeto es un hombre.
En mi última carta le informaba que había decidido no hacer ningún uso ulterior de la fórmula destinada a recomponer algunos de los venenos de los Borgia (que erróneamente se ha creído desaparecida) que me legara a su muerte mi llorado amigo húngaro, quien fuera mi maestro en la ciencia química.
Confío en que los motivos que me han llevado a adoptar esta decisión no sean censurables.
Recordará que estaba usted de acuerdo conmigo, en que los dos especimenes que he logrado producir de esos venenos resucitados del pasado, pueden resultar de la mayor utilidad en ciertas enfermedades —como los venenos ya conocidos por la práctica médica moderna—, si se administran en dosis cuidadosamente calculadas. Aun si vivo lo suficiente para dedicarlas a este buen fin, persistiría el peligro (que comparten con todos los preparados venenosos que emplea la medicina) de que produzcan estragos fatales en caso de que sean empleados por manos ignorantes o criminales.
Teniendo esto último en cuenta, considero mi deber precaverme contra estos peligrosos resultados dedicándome al descubrimiento de antídotos eficaces, antes de adaptar los preparados a los fines del arte de la curación. He tenido alguna experiencia previa en esta rama de lo que denomino química preventiva y, hasta cierto punto, he obtenido algunos éxitos en el logro de mis objetivos.
La fórmula en clave que ahora le envío, en la nota adjunta, es un antídoto para el veneno que usted y yo conocemos por el caprichoso nombre que usted sugirió para él: el Vino de Alejandro.
Con respecto al segundo de los venenos que (si recuerda) he bautizado —anticipando su empleo como medicina— con el nombre de las Gotas del Espejo, lamento decirle que no he logrado encontrarle un antídoto.
Una vez explicada la situación en la que me encuentro actualmente, puedo pasar a contarle el extraordinario accidente al cual hice alusión al inicio de mi carta.
Hace unas dos semanas, cuando acababa de terminar una conferencia que les impartía a mis estudiantes, me enviaron a buscar para que examinara a uno de mis sirvientes. Hacía uno o dos días que lo aquejaba una enfermedad. Por supuesto, ya le había ofrecido mis servicios médicos. No obstante, se había negado a molestarme y me había mandado a decir que sólo quería descansar. Por fortuna, uno de mis asistentes lo vio, y le pareció necesario solicitar de inmediato mi ayuda.
El hombre era un pobre retrasado mental, totalmente desamparado, a quien había empleado por pura lástima para limpiar mi laboratorio y para lavar y secar mis frascos. Tenía discernimiento suficiente para realizar esos pequeños servicios, y nada más. ¡Juzgue cuál sería mi horror cuando acudí junto a su lecho y reconocí al instante los síntomas de envenenamiento que produce el Vino de Alejandro!
Corrí de vuelta a mi laboratorio y abrí el botiquín donde guardaba el antídoto. El veneno siempre permanecía guardado en el compartimiento contiguo. Al mirarlo en ese momento, comprobé que estaba vacío.
De inmediato emprendí su búsqueda y encontré el frasco abandonado en un estante. Por primera vez en mi vida era culpable de un descuido inexcusable. No me había asegurado de que todo estuviera bien guardado antes de abandonar la habitación. El pobre imbécil se habían sentido atraído por el color del Vino de Alejandro y lo había probado (para decirlo con sus propias palabras) «para ver si sabía bien». ¡Mis averiguaciones me llevaron a saber que esto había ocurrido treinta y seis horas antes! La única esperanza de salvarlo provenía de que los experimentos que había realizado con animales me habían revelado el avance sumamente gradual de la acción letal del veneno.
No intentaré describirle lo que experimenté al retornar junto al paciente. Comprenderá usted cuán enteramente abrumado me sentía cuando le diga que les oculté mezquinamente a mis hermanos de la Universidad mi ignominioso descuido. Temía que mis experimentos fueran prohibidos porque se consideraran peligrosos, y que mi falta de prudencia fuera objeto de una reprimenda pública por parte de las autoridades. Dejé que los profesores de medicina llegaran a la conclusión de que se trataba de una enfermedad que les resultaba totalmente desconocida.
Para la administración del antídoto no tenía más guía que la que me proporcionaban los experimentos que había realizado con conejos y perros. No sé si calculé mal o si me engañó mi ansiedad por salvar la vida del hombre. De lo que sí estoy seguro es de que le administré dosis demasiado grandes a intervalos demasiado cortos.
El paciente se recuperó, pero sólo después de sufrir un inexplicable deterioro de la sangre, que alteró su tez y le tornó gris el cabello. A partir de ese momento modifiqué las dosis; y temeroso de perder el memorando, le he adjuntado al frasco un pedazo de papel con marcas para imposibilitar futuros errores de juicio. A la vez, he facilitado la futura administración del antídoto al pegarle una etiqueta al frasco en el que se especifica la cantidad exacta de veneno que, a partir de mis cálculos, estimo que ingirió mi sirviente.
Por cierto, debía haber incluido en el mensaje en clave, que la experiencia me ha demostrado que para preservar el antídoto durante un largo tiempo, es necesario protegerlo de la luz conservándolo en un frasco de cristal azul.
Déjeme decirle también que hallé una dieta vegetariana que potencia el efecto del tratamiento. El mezquino temor de que me descubrieran, que ya he reconocido, me indujo a auxiliarme de mi esposa para atender al paciente. Podía confiar en Madame Fontaine para que guardara el secreto cuando comenzó a hablar de lo que le había ocurrido. Una vez que mejoró lo suficiente para poder levantarse de su cama, el pobre infeliz desapareció. Probablemente lo aterrorizaba la perspectiva de volver a entrar en el laboratorio. Sea como fuere, no lo he vuelto a ver ni he sabido nada más de él desde entonces.
Si ha tenido la paciencia suficiente como para leer hasta aquí, comprenderá que no tengo aún la seguridad necesaria como para arriesgarme a comunicarle mis descubrimientos a nadie que no sea usted. Le ruego que me haga el favor de transmitirme cualquier sugerencia química que se le ocurra, y después, en previsión de un accidente, que destruya la clave. Adiós, hasta la próxima.
Nota a la carta del doctor Fontaine
El nombre de Vino de Alejandro alude a Rodrigo Borgia, de infausta memoria, quien pasara a la historia como el papa Alejandro VI. Su muerte, accidental y totalmente merecida, se debió a que bebió uno de los venenos de los Borgia en una copa de vino que había preparado para otra persona.
Se supone que la fórmula de las Gotas del Espejo se halló escondida, al quitar el soporte de madera de un espejo usado por Lucrecia Borgia. De ahí su nombre.