CAPÍTULO XI

Había algo tan absurdo en asociar los encantos de Madame Fontaine con la extinción de la pipa del señor Engelman que rompí a reír. Mi anciano y buen amigo me miró con aire de grave sorpresa.

—¿Qué hay de risa en que se me haya olvidado mantener encendida la pipa? —preguntó—. Toda mi mente estaba absorta en esa extraordinaria mujer desde el mismo instante en que mis ojos se posaron en ella, David. Tengo su imagen ante mí en este momento: es la imagen de un ángel bañado por la luz de la luna. ¿Me estaré expresando poéticamente por primera vez en mi vida? No me extrañaría. La verdad es que no sé qué me sucede. Usted es joven y quizás pueda decírmelo. ¿Me habré enamorado, como suele decirse? —me tomó del brazo confidencialmente, antes de que yo lograra contestar esa formidable pregunta—. ¡No se lo diga al amigo Keller! —dijo, con súbita alarma—. Keller es un hombre excelente, pero no tiene piedad con los pecadores. Y dígame, David, ¿podría presentármela?

Todavía acosado por el temor de haber hablado con muy pocas reservas durante mi entrevista con la viuda, estaba de ánimo para exhibir una extraordinaria prudencia en mi conversación con el señor Engelman.

—No me atrevería a presentársela —dije—; la dama hace una vida muy retirada.

—Al menos podría decirme su nombre —suplicó el señor Engelman—. ¿Quizás se lo haya mencionado a Keller?

—No he hecho nada semejante. Tengo mis razones para no hablarle de esa dama al señor Keller.

—Bien, pues puede confiar en que mantendré el secreto, David. ¡Vamos! Sólo quiero enviarle unas flores de mi jardín. No puede poner reparos a eso. Sea bueno y dígame adónde debo enviar el ramillete.

Me atrevo a decir que hice mal; de hecho, a juzgar por los sucesos posteriores, sé que hice mal. Pero era incapaz de concederle al asunto suficiente seriedad como para negarme a las súplicas del señor Engelman en lo relativo al ramillete. Experimentó un sobresalto cuando le dije el nombre de la viuda.

—No se tratará de la madre de la joven con quien Fritz quiere casarse —exclamó.

—Sí, es ella misma. ¿No admira el gusto de Fritz? ¿No es la señorita Minna una joven encantadora?

—No puedo decirle, David. Estaba embrujado; no tenía ojos para nadie que no fuera su madre. ¿Cree que Madame Fontaine se fijó en mí?

—Oh, sí. La vi cómo lo miraba.

—Vuélvase de este lado, David. La luz de la luna le hace parecer más joven. ¿Tiene el mismo efecto sobre mí? ¿Qué edad me calcularía esta noche? ¿Cincuenta o sesenta?

—Algo entre esas dos, señor.

(Estaba próximo a los setenta. Pero ¿quién habría sido tan cruel como para decírselo en ese momento?).

Mi respuesta le resultó tan alentadora al anciano caballero que se aventuró a tocar el tema del difunto esposo de Madame Fontaine.

—¿Lo quería mucho, David? ¿Qué tipo de hombre era?

Le informé que no había conocido al doctor Fontaine y después, para cambiar de tema, le pregunté si llegaría demasiado tarde para la hora de la cena en la calle Main.

—Mi querido muchacho, la mesa se retiró hace media hora. Pero persuadí a nuestra anciana y amargada ama de llaves de que le guardara algo caliente. No encontrará a Keller muy amable esta noche, David. Estaba molesto, para empezar, por tener que escribirle ese alegato a su tía, y después, su ausencia lo irritó. «Esto es tratar nuestra casa como si fuera un hotel; no le permitiré a nadie que se tome esas libertades con nosotros». ¡Sí! Eso fue realmente lo que dijo de usted. Estaba tan enojado, el pobre, que lo dejé y salí a dar una vuelta por el puente. Y me topé con mi destino —añadió el pobre señor Engelman con el acento más triste que había oído salir de sus labios.

Mi bienvenida en la casa fue un poco fría.

—Le he escrito francamente a su tía lo que pienso —dijo el señor Keller—; probablemente lo llamarán de vuelta a Londres con el próximo correo. Mientras tanto, en la próxima ocasión en que quiera pasar la tarde fuera, háganos el favor de dejar un recado con uno de los sirvientes.

El próximo turno fue el de la anciana y achacosa ama de llaves (conocida en el círculo doméstico como Madre Bárbara). Puso sobre la mesa el plato que me había mantenido al calor con un golpe que sometió a dura prueba la resistencia de la porcelana.

—En esta ocasión lo hice —dijo—. La próxima vez que llegue tarde, usted y el perro cenarán juntos.

Al día siguiente le escribí a mi tía, y también a Fritz, sabiendo cuán ansioso estaría de tener noticias mías.

Contarle toda la verdad probablemente habría equivalido a hacerlo venir a Frankfurt tan rápidamente como los barcos y los caballos hubieran podido llevarlo. Todo lo que me atreví a decirle fue que había encontrado el rastro perdido de Minna y su madre, y que tenía buenas razones para pensar que, por el momento, no había causa para preocuparse por ellas. Añadí que quizás tendría la posibilidad de enviarle en secreto una carta a su amada, si lo consolaba escribirle.

Al hacer ese ofrecimiento estaba, sin duda, alentando a mi amigo a desobedecer las órdenes inequívocas de su padre.

Pero siendo las cosas como eran, realmente no tenía otra alternativa. Con el temperamento de Fritz, habría sido sencillamente imposible inducirlo a permanecer en Londres, a menos que algún tipo de concesión práctica alimentara su paciencia mientras yo me encontraba ausente. En bien de la paz, entonces —y debo reconocer que en bien de la bella e interesante Minna también— consentí en convertirme en vehículo para su correspondencia, sobre la base del principio puramente jesuítico de que el fin justificaba los medios. Le había prometido a Minna dejárselo saber cuando le escribiera a Fritz. Como disponía de todo mi tiempo hasta que el señor Keller y mi tía decidieran la polémica cuestión del empleo femenino, me dirigí a casa de la viuda después de llevar mis cartas al correo.

Tras hacer feliz a Minna al anunciarle que sabría de Fritz, tuve ocasión de notar sobre la mesa una antigua ponchera de porcelana rebosante de magníficas flores. A cualquiera que conociera al señor Engelman tan bien como yo, la ponchera le habría sugerido graves consideraciones. Él, que prohibía cortar una sola flor en circunstancias normales, debía haber perjudicado seriamente el aspecto de su hermoso jardín con sus propias manos.

—¡Qué espléndidas flores! —dije, tanteando cuidadosamente el terreno—. Hasta el señor Engelman envidiaría un ramillete como ese.

Los pesados párpados de la viuda bajaron más por un momento, en un gesto de patente desdén por mi simplicidad.

—¿Cree realmente que puede engañarme a mi? —preguntó irónicamente—. El señor Engelman no se contentó con enviarme las flores: me escribió una nota muy halagadora. Y yo —dijo, al tiempo que le lanzaba una ojeada desdeñosa á la repisa de la chimenea, en la que alguien colocara una carta—, le he escrito el necesario acuse de recibo. Sería absurdo andarse con ceremonias con el inofensivo anciano que nos topamos en el puente. ¡Qué voluminoso es! Y qué extraordinaria la pipa que lleva consigo; ¡es casi tan voluminosa como él!

¡Ay del señor Engelman! No pude evitar decir unas palabras en su favor al ver que la viuda hablaba de él con tan sincero y cruel desdén.

—Aunque sólo la vio unos momentos, ya es su rendido admirador —dije.

—¿Lo es? —se mostraba tan absolutamente indiferente a la admiración del señor Engelman que casi era incapaz de tomarse el trabajo de dar la respuesta habitual. De inmediato cambió de tema—. ¿Así que le ha escrito a Fritz? —continuó—. ¿También le ha escrito a su tía?

—Sí, con el mismo correo.

—Fundamentalmente de asuntos de negocios, sin duda. ¿Resultaría indiscreto de mi parte preguntarle si incluyó unas palabritas sobre las esperanzas que tengo cifradas en la llegada a Frankfurt de la señora Wagner?

La pregunta parecía brindarme una buena oportunidad de moderar sus «esperanzas», en bien de su hija y de sí misma.

—No me pareció aconsejable mencionarle el tema… al menos por el momento —respondí—. Existe una seria diferencia de opiniones entre la señora Wagner y el señor Keller sobre un tema relacionado con la administración de la oficina de Frankfurt. Digo que es serio, porque ambos mantienen sus criterios con igual firmeza. El señor Keller le escribió a mi tía con el correo de ayer; y me temo que todo termine con un intercambio de cartas airadas entre ellos.

Advertí que la había sobresaltado. De repente, acercó su silla a la mía.

—¿Cree que esa correspondencia retrase la partida de Inglaterra de su tía? —preguntó.

—Todo lo contrario. Mi tía es una persona muy decidida, y eso puede acelerar su partida. Pero me temo que no la predisponga a pedirle ningún favor al señor Keller, ni a inmiscuirse en sus problemas personales. Todo intercambio amistoso entre ambos resultará imposible si impone su autoridad de socio principal y lo obliga a someterse a una mujer en una cuestión de negocios.

Se reclinó en su asiento.

—Comprendo —dijo desmayadamente.

Mientras hablábamos, Minna había avanzado hasta la ventana y había permanecido allí, mirando hacia fuera. De repente, cuando su madre habló, se volvió hacia nosotros.

—¡Mamá!, el hijito de la casera acaba de salir. ¿Quieres que dé unos golpecitos en la ventana para llamarlo de regreso?

La viuda se incorporó con un esfuerzo.

—¿Para qué, mi amor? —preguntó con aire ausente. Minna señaló la repisa de la chimenea.

—Para llevarle tu carta al señor Engelman, mamá.

Madame Fontaine le lanzó una mirada a la carta, hizo una breve pausa y respondió:

—No, mi vida, deja que el niño se vaya. En este momento no importa.

Se volvió hacia mí, con una abrupta recuperación de sus maneras de costumbre.

—Afortunadamente para mí, soy una persona optimista —prosiguió—. Siempre esperé lo mejor; y (sabiendo el bondadoso motivo que lo anima al decirme lo que me ha dicho) seguiré esperando lo mejor. Minna, querida, el señor David y yo hemos hablado de temas fastidiosos hasta cansarnos. Ofrécenos un poco de música —mientras su hija abría, obediente, el piano, volvió a contemplar las flores.

—¿Le gustan las flores, David? —continuó—. ¿Es usted un entendido en la materia? Yo soy una ignorante admiradora de los hermosos colores, y disfruto sus deliciosos perfumes; de nada más soy capaz. Fue realmente muy amable su viejo amigo, el señor Engelman. ¿Participa él en esta deplorable diferencia de opiniones entre su tía y el señor Keller?

¿Qué significaba esta nueva mención al señor Engelman? ¿Y por qué había declinado enviarle la carta cuando se había presentado la oportunidad de mandársela con el chico?

Perturbado por las dudas que me sugerían esas consideraciones, cometí una imprudencia: le contesté con tanta reserva que la puse en guardia. Todo lo que dije fue que suponía que el señor Engelman estaba de acuerdo con el señor Keller, pero que los socios no me hacían depositario de su confianza. A partir de ese momento, se percató de mis intenciones y guardó silencio sobre el tema del señor Engelman. Hasta el canto de Minna había perdido su encanto para mí. Sentí alivio cuando pude presentar mis excusas y marcharme.

En mi camino de regreso a la calle Main, cuando pude al fin reflexionar con libertad, mis dudas comenzaron a convertirse en incuestionables sospechas. Madame Fontaine tenía pocas esperanzas, después de lo que yo le contara, de obtener la trascendental entrevista con el señor Keller gracias a la intercesión de mi tía. ¿Se propondría probar qué podía hacer por ella la influencia de que gozaba el señor Engelman con su socio? ¿Destruiría su formal acuse de recibo de las flores en cuanto yo hubiera vuelto la espalda y le enviaría una segunda carta, en la que lo alentara a visitarla? ¿Y lo echaría a un lado, sin ceremonias, cuando le hubiera facilitado el logro de su objetivo?

Esos eran los pensamientos que me inquietaron durante mi regreso a la casa. Cuando nos encontramos para la cena, varias horas después, mis peores previsiones se convirtieron en realidad. El pobre e inocente señor Engelman vestía con extraordinaria elegancia y estaba de un humor excelente. El señor Keller le preguntó en son de broma si se iba a casar. Ebrio de felicidad como se hallaba, el señor Engelman se mostró atrevido; ¡le replicó nada menos que con una broma sobre el peliagudo tema del empleo femenino!

—¿Quién sabe lo que sucederá cuando tengamos empleadas jóvenes en la oficina? —exclamó alborozado.

El señor Keller se enojó tanto que guardó silencio durante toda la comida. Cuando el señor Engelman salió de la habitación, me escurrí detrás de él.

—Va a casa de Madame Fontaine —le dije.

Sonrió con malicia.

—No se trata más que de una pequeña visita vespertina, David. ¡Ajá!, los jóvenes no pueden quedarse con todo —posó su mano con ternura sobre el bolsillo superior izquierdo de su abrigo—. ¡Qué carta tan adorable! —dijo—. La llevo aquí, sobre el corazón. No, los sentimientos de una mujer son sagrados; no debo enseñársela.

Estaba a punto de contarle toda la verdad, cuando el recuerdo de Minna me contuvo por el momento. Mi interés en preservar la tranquilidad del señor Engelman estaba en abierto conflicto con mi interés en el matrimonio de mi buen amigo Fritz. Además, ¿acaso era probable que lo que pudiera decirle surtiera el menor efecto sobre el ofuscado anciano en el primer fervor de su enamoramiento? Pensé que era mejor hacerle una advertencia de carácter general y esperar el curso de los acontecimientos.

—Una palabra sólo para usted —dije—. Hasta las mujeres mejores tienen sus defectos. Encontrará a Madame Fontaine encantadora, pero no se apresure a creer que habla en serio.

El señor Engelman se sintió infinitamente halagado, y lo admitió sin la menor reserva.

—¡Oh, David, David!, ¿ya está celoso de mí? —dijo.

Se puso el sombrero (desenfadadamente inclinado hacia un lado), hizo un molinete con su bastón y se marchó de la habitación. Por primera vez desde que lo conocía, se fue sin su pipa; y (lo que constituía un síntoma aún más grave) realmente no parecía extrañarla.