CAPÍTULO XVIII
No había nadie desayunando cuando bajé a la mañana siguiente. Era la primera vez que no encontraba al señor Keller sentado a la mesa. Hasta ese día nos había dado a su socio y a mí ejemplo, levantándose temprano. Acababa de reparar en su ausencia cuando el señor Engelman llegó a la habitación con un rostro grave y ansioso, que proclamaba que algo no andaba bien.
—¿Dónde está el señor Keller? —pregunté.
—En cama, David.
—Confío en que no esté enfermo.
—No sé qué le ocurre, querido muchacho. Dice que pasó una mala noche y que no puede levantarse de la cama y atender el negocio, como de costumbre. Debe ser la atmósfera enclaustrada del teatro, ¿no cree?
—¿Y si le preparo una reconfortante taza de té tal como lo hacemos en Inglaterra? —sugerí.
—¡Sí! ¡Sí! Y súbasela usted mismo. Me gustaría saber qué opina de él.
Mi primera ojeada al señor Keller me alarmó. Una terrible apatía se había adueñado de ese hombre normalmente intranquilo y enérgico. Estaba casi inmóvil, excepto por un temblor intermitente de las manos, apoyadas sobre el cobertor. Abrió los ojos un momento cuando me dirigí a él, y después los volvió a cerrar, como si el esfuerzo de fijar la vista en algo lo agotara. Negó débilmente con la cabeza cuando le ofrecí la taza de té, y dijo en un murmullo destemplado:
—¡Déjeme tranquilo!
Miré su agua de cebada. Tanto la jarra como el vaso estaban completamente vacíos.
—¿Tuvo sed anoche?
Con el mismo murmullo destemplado me contestó:
—¡Una sed terrible!
—¿Y ahora no tiene sed?
Se limitó a repetir lo que ya me había dicho:
—¡Déjeme tranquilo!
Estaba allí tirado, sin querer nada, sin interesarse en nada; su rostro tenía ya una apariencia cadavérica y marchita, y a intervalos regulares el temblor seguía sacudiendo sus manos impotentes.
Enviamos de inmediato por el médico que había atendido sus insignificantes dolencias en otros momentos.
Hay algunos miembros de la profesión médica que resultan muy conocidos en todos los países: me refiero a los que no son lo bastante honestos como para confesarlo cuando se sienten perplejos. Nuestro médico era uno de ellos. Declaró que el paciente sufría de una fiebre baja (o de origen nervioso), pero al señor Engelman le pareció, como me pareció a mí, que se sentía obligado a decir algo, y que lo decía sin sentirse seguro acerca de lo acertado de su afirmación. Hizo su prescripción y prometió hacernos una segunda visita más tarde ese mismo día. Madre Bárbara, el ama de llaves, ya había asumido el papel de enfermera. La déspota doméstica hacía sentir su tiranía hasta en el cuarto del enfermo. Manifestó que se marcharía de la casa si cualquier otra mujer intentaba entrar en ella como enfermera.
—Cuando mi amo está enfermo, mi amo me pertenece —dijo Madre Bárbara.
Era obviamente imposible que una mujer de tan avanzada edad pudiera velar día y noche a la cabecera del paciente. En nombre de la paz, decidimos esperar hasta el día siguiente. Me comprometí a que si para entonces el señor Keller no daba señales de mejoría, haría indagaciones en el hospital para encontrar una enfermera debidamente cualificada.
Más tarde, ese día, nuestras dudas sobre el médico se vieron confirmadas. Delató su perplejidad sobre el verdadero «diagnóstico» del paciente al traer consigo, en su segunda visita, a un colega a quien presentó como el doctor Dormann, con quien nos pidió permiso para hacer una consulta junto a la cabecera del enfermo.
El nuevo médico era el más joven de los dos, y, evidentemente, el de criterios más firmes.
Su reconocimiento del enfermo fue extremadamente paciente y cuidadoso. Nos preguntó detalladamente sobre el período en que había aparecido la enfermedad, el estado de la salud del señor Keller inmediatamente antes, los primeros síntomas que habíamos notado, qué había comido, que había bebido, y otras cosas semejantes. Seguidamente, quiso entrevistarse con todos los habitantes de la casa que tenían acceso al cuarto. Escrutó con mirada firme los rostros del ama de llaves, el doméstico y la fregona, a medida que entraron uno tras otro en la habitación, y después los despidió sin hacer ningún comentario. Por último, sorprendió a su anciano colega al proponer que se administrara un emético. No hubo manera de que diera sus razones.
—Si demuestro estar en lo cierto, sabréis mi razones. Si demuestro estar equivocado, basta con que lo admita, y no se necesitarán razones. Desalojad la habitación, administrad el emético y mantened la puerta cerrada hasta que yo vuelva.
Tras esas postreras indicaciones, se apresuró a marcharse de la casa.
—¿Qué puede querer decir? —dijo el señor Engelman abriendo la marcha de los que salíamos del cuarto.
El anciano doctor que había quedado a cargo del paciente oyó sus palabras y las respondió, pero no dirigiéndose al señor Engelman, sino a mí. Me tomó del brazo cuando yo salía de la habitación.
—¡Veneno! —susurró el médico en mi oído—. Manténgalo en secreto, pero eso es lo que quiere decir.
Corrí a mi cuarto y me encerré en él. Al oír esa palabra, «veneno», la atroz insinuación de Frau Meyer cuando hiciera referencia al botiquín perdido del doctor Fontaine se asoció de inmediato en mi memoria con la sospechosa intromisión de Madame Fontaine en el cuarto del señor Keller. ¡Santo Dios! ¿Acaso no la había sorprendido muy cerca de la mesa donde estaba el agua de cebada? ¿Y no había oído al doctor Dormann decir «¡Es una lástima!», cuando se le dijo que el paciente se la había tomado toda y que la jarra y el vaso, como de costumbre, ya se habían lavado? En los primeros momentos creo, sinceramente, que debo haber estado fuera de mí, tan completamente me abrumaba el horror de mis propias sospechas. Tuve sólo la cordura suficiente para mantenerme alejado del señor Engelman hasta que mi mente recuperó, hasta cierto punto, su acostumbrado equilibrio.
Cuando recobré la capacidad para pensar de manera lógica, comencé a sentirme avergonzado del pánico que se había adueñado de mí.
¿Qué podía ganar la viuda con la muerte del señor Keller? Por el contrario, todo su interés en el futuro de su hija se centraba en la posibilidad de que éste viviera lo bastante para avergonzarse de sus prejuicios y consentir en el matrimonio. Matarlo con el propósito de hacer que Fritz no se viera sometido a la autoridad de su padre sería un acto tan atroz en sí mismo, y que con tanta seguridad separaría para siempre a Minna y a Fritz, en el caso perfectamente posible de que se descubriera, que deseché la idea de esa posibilidad como podría haber desechado la de cometer deliberadamente una acción deshonrosa. El doctor Dormann se había apresurado temerariamente a llegar a una conclusión falsa: esa fue la única reflexión reconfortante que se me ocurrió. Abrí mi puerta de un golpe, frenético de impaciencia por conocer el resultado del emético, fuera cual fuese el giro que tomaran los acontecimientos.
El experimento había sido realizado durante mi ausencia. El señor Keller había caído en un sueño inestable. El doctor Dormann cerraba el maletín en el que había traído de su casa el aparato para la prueba. Incluso ahora no hubo manera de convencerlo de que manifestara francamente sus sospechas.
—Es curioso ver cómo las especulaciones de los mortales sobre los acontecimientos por lo general se resuelven en conjuntos de tres elementos. ¿Le hemos dado el emético demasiado tarde? ¿Son insuficientes mis pruebas? ¿O estoy completamente equivocado? —se volvió hacia su anciano colega—. Mi querido doctor, me doy cuenta de que quiere usted una respuesta categórica. ¡No tiene por qué marcharse de la habitación, señor Engelman! En lo que a mí concierne, no los engañaré a usted y a su amigo, el joven caballero inglés, ni un instante. Aprecio en el paciente un misterioso desvanecimiento de las energías vitales, que no está acompañado por los síntomas de ninguna enfermedad que me resulte conocida y a la cual pueda apuntar como la causa. En lenguaje llano, lo que les estoy diciendo es que no logro entender la enfermedad del señor Keller.
Era quizás debido a razones de delicadeza que insistía en hacer un innecesario misterio de sus sospechas. En cualquier caso, resultaba evidente que era un hombre que despreciaba toda charlatanería desde el fondo de su corazón. El anciano doctor lo miró con el ceño fruncido por la desaprobación, como si su franca confesión hubiera violado las leyes no escritas del protocolo médico.
—Si me permiten seguir el caso bajo la supervisión de mi respetado colega, me sentiré complacido de someter a su aprobación cualquier tratamiento paliativo que se me ocurra —prosiguió—. Mi respetado colega sabe que siempre estoy dispuesto a aprender.
Su respetado colega le hizo una inclinación formal, consultó su reloj y se apresuró a marcharse a ver otro paciente. El doctor Dormann, después de tomar su sombrero, se detuvo a contemplar a Madre Bárbara, profundamente dormida en su sillón junto a la cama.
—Mañana les buscaré una enfermera competente —dijo—. No, no una de las del hospital; queremos a alguien de sentimientos más delicados y manos más tiernas que las de ellas. Mientras tanto, uno de ustedes debe velar esta noche junto al señor Keller. Si no me necesitan antes, estaré con ustedes mañana por la mañana.
Me ofrecí para velar, y prometí llamar al señor Engelman si aparecían síntomas alarmantes. La vieja ama de llaves, tras despertar de su primer sueño, insistió en mandarme a la cama y ocupar mi lugar. Yo estaba demasiado preocupado e intranquilo (si se me permite la excusa) como para mostrarme tan indulgente como de costumbre. Por una vez, Madre Bárbara se dio cuenta de que tenía que vérselas con una persona resuelta. En un momento menos angustioso, su rabia y su sorpresa cuando dirimí la disputa sacándola del cuarto y cerrando la puerta habrían resultado irresistiblemente cómicas.
Poco después llegó Joseph con un mensaje. Si no había necesidad inmediata de su presencia en el cuarto, el señor Engelman saldría a tomar un poco de aire fresco antes de retirarse a dormir. Su presencia no era necesaria, así que lo envié a los bajos con ese mensaje.
Una hora después, el señor Engelman entró a ver a su viejo amigo y a dar las buenas noches. Tras un período de intranquilidad, el paciente se había calmado y dormitaba bajo los efectos de su medicina. Aun tras hacer todas las concesiones al pesar y la ansiedad que necesariamente debía sentir el señor Engelman en esas circunstancias, me percaté de que tenía un aire ausente y confundido. Parecía como un hombre con un peso en la mente que teme revelar y es incapaz de hacer a un lado.
—Hay que encontrar a alguien que entienda el caso, David —dijo, mirando el cuerpo indefenso sobre el lecho.
—¿A quién podemos encontrar? —pregunté.
Me deseó buenas noches sin contestarme. No es una exageración afirmar que pasé la noche junto al lecho en un lamentable estado de indecisión y suspenso. El experimento del doctor no había demostrado de manera incontrovertible que sus dudas no tuvieran fundamento. Siendo así las cosas, ¿no era mi inocultable deber revelarles a los médicos lo que había visto al regresar a la casa en busca de los prismáticos del señor Keller? Mientras más pensaba en ello, más me espantaba la idea de lanzar una terrible acusación contra la madre de Minna, que perseguiría a una mujer inocente durante todo el resto de su vida. ¿Qué pruebas tenía yo de que me mintiera acerca del boceto y la repisa de la chimenea? Y sin pruebas, ¿cómo atreverme a pronunciar palabra? En los intervalos en que el enfermo no requería de mis cuidados, lograba tomar la firme decisión de guardar silencio. Pero cuando necesitaba su medicina, cuando las almohadas demandaban un pequeño arreglo, cuando veía sus pobres ojos abrirse y contemplarme con la mirada perdida, mi resolución me abandonaba, retornaba mi indecisión, la horrenda necesidad de hablar volvía a presentárseme y me sacudía hasta el alma. Nunca, en ninguna de las pruebas a las que posteriormente me ha sometido la vida, he pasado una noche como la que pasé junto a la cabecera del señor Keller.
Cuando la luz del nuevo día brilló en la ventana, se hizo claramente visible que los síntomas denotaban un empeoramiento del paciente. La apatía era más profunda, el aspecto cadavérico del rostro se había acentuado, los intervalos entre los accesos del temblor nervioso eran cada vez más cortos. Sucediera lo que sucediera, me sentía obligado, cuando el doctor Dormann llegara para su prometida visita, a informarle que otra persona, además de los sirvientes y nosotros, había tenido acceso en secreto al cuarto del señor Keller.
Estaba tan agotado por la agitación y la falta de sueño —y lo mostraba, supongo de manera tan clara— que el bueno del señor Engelman insistió en que lo dejara a cargo del enfermo y me retirara a descansar. Me acosté y dejé entreabierta la puerta de mi cuarto, decidido a oír los pasos del doctor en la escalera y a hablarle en privado después de que reconociera al paciente.
Si hubiera tenido veinte años más, habría logrado llevar a termino lo que me había propuesto. Pero para los jóvenes el sueño es una necesidad suprema, y la naturaleza insiste en que se obedezca su piadosa ley. Recuerdo haberme sentido soñoliento, incorporarme de un salto en la cama y caminar por el cuarto para mantenerme despierto, volverme a acostar vencido por la fatiga y, después… ¡olvido total! ¡Cuándo desperté y miré mi reloj, me di cuenta de que había dormido profundamente nada menos que seis horas!
Sorprendido y avergonzado —temeroso de lo que podía haber sucedido en ese largo intervalo— me apresuré a dirigirme al cuarto del señor Keller y golpeé suavemente a la puerta.
Una voz de mujer me respondió:
—¡Adelante!
Me detuve con la mano en la puerta; la voz me resultaba familiar. Por un momento dudé de si habría enloquecido o soñaba. La voz repitió suavemente:
—¡Adelante!
Entré en el cuarto.
¡Allí estaba, sentada junto al lecho, sonriendo tranquila y llevándose un dedo a los labios! Con la misma claridad con que veía los objetos familiares en la habitación y el cuerpo postrado en la cama, ¡vi a Madame Fontaine!
—No hable alto —dijo—. Su sueño es muy ligero, no se le debe molestar.
Me acerqué a la cama y lo miré. Su rostro mostraba un leve toque de color; su frente estaba húmeda; sus manos reposaban tan inmóviles sobre el cobertor, en medio del bendito reposo del que disfrutaba, como las manos de un niño dormido. Miré a Madame Fontaine.
Volvió a sonreír; mi extraordinario asombro parecía divertirla.
—Está enteramente a mi cuidado, David —dijo, mirando con ternura a su paciente—. Baje a reunirse con el señor Engelman. Aquí no se debe hablar.
Enjugó suavemente el sudor de la frente del enfermo; colocó suavemente sus dedos sobre el pulso. Después se reclinó en el sillón, con los ojos clavados con mudo interés en el hombre dormido. Era el ideal de la enfermera de elevados sentimientos y manos tiernas de que había hablado el doctor Dormann cuando nos vimos por última vez. Cualquier extraño que hubiera echado una ojeada en el cuarto en ese momento, habría dicho: «¡Qué cuadro tan encantador! ¡Qué esposa tan devota!».