CAPÍTULO XXIII

Las circunstancias habían obligado a mi tía a realizar la última etapa de su viaje a Frankfurt con el correo de la noche. Había hecho una simple parada en nuestra casa, de camino al hotel, ya que no se sentía inclinada a abusar de la hospitalidad de sus socios estando acompañada, como lo estaba, por un retrasado mental como Jack. No obstante, el señor Keller se negó incluso a oír que la socia principal de la firma se viera reducida a aceptar una bienvenida mercantil en un hotel. Todo un ala de la casa, situada exactamente encima de las oficinas, estaba lista a la espera de la llegada de la señora Wagner. Se bajó el equipaje del coche y mi tía se vio obligada por las leyes de la cortesía y de la amistad a ceder.

Fue Joseph quien me comunicó esas noticias a mi regreso de una visita temprana a uno de nuestros almacenes en las márgenes del río. Cuando pregunté si podía ver a mi tía, me informó que ya se había retirado a descansar en sus habitaciones, después de las fatigas de siete horas de viaje nocturno.

—¿Y dónde está Jack Straw? —pregunté.

—Trastornando todas las costumbres de la casa, señor —respondió Joseph.

La voz de Fritz me llamó desde las regiones inferiores del edificio.

—Baje, David; ¡aquí hay algo que vale la pena ver!

Descendí de inmediato a las estancias de los sirvientes. Allí, agachado en un rincón del frío corredor de piedra que constituía el medio de comunicación entre las cocina y las escaleras, vi de nuevo a Jack Straw, en la misma postura en que lo había conocido en Bedlam, salvo por el encierro, las cadenas y la paja.

A no ser por el cabello prematuramente gris y la extraña palidez amarillenta de su tez, dudo si lo habría reconocido. Se veía grueso y feliz; llevaba un traje limpio y favorecedor, con una flor en el ojal y lazos en los zapatos. En una palabra, en lo que a vestuario concernía, podía tomársele por el paje de una dama, ataviado bajo la supervisión de su ama.

—¡Ahí está, y ahí pretende quedarse hasta que su tía despierte y lo mande a buscar! —dijo Fritz.

—Poniendo nerviosas a las sirvientas que van a realizar sus tareas —añadió Joseph con aire de suprema aversión—, ¡y congelándose en ese rincón cuando podría estar cómodamente sentado junto al fuego de la cocina!

Jack escuchó sus palabras con irónico aire de aprobación.

—Eso está muy bien, Joseph —comentó—. Ven acá: quiero decirte algo. ¿Ves esa campanilla? —señaló a una hilera de campanillas dispuestas a lo largo de la parte superior de la pared del corredor, y apuntó a una de ellas, que llevaba el número diez—. Me han dicho que esa es la campanilla del cuarto del Ama —continuó, llamando aún a mi tía por el apelativo que le había dado cuando se conocieron en el manicomio—. ¡Muy bien, Joseph! No quiero estorbar; pero nadie en esta casa debe darse cuenta antes que yo de que ha sonado esa campanilla. Aquí me quedo hasta que el Ama la haga sonar, y entonces os libraréis de mí; me mudaré a la alfombrilla que está ante su puerta y aguardaré a que me silbe. Ahora puedes irte. He ahí a un pobre retrasado —dijo cuando Joseph se retiró—. ¡Señor! ¡Cuántos como él hay en este mundo!

Fritz rompió a reír.

—Me temo que sea usted otro de ellos —dijo Jack contemplándolo con la más sincera compasión.

—¿Me recuerda? —le pregunté.

Jack asintió con aire condescendiente.

—¡Oh, sí!, el Ama ha hablado de usted. Les conozco a ambos. Usted es David y él es Fritz. ¡Muy bien! ¡Muy bien!

—¿Cómo fue el viaje desde Londres? —pregunté a continuación.

Estiró brazos y piernas y bostezó.

—Oh, fue un viaje bastante bueno. Habríamos estado mejor sin el postillón y la doncella. El postillón es un hombre alto. No me gustan los hombres altos. Yo mido cinco pies; esa es la estatura adecuada para un postillón. Yo me habría podido encargar de todo el trabajo y ahorrarle ese dinero al Ama. Su doncella también es alta y de manos torpes. Yo podría peinar al Ama mucho mejor que la doncella, si me lo permitiera. La verdad es que quisiera hacerle todo lo que necesita. Nunca me sentiré totalmente contento hasta que no sea su único sirviente.

—Ah, sí —dijo Fritz, conviniendo con él, llevado de su buen natural—. Es usted un hombrecito agradecido; no olvida lo que la señora Wagner ha hecho por usted.

—¿Qué no lo olvido? —replicó Jack con desdén—. Mire, si no puede hablar con más sensatez, sería mejor que se aguantara la lengua —se volvió para apelar a mí—. ¿Oyó alguna vez a alguien como este Fritz? ¡Le parece maravilloso que yo recuerde el día en que el Ama me sacó de Bedlam!

—¡Ah, Jack, ese fue un gran día en tu vida!, ¿no es cierto?

—¿Un gran día? ¡Oh, Señor que estás en los cielos! ¿Existen acaso palabras lo bastante excelsas como para describirlo? —se levantó de un salto, trastornado por el súbito tumulto de sus propios recuerdos—. ¡El sol, el tibio, dorado, bendito, hermoso sol, nos dio la bienvenida cuando salimos por la puerta, y la alegría casi me vuelve loco de remate! Cuarenta mil demonios, pequeños demonios vivaces, tentadores, del color de la paja (¡y tenga en cuenta que los conté!), me treparon encima. Se me sentaron en los hombros, me hacían cosquillas en las manos, se me enredaban en el pelo, y me gritaban todos a coro, como una jauría de perros. «¡Oye, Jack, te estamos esperando; ya te quitaron las cadenas, el sol brilla y el coche del Ama está a las puertas! ¡Únetenos, Jack, en un buen aullido; un hermoso, desgarrador, penetrante, aterrorizador aullido de loco!». Me arrodillé en el piso del coche y me agarré a las faldas del vestido del Ama. «¡Míreme», le dije; «no voy a romper a gritar, no la voy a asustar, aunque me muera! ¡Sólo ayúdeme con sus ojos! ¡Sólo míreme!». Y ella me sentó en el asiento delantero del coche, frente a ella, y no me quitó los ojos de encima durante todo el trayecto hasta que llegamos a su casa. «Yo creo en ti, Jack», me dijo. Y yo ni siquiera despegué los labios para contestarle, tan decidido estaba a quedarme callado. ¡Ja! ¡Ja! ¡Cómo hubierais gritado vosotros dos en mi lugar!

Volvió a sentarse en su rincón, encantado con su visión de cómo habríamos gritado de haber estado en su lugar.

—¿Y qué hizo el Ama cuando llegaron a la casa? —pregunté.

De repente lo abandonó toda su alegría. Levantó una mano y la agitó suavemente.

—Habla usted muy alto, David —dijo—. Toda esa parte hay que contarla en voz muy queda, porque es toda hermosa, amable, buena. En el cuarto había un cuadro de ángeles que tocaban sus arpas. Querría tener los ángeles y las arpas para que me ayudaran a contárselo. Fritz, ese que está ahí, entró con nosotros y me dijo que era un dormitorio, pero yo sabía que no era eso; yo sabía que era el cielo. Mire: recordé la prisión, la oscuridad, el frío, las cadenas y la paja, y le di el nombre de cielo. Ustedes pueden decir lo que quieran; el Ama dijo que yo tenía razón.

La deslumbrante sensación de su propia valía le hizo cerrar los ojos y sumirse en sus pensamientos. Fritz, sin proponérselo, lo despertó de su ensueño al proseguir la historia de la llegada de Jack a su cuarto.

—Nuestro amiguito —comenzó Fritz en tono confidencial—, hizo la cosa más extraña que sea dable imaginar cuando se instaló en su nueva pieza. Era un día frío, pero insistió en apagar el fuego. Después le echó un vistazo a la ropa de cama y…

Jack abrió solemnemente los ojos y detuvo en ese punto la narración.

—Usted no es la persona adecuada para contarlo —dijo—. Sólo una persona que me comprenda puede hacerlo. No tema quedarse sin saberlo, David. Yo me comprendo a mí mismo; yo se lo contaré. Usted vio en qué clase de lugar vivía y dormía yo en el manicomio, ¿no es así?

—Lo vi, Jack, y nunca lo olvidaré.

—Ahora imagine lo que era, para empezar, tener una habitación. Y añada, si me hace el favor, un fuego, y una luz, y una cama, y mantas, y sábanas, y almohadas, y ropas, espléndidas ropas nuevas, ¡para mí! Y entonces pregúntese si hay hombre que pueda soportar que todas esas cosas se le vengan encima (menos de una hora después de haber salido de Bedlam) sin perder totalmente la cabeza y chillar de placer. No, no. Si una cualidad poseo, es la de tener un arraigado sentido común. ¡Volví a arrodillarme ante ella! «Si tiene usted piedad de mí, Ama, permítame hacerme de estas cosas poco a poco. ¡Le juro por mi alma que no puedo digerirlas todas a la vez!». Ella me entendió. Apagamos el fuego, con lo que sorprendimos a Fritz, esa persona imperfecta. Ese poquito del frío de Bedlam me mantuvo cómodo y tranquilo. Estuvo bien la cama esa noche… ¡pero que el cielo me apartara de las mantas, las sábanas y las almohadas hasta que fuera capaz de soportarlas! Y en cuanto a ponerme abrigo, chaleco y pantalones, todo a la vez, a la mañana siguiente, lo más que logré, cuando me vi con mis pantalones puestos, fue dar una orden con voz de caballero: «¡Fuera todo lo demás! ¡La camisa para mañana, el chaleco para el día siguiente, y el abrigo —si es que puedo verlo sin echarme a gritar— otro!». Un proceso gradual, David, ¿comprende? Y todas las mañanas el Ama me ayudaba, repitiéndome las palabras que había dicho en el coche. «Yo creo en ti, Jack». Pregúntele cuando se levante si alguna vez la asusté desde el día en que me llevó a su casa —le lanzó otra mirada a Fritz, con el mismo resentimiento—. ¿Entiende ahora lo que hice cuando llegué a mi nuevo cuarto? ¿Fritz forma parte de la firma, David? Si es así, va a requerir mucha vigilancia. Venga acá; quiero hablar con usted.

Volvió a incorporarse y, tras tomarme del brazo con aire de gran importancia, me apartó unos pasos, aunque no los suficientes para perder de vista la campanilla de mi tía.

—He oído que le llaman Frankfurt al lugar donde nos encontramos —comenzó—. ¿Es así?

—¡Así mismo!

—¿Y aquí hay un negocio, como el de Londres?

—Correcto.

—¿Y el Ama es el Ama aquí también, como en Londres?

—Sí.

—Muy bien, en ese caso, quiero que me aclare algo. ¿Qué hay con las Llaves?

Lo miré sin entender una palabra de lo que quería decir con su última pregunta. Dio una patada de impaciencia.

—¿Quiere decirme, David, que no está enterado del puesto que yo desempeñaba en la oficina de Londres?

—¡No, Jack!

Se alzó en toda su estatura, cruzó los brazos al frente y me miró desde la inconmensurable altura de su superioridad.

—¡En Londres yo era el Guardián de las Llaves! —anunció—. Y lo que quiero saber es si seré el Guardián de las Llaves aquí.

Ahora me resultaba evidente que mi tía —siguiendo el sabio plan de cultivar el sentido de la responsabilidad del pobre hombre— le había encomendado el cuidado de unas llaves y lo había estimulado a hacer punto de honor el mostrarse digno de ese pequeño encargo. No tenía ninguna duda de que encontraría algún medio de seguirle la corriente del mismo modo en Frankfurt.

—Aguarde a que suene la campanilla y quizás encontrará las Llaves esperándole en la habitación del Ama —respondí.

Se frotó las manos encantado.

—¡Eso es! —dijo—. Vigilemos la campanilla.

Cuando se volvió para regresar a su rincón, nos llegó la voz de Madame Fontaine desde lo alto de la escalera de la cocina. Le hablaba a su hija. Jack se paró en seco y aguardó, con los ojos vueltos hacia la escalera.

—¿Dónde está la otra persona que vino con la señora Wagner? —preguntó la viuda—. Es un hombre con un extraño nombre inglés. ¿Sabes, Minna, si ya le prepararon su habitación?

Mientras hablaba bajó la escalera, avanzó por el pasillo y descubrió a Jack Straw. En un instante desaparecieron sus maneras lánguidas e indiferentes. Bajo sus pesados párpados, sus ojos se abrieron desmesuradamente. Se quedó inmóvil, como una mujer petrificada por la sorpresa, o quizás por el terror.

—¡Hans Grimm! —la oí murmurar—. ¡Santo cielo! ¿Qué lo trae a él aquí?