CAPÍTULO VI

A nuestro regreso, me encontré a Fritz Keller fumando su pipa en el jardín tapiado que quedaba en la parte posterior de la casa. Quizás valga la pena recordar que, en esos tiempos, los comerciantes londinenses chapados a la antigua aún tenían su residencia en el piso superior de sus oficinas. El negocio del difunto señor Wagner abarcaba dos espaciosas casas contiguas, que se comunicaban por el interior. Una de esas edificaciones albergaba las oficinas y los almacenes. La otra (que tenía un jardín en la parte trasera) era la residencia de la familia.

Fritz avanzó en mi dirección y después se detuvo, con un súbito cambio en sus maneras.

—Algo ha ocurrido —dijo—; ¡se lo veo en el rostro! ¿Tiene el loco algo que ver en el asunto?

—Sí. ¿Quiere que le cuente lo que ha sucedido, Fritz?

—Ni por todo el oro del mundo. Mis oídos son sordos a todas las narraciones terribles y penosas. Me imaginaré al loco; hablemos de otra cosa.

—Probablemente lo verá, Fritz, en el plazo de unas pocas semanas.

—No irá a decirme que va a venir a esta casa.

—Me temo que sea muy probable, por decir lo menos.

Fritz me miró con el aire de un hombre que ha sido alcanzado por un rayo.

—Hay ciertas revelaciones que son demasiado angustiosas para recibirlas de pie —dijo a su peculiar manera—. Sentémonos.

Abrió la marcha en dirección a un cenador ubicado al final del jardín. Sobre la mesa de madera vi una botella de la cerveza inglesa que mi amigo tanto apreciaba, y sendos vasos a ambos lados de ella.

—Tuve el presentimiento de que necesitaríamos algo así para que nos reconfortara —dijo Fritz—. Llene su vaso, David, y suelte lo peor de inmediato, antes de que lleguemos al fondo de la botella.

Solté primero lo mejor, esto es, le conté lo que he relatado en las páginas precedentes. Fritz sintió un profundo interés y suma compasión por Jack Straw, pero ni por un momento experimentó la confianza que le inspiraba a mi tía.

—Jack merece toda nuestra compasión —comentó—; pero Jack es también un volcán humeante, y los volcanes humeantes hacen erupción cuando las leyes de la naturaleza se lo ordenan. Mi única esperanza está cifrada en el señor superintendente. Con seguridad no dejará a ese loco suelto entre nosotros, sólo con su tía para aguantar su cadena. ¿Cuáles fueron sus palabras exactas cuando dejaron a Jack y sostuvieron la conversación en la recepción? Un minuto, amigo mío, antes de que comience —dijo Fritz, mientras tanteaba debajo del banco donde estábamos sentados—. Tuve un segundo presentimiento de que quizás necesitaríamos otra botella… ¡y aquí está! Llene su vaso y desempeñemos nuestros respectivos papeles: usted el de provocar y yo el de resistir una severa conmoción de la moral. Creo, David, que esta segunda botella está aún más deliciosamente espumeante que la primera. Y bien, ¿qué dijo su tía?

Mi tía había dicho mucho más de lo que yo podía contarle.

En resumen, se trataba de lo siguiente: tras ver el látigo y ver las cadenas y ver al hombre, ¡había decidido emprender el peligroso experimento que su esposo habría realizado de no haber muerto! En cuanto a los medios para lograr que le dieran el alta del hospital a Jack Straw, la influyente persona que insistiera en que lo recibieran en la institución, a contrapelo de las regulaciones, podría también insistir en que lo liberaran, y se podría llegar a ella gracias a la intercesión del mismo funcionario cuyo interés en el asunto despertara el señor Wagner en los últimos días de su vida. Después de explicar sus planes futuros en esos términos, mi tía apeló al abogado para que redactara formalmente la expresión de sus deseos e intenciones, como documento preliminar para someter a la consideración de los directivos del asilo.

—¿Y qué dijo el abogado? —inquirió Fritz después de que le informara sobre ese proceder inicial de mi tía.

—El abogado declinó satisfacer su petición, Fritz. Dijo: «Sería inexcusable que, incluso un hombre, corriera ese peligro. No creo que haya otra mujer en Inglaterra a quien se le pudiera ocurrir algo semejante». Esas fueron sus palabras.

—¿Produjeron algún efecto en ella?

—Ni el menor. Se disculpó por haberle hecho perder su precioso tiempo y le deseó buenos días. «Si nadie me ayuda», dijo tranquilamente, «tendré que ayudarme yo misma». Entonces se volvió hacia mí. «Has visto con cuánto cuidado y delicadeza trabaja el pobre Jack», dijo; «lo has visto tentado a perder la cabeza, y no obstante, capaz de contenerse en mi presencia. Y, aún más, en el único momento en que perdió el control sobre sí mismo, viste cómo lo recuperaba cuando se razonaba con él calmada y bondadosamente. ¿Te sentirías tranquilo, David, si dejaras a un hombre así librado al látigo y las cadenas durante el resto de su vida?». ¿Qué podía yo decir? Era demasiado considerada para presionarme; sólo me pedía que reflexionara sobre el asunto. Desde entonces he intentado reflexionar sobre él, y mientras más lo intento, más temo las consecuencias de traer a ese loco a la casa.

Fritz experimentó un estremecimiento al pensar en esa posibilidad.

—El día que Jack entre en esta casa, yo saldré de ella —dijo. De pronto se percató de las consecuencias sociales del experimento que contemplaba mi tía—. ¿Qué pensarán los amigos de la señora Wagner? —preguntó en tono lastimero—. Se negarán a visitarla; dirán que ella también ha enloquecido.

—No dejéis que eso os apene, caballeros; no me importa lo que digan de mí mis amigos.

Ambos nos incorporamos de un salto, presas de la mayor confusión. Mi tía en persona estaba detenida en el vano de la puerta abierta del cenador, con una carta en las manos.

—Noticias de Alemania que acaban de llegar para usted, Fritz.

Con esas palabras, le alcanzó la carta y se marchó.

A decir verdad, Fritz y yo nos miramos completamente avergonzados. Fritz le echó una ojeada intranquila a la carta y reconoció la letra de la dirección.

—¡Es de mi padre! —dijo. Al abrir el sobre, una segunda carta cayó al suelo. Cambió de color al recogerla y echarle una ojeada. El sello estaba intacto; el matasellos era de Wurtzburgo.