CAPÍTULO IX
Acababa de darle al mozo las indicaciones necesarias para que llevara mi maleta a casa del señor Keller cuando oí a mis espaldas una voz de mujer que preguntaba por la manera de llegar a la posta restante, o, dicho con una perífrasis española, la oficina donde se depositan las cartas hasta que su destinatario las reclama.
La voz era deliciosamente fresca y dulce, y tenía un deje de tristeza, lo que la hacía aún más interesante. Hice lo que habría hecho la mayoría de los jóvenes en mi lugar: me volví de inmediato.
¡Sí! La persona cumplía generosamente la promesa de la voz. Era una jovencita, recatada y con todo el aspecto de ser una dama; un poco pálida y pesarosa, pobre, como si su experiencia de la vida ya tuviera su lado de tristezas. Su rostro estaba animado por unos ojos dulces y sensibles; su figura era flexible y esbelta; su vestido, de la tela más sencilla, pero tan esmeradamente confeccionado y llevado tan a la perfección, que habría dudado que fuera una joven alemana de no haber escuchado el acento del sur de ese país en que había hecho la pregunta. El conductor del coche de la posta de correos en la que yo había viajado le dio una respuesta concisa y amable. Pero, a esa hora, el viejo patio de la oficina de correos estaba abarrotado de viajeros que llegaban y partían, que recibían a sus amigos y enviaban sus cartas. Era evidente que la joven no estaba habituada a las multitudes. Se veía nerviosa y confundida. Tras avanzar unos pasos en la dirección que le indicaran, se detuvo perpleja, empujada por quienes iban a lo suyo, y evidentemente dudosa ya acerca de hacia dónde debía doblar a continuación.
De haber obedecido estrictamente mi deber, supongo que habría encaminado mis pasos en dirección a la casa del señor Keller. En vez de ello, obedecí a mis instintos y le ofrecí mis servicios a la joven. Culpad a las leyes de la Naturaleza y a la atracción entre los sexos. No me culpéis a mí.
—La escuché preguntar por correos —dije—. ¿Me permite indicarle el camino?
La joven me miró y vaciló. Sentí que pagaba yo el doble pecado de ser un joven y, quizás, un poco demasiado vehemente.
—Perdóneme que me haya atrevido a dirigirle la palabra —argüí—. No es agradable para una joven encontrarse sola en un sitio tan concurrido como este. Sólo le pido su permiso para hacerle un favor sin importancia.
Volvió a mirarme y cambió su primera opinión.
—Es usted muy amable, caballero; acepto agradecida su ayuda.
—¿Quiere aceptar mi brazo?
Declinó esa propuesta, aunque con absoluta amabilidad.
—Gracias, caballero, lo seguiré, si es usted tan amable.
Me abrí camino entre la multitud, con la encantadora desconocida a mis talones. Una vez que llegamos a la oficina, me hice a un lado para permitirle hacer sus averiguaciones. ¿Mencionaría su nombre? No; entregó un pasaporte y preguntó si había alguna carta para la persona cuyo nombre aparecía en él. Encontraron la carta, pero no se la entregaron de inmediato. Hasta donde pude entender, el franqueo no era suficiente, y había que pagar, como era usual, la tasa doble. La joven rebuscó en el bolsillo de su vestido: un grito de alarma escapó de sus labios.
—¡Oh! —exclamó—. ¡Perdí mi monedero, y la carta es tan importante!
Se me ocurrió de inmediato que de seguro un ladrón la había robado en medio de la multitud. El empleado pensó lo mismo. Consultó el reloj.
—Debe darse prisa si va a regresar a por la carta —dijo—. La oficina cierra en diez minutos.
La joven se agarró las manos desesperada.
—La caminata hasta mi casa lleva más de diez minutos —dijo.
De inmediato ofrecí prestarle el dinero.
—Es una suma tan pequeña que sería absurdo que se considerara obligada conmigo —le aseguré.
La pobrecita se veía lamentablemente turbada, entre su ansiedad por hacerse con la carta y sus dudas acerca de la conveniencia de aceptar mi ofrecimiento.
—Es usted muy bueno conmigo, pero me temo que no sería correcto por mi parte tomar dinero prestado de un desconocido, por más pequeña que sea la suma —dijo confusa—. Y aun si me atreviera, ¿cómo…? —me miró con timidez y se abstuvo de terminar la frase.
—¿Cómo me lo devolvería? —sugerí.
—Sí, caballero.
—Oh, no vale la pena que me lo devuelva. Déselo al primer mendigo con el que se tope mañana —lo dije con la intención de reconciliarla con la idea del préstamo. Produjo el efecto exactamente opuesto en esa joven singularmente delicada y escrupulosa. Retrocedió un paso de inmediato.
—No, no podría hacer eso —dijo—. Sólo podría aceptar su amabilidad si… —se interrumpió de nuevo.
El empleado volvió a consultar el reloj.
—Decídase, señorita, antes de que sea demasiado tarde.
Aterrorizada ante la perspectiva de no poder hacerse con la carta ese mismo día, al fin habló con toda claridad.
—¿Podría decirme, caballero, por favor, a qué dirección debo devolver el dinero cuando llegue a casa?
Primero pagué por la carta y después respondí su pregunta.
—Si tuviera usted la bondad de enviarlo a la casa del señor Keller…
Antes de que pudiera mencionar el nombre de la calle, su rostro pálido se encendió de repente.
—¡Oh!, ¿conoce usted al señor Keller? —exclamó impulsivamente. Por mi mente cruzó por primera vez un presentimiento de la verdad.
—Sí, y también a su hijo Fritz —dije.
Tembló; los colores que le habían subido a la cara desaparecieron al instante; desvió la vista con expresión de dolor y humillación. No era posible seguir dudando. La encantadora desconocida era la novia de Fritz… y la hija de Jezabel.
Mi respeto por la joven me impedía intentar ocultarle lo que había descubierto. Dije de inmediato:
—¿Tengo el honor de hablar con la señorita Minna Fontaine?
Me miró con una sorpresa no exenta de desconfianza.
—¿Cómo sabe quién soy? —preguntó.
—Puedo explicárselo fácilmente, señorita Minna. Soy David Glenney, el sobrino de la señora Wagner, de Londres. Fritz se aloja en su casa, y él y yo hemos hablado mucho de usted.
El rostro de la pobre joven, tan pálido y triste hacía solo un momento, se tornó radiante de felicidad.
—¡Oh!, ¿Fritz no me ha olvidado? —exclamó con inocencia.
A pesar del tiempo transcurrido, mi memoria recuerda sus seductores ojos oscuros clavados con vivo interés en mi rostro mientras le contaba del amor y la devoción de Fritz, y le decía que ella seguía siendo la sola imagen que llenaba sus pensamientos durante el día y sus sueños durante la noche. Toda su timidez desapareció. Me tendió su mano impulsivamente.
—¡Cómo podré agradecerle lo suficiente al ángel bueno que nos ha hecho encontrarnos! —exclamó—. ¡Creo, señor David, que si no estuviéramos en medio de la calle me arrodillaría para darle las gracias! Me ha hecho usted la joven más feliz del mundo.
De repente su voz se quebró; se bajó el velo.
—No se preocupe —dijo—; no puedo evitar llorar de alegría.
¿Confesaré qué emociones me embargaban? Por un momento, olvidé mi pequeño romance en Inglaterra y envidié a Fritz desde lo más profundo de mi corazón.
Los transeúntes comenzaban a detenerse para mirarnos. Le ofrecí mi brazo a Minna y le pedí permiso para acompañarla hasta su casa.
—Me gustaría —respondió, con una amistosa franqueza que me subyugó—. Pero lo esperan en casa del señor Keller; debe ir allá primero.
—¿Puedo visitarla mañana y ahorrarle el trabajo de enviarme el dinero a casa del señor Keller? —insistí.
Minna se alzó el velo y me sonrió feliz entre las lágrimas.
—Sí, vaya mañana y le presentaré a mi madre —dijo—. ¡Oh, qué contenta se sentirá mi querida madre al verlo, después de que le haya contado lo que ha sucedido! Soy muy egoísta; no he soportado mi pena y mi angustia como debía; la he hecho sentirse desgraciada por mi causa, porque yo me sentía desgraciada a causa de Fritz. Ahora todo ha terminado. Muchas, muchas gracias. En esa tarjeta tiene nuestra dirección. No, no, debemos despedirnos hasta mañana. Mi madre espera su carta, y el señor Keller debe estar preguntándose qué ha sido de usted.
Me dio un cálido apretón de manos y se marchó.
Mientras me dirigía a la casa del señor Keller no me sentía totalmente satisfecho conmigo mismo. Comencé a temer que había hablado de Fritz con demasiada libertad, dando pie así a esperanzas que nunca podrían fructificar. La reflexión sobre el incierto futuro comenzó a deprimirme. Minna podía llegar a tener razones para lamentar haberme conocido.
El señor Keller me recibió con cordialidad genuinamente alemana. Él y su socio, el señor Engelman —uno viudo, el otro solterón— vivían juntos en un antiguo edificio, en la calle Main, cerca del río, que hacía las veces de vivienda y oficina.
Los dos ancianos caballeros ofrecían el contraste más completo que pueda imaginarse. El señor Keller era delgado, alto y nervioso; era hombre de un gran talento, que trascendía los límites de su negocio, capaz (cuando no lo dominaba su vivo temperamento) de hablar sensata y enérgicamente sobre cualquier tema de su interés. El señor Engelman, grueso y de pequeña estatura, consagrado al negocio durante las horas de oficina, no había leído un libro en toda su vida y no tenía aspiraciones que fueran más allá de su jardín y su pipa. «En mis momentos de ocio», solía decir, «dadme mis flores, mi pipa y mi paz de espíritu; no pido nada más». A pesar de esa gran diferencia de carácter, los dos socios se tenían el más sincero aprecio. El señor Engelman estaba convencido de que el señor Keller era el hombre más talentoso y notable de Alemania. El señor Keller, por su parte, estaba igualmente persuadido de que el señor Engelman era un ángel por la dulzura de su temperamento, y un modelo de buen juicio modesto y sin pretensiones. El señor Engelman escuchaba la culta conversación del señor Keller con una ignorante e ilimitada admiración. El señor Keller, que detestaba el tabaco en todas sus formas, y que no sentía el menor interés por la horticultura, se sometía al humo de la pipa del señor Engelman y pasaba horas en su jardín sin conocer los nombres de nueve décimas partes de las flores que en él crecían. Todavía existen en Alemania e Inglaterra hombres así; pero ¡oh, Señor!, mientras más viejo me pongo, con menos de ellos me topo.
Los dos viejos amigos y socios me aguardaban para que me uniera a ellos en su temprana comida alemana. Una muestra de las flores del señor Engelman adornaba la mesa en honor a mi llegada. Cuando entré en la habitación, me regaló una rosa del ramillete.
—¿Cómo dejó a la señora Wagner? —inquirió.
—¿Cómo está mi hijo Fritz? —preguntó el señor Keller.
Respondí en términos que los satisficieron a ambos, y la comida transcurrió alegremente. Pero cuando se hubo recogido la mesa y el señor Engelman encendió su pipa, y le hice compañía con un puro, el señor Keller hizo la pregunta fatal:
—Y ahora dígame, David, ¿viene usted por asuntos de negocios o en viaje de placer?
No tuve más remedio que entregarle mis instrucciones y anunciarle la próxima invasión de la oficina por un selecto ejército de empleadas. El efecto que produjo esa revelación fue sumamente característico de los temperamentos enormemente disímiles de los dos socios.
El apacible señor Engelman hizo a un lado su pipa y miró al señor Keller en un silencio inerme.
El irritable señor Keller dio un puñetazo sobre la mesa y apeló al señor Engelman con aspecto de indignación.
—¿Qué le dije cuando nos enteramos de que la viuda del señor Wagner había sido nombrada socia principal del negocio? —preguntó—. ¿Cuántas opiniones de filósofos acerca de la incapacidad moral y física de las mujeres cité? ¿No empecé por los antiguos egipcios y terminé con el doctor Benastrokius, nuestro vecino de la calle vecina?
El pobre señor Engelman parecía asustado.
—No se altere, mi querido amigo —dijo en voz queda.
—¿Alterarme? —repitió el señor Keller, más furioso que nunca—. ¡Mi buen Engelman, nunca en su vida ha estado más absurdamente equivocado! Estoy encantado. Ha ocurrido exactamente lo que esperaba, exactamente lo que predije. ¡Deje la pipa! Soy capaz de soportar muchas cosas, pero el humo del tabaco es más de lo que puedo resistir en medio de una crisis como esta. Y, por favor, por una vez en la vida sobrepóngase a su indolencia constitucional. Apele a su memoria; recuerde mis palabras cuando nos informaron que teníamos una mujer como socia principal.
—Cuando la conocí era una mujer muy bonita —comentó el señor Engelman.
—¡Bah! —exclamó el señor Keller.
—No quise ofenderlo —dijo el señor Engelman—. Permítame regalarle una de mis rosas como ofrenda de paz.
—¿Se estará quieto y me dejará hablar?
—¡Mi querido Keller, siempre me siento sumamente complacido de oírlo hablar! Introduce ideas en mi pobre cabeza, y mi pobre cabeza las deja escapar, y usted las vuelve a introducir. ¡Qué noble perseverancia! Si llego a vivir lo suficiente, estoy totalmente convencido de que me convertirá en un hombre inteligente. Déjeme ponerle la rosa en el ojal. Y, por cierto, me gustaría que me dejara seguir fumando mi pipa.
El señor Keller hizo un gesto de resignación y, desesperado, se dio por, vencido con su socio.
—Apelo a usted, David —dijo, y derramó todo el caudal de su cultura y su indignación en mis infortunados oídos.
El señor Engelman, envuelto en nubes de humo de tabaco, disfrutaba en silencio del sedante efecto de su pipa. Yo dije «Sí, señor» y «no, señor» a intervalos convenientes durante el tiempo que duró el torrente de elocuencia del señor Keller. A tantos años de distancia, no puedo tratar de reproducir la larga arenga de la que fui víctima. En resumen, el señor Keller sostenía que en la naturaleza de las mujeres había dos vicios irremediables. Su índole era, hablando desde el punto de vista moral, una desastrosa mezcla del afán de imitación de los monos y la intranquilidad de los niños. Tras demostrarlo echando mano a copiosas referencias provenientes de las más excelsas autoridades, el señor Keller, lógicamente, dictaminó que mi tía era una mujer, y, como tal, no sólo incapaz de «dejar estar las cosas», sino naturalmente dispuesta a imitar a su esposo en los rasgos más superficiales e imperfectos de su carácter.
—Yo predije, David, que el fatal trastorno de nuestro antiguo y estable negocio era ahora sólo una cuestión de tiempo; ¡y ahí, en las ridículas instrucciones de la señora Wagner, está el cumplimiento de mi profecía!
Antes de que nos fuéramos a la cama esa noche, los socios adoptaron dos decisiones. El señor Keller resolvió dirigirle una réplica por escrito a mi tía. El señor Engelman resolvió mostrarme su jardín a primera hora de la mañana.