CAPÍTULO XIII
El señor Keller clavó la vista en la viuda en un implacable silencio, pasó a su lado internándose en el zaguán y entró en una habitación que quedaba en la parte trasera de la casa, cuya puerta cerró a sus espaldas. Incluso de haberse sentido inclinado a mirar a Minna, le habría resultado imposible verla. Tras una tímida ojeada en su dirección, la pobre joven se había escondido detrás de mí, temblando de manera lastimosa. Tomé su mano para infundirle aliento.
—Oh, ¿qué esperanza podemos tener con un hombre como ese? —musitó.
Madame Fontaine se volvió cuando el señor Keller pasó a su lado y lo contempló avanzar a lo largo del zaguán hasta que desapareció.
—No —dijo en voz muy baja, para sí misma—, no se me escapará de esa forma.
Como movida por un súbito impulso, emprendió la marcha en la misma dirección que el señor Keller tomara antes que ella; avanzaba, como él había avanzado, hacia la puerta del extremo del zaguán.
Yo me había quedado con Minna, y no podía ver el aspecto de su madre. El rostro del señor Engelman, mientras extendía las manos, suplicante, para detener a Madame Fontaine, me dijo que las fieras pasiones profundamente escondidas en la naturaleza de la viuda habían salido a la superficie y resultaban ahora visibles.
—¡Oh, querida señora, querida señora! —exclamó el sencillo anciano—. ¡No ponga esa cara! No es más que el carácter de Keller; pronto volverá a ser el de costumbre.
Sin responderle, sin mirarlo, Madame Fontaine alzó una mano y lo apartó de su lado como si se tratara de un niño malcriado. Con su paso firme y elegante siguió caminando por el zaguán hasta llegar a la habitación situada en su extremo y golpeó con fuerza a la puerta.
La voz del señor Keller preguntó desde adentro:
—¿Quién es?
—Madame Fontaine —dijo la viuda—. Quiero hablar con usted.
—Me niego a recibir a Madame Fontaine.
—En ese caso, señor Keller, me arrogaré el honor de escribirle.
—Me niego a leer su carta.
—Tómese la noche para reflexionar sobre ello, señor Keller, y cambie de idea en la mañana.
Se volvió, sin esperar respuesta, y se nos reunió en el otro extremo del zaguán.
Minna avanzó hasta llegar a su lado y la besó con ternura.
—Querida, bondadosa mamá, lo haces por mí —dijo la agradecida joven—. Me avergüenza que te humilles. ¡Es tan inútil!
—No será inútil —respondió su madre—. Si cincuenta señores Keller amenazaran tu felicidad, hija mía, a los cincuenta los eliminaría de tu camino. ¡Oh, mi vida, mi vida!
Su voz —tan enérgica como la de un hombre al manifestar su decisión— vaciló y se quebró cuando esas últimas palabras de cariño salieron de sus labios. Atrajo a Minna a su pecho y abrazó en mudo arrobamiento al único ser a quien amaba. Cuando volvió a alzar la cabeza me pareció que se veía más hermosa de lo que nunca la había visto. Lágrimas ennoblecedoras de amor y dolor empañaban sus ojos. Conociendo la terrible historia que está aún por contar, permítaseme hacerle justicia a esa infame. Su corazón no estaba enteramente corrompido. Minna siempre tenía la capacidad de elevarla por encima de su maldad. La mano que le extendió al señor Engelman después de tocar a su hija temblaba como si fuera la de la mujer más tímida del mundo.
—Buenas noches, querido amigo —le dijo—. Siento haber sido la causa inocente de esta pequeña situación embarazosa.
El simple del señor Engelman se llevó el pañuelo a los ojos; nunca, en toda su vida, se había sentido tan perplejo, tan asustado, tan afligido. Besó la mano de la viuda.
—¡Permítame acompañarla hasta su casa! —dijo, con el acento de la más tierna súplica.
—Esta noche no —respondió ella.
El señor Engelman ensayó una leve protesta. Madame Fontaine sabía perfectamente bien cómo imponerle su autoridad; le lanzó otra de las tiernas miradas que ya se habían convertido en el deleite de su vida. El señor Engelman se sentó en una de las sillas del zaguán, totalmente abrumado.
—¡Mujer querida y admirable! —le oí decirse en voz muy queda.
Cuando se despedía de mí, la viuda me soltó la mano, aparentemente porque la asaltaba una nueva idea.
—Tengo un favor que pedirle, David —dijo—. ¿Le importaría acompañarnos de regreso?
Sin decir una palabra tomé mi sombrero y me puse a sus órdenes. El señor Engelman se incorporó y alzó sus manos regordetas en muda y melancólica protesta.
—No se inquiete —le dijo Madame Fontaine con una leve sonrisa de desdén—. ¡David no está enamorado de mí!
Me detuve un momento, antes de seguirla, para consolar al señor Engelman.
—Tiene edad suficiente para ser mi madre, señor, y esta vez, al menos, le ha dicho la verdad —le susurré.
Casi no intercambiamos palabra mientras recorríamos las calles y cruzábamos el puente. Minna, triste, guardaba silencio pensando en Fritz; y fuera lo que fuese lo que su madre quería comunicarme, era evidente que deseaba decírmelo en privado. Al llegar a su casa, Madame Fontaine me pidió que la esperara en la desaliñada salita de estar, y graciosamente me dio permiso para fumar.
—Dale las buenas noches a David —continuó, volviéndose hacia su hija—. Tu pobre corazoncito está pesaroso esta noche, y mamá te va a arropar en la cama como si fueras de nuevo una niña. ¡Ah, si esos tiempos pudieran regresar!
Tras una breve ausencia, la viuda regresó a mi lado, con aire sereno y una tranquila sonrisa. El encuentro con el señor Keller parecía haberse borrado por completo de sus pensamientos en el breve intervalo en que había estado ausente.
—A menudo oímos hablar de padres que enmiendan a sus hijos —dijo—. Creo firmemente que a menudo son los hijos quienes enmiendan a sus padres. He pasado unos minutos felices con Minna, y (¿lo creerá usted?) ya me siento dispuesta a perdonarle al señor Keller su dureza y a escribirle en un tono moderado, que seguramente surtirá efecto. ¡Todo gracias a Minna, y mi dulce niña ni siquiera lo sospecha! Si alguna vez tiene hijos, David, me entenderá y me compadecerá. Pero ahora no debo entretenerlo con una charla vana; debo decirle claramente lo que quiero de usted —abrió su escritorio y tomó una pluma—. Si le escribo al señor Keller en su presencia, ¿tiene algún reparo en llevarle mi carta?
Vacilé antes de darle mi respuesta. Por decir lo menos, su petición me resultaba embarazosa.
—No quiero que se la dé personalmente al señor Keller —explicó—. Es muy importante para mí (hizo un marcado énfasis en esas palabras) estar totalmente segura de que mi carta ha llegado a sus manos, y de que realmente ha tenido la oportunidad de leerla. Todo lo que le pido es que la coloque sobre su buró en la oficina, con sus propias manos. ¡Por Minna, no por mí!
Consentí, por Minna. Se levantó de inmediato y me indicó con un gesto que tomara su lugar ante el escritorio.
—Ahorraremos tiempo si escribe usted el borrador de la carta mientras yo se la dicto —dijo—. Estoy acostumbrada a dictar mis cartas, con Minna haciendo las veces de secretaria. Por supuesto, verá usted la copia en limpio antes de que selle el sobre.
Comenzó a recorrer la habitación de un lado a otro, con las manos cruzadas a la espalda, en la pose que el gran Napoleón hiciera famosa. Tras un minuto de reflexión, me dictó el siguiente borrador:
Caballero:
Estoy totalmente al cabo de que escandalosos rumores procedentes de Wurtzburgo le han hecho tener prejuicios contra mí. Esas informaciones, hasta donde sé, pueden resumirse en tres puntos.
(Primero). Que mi esposo murió cargado de deudas debido a mi derroche.
(Segundo). Que mis respetables vecinos se negaban a relacionarse conmigo.
(Tercero). Que le tendí una trampa a su hijo Fritz para que pidiera la mano de mi hija en matrimonio, porque sabía que su padre era rico.
A la primera calumnia respondo que las deudas se debieron a costosos experimentos químicos a los que se dedicó mi esposo, y que he satisfecho las exigencias de los acreedores hasta el último centavo. Concédame una entrevista y lo pondré al habla con los propios acreedores.
A la segunda calumnia respondo que a mi llegada a Wurtzburgo, después de mi matrimonio, recibí invitaciones de todas las damas que gozaban de una posición social distinguida en la ciudad. Admito que después de gozar de la sociedad que así se me abrió, decliné cortésmente las siguientes invitaciones y me consagré a mi esposo, a mi hija recién nacida y a los estudios de literatura y de arte que tenía tiempo de realizar. El chismorreo y el escándalo, eternamente acompañados por el bordado, no son de mi gusto; y si bien atiendo escrupulosamente mis deberes domésticos, no considero que sean, junto con el té, el único gran interés de la vida de una mujer. Me declaro culpable de haber sido lo bastante tonta como para admitir abiertamente esos sentimientos, como necesaria consecuencia de lo cual me hice de acérrimos enemigos en todas partes. Si esta franca defensa de mi persona no lo satisface, concédame una entrevista y responderé sus preguntas, fueran cuales fuesen.
A la tercera calumnia respondo que si aun hubiera sido usted un príncipe en vez de un comerciante, yo habría hecho todo lo que hubiera estado a mi alcance para apartar a su hijo de mi hija, por la sencilla razón de que la idea de compartirla con un hombre cualquiera me llena de dolor y de pesar. Sólo consentí en su compromiso matrimonial cuando me vi obligada a aceptar que la felicidad de mi pobre hija dependía de su unión con su hijo. Es únicamente esta consideración la que me lleva a escribirle y a humillarme suplicándole que me conceda una entrevista. En lo que toca al dinero, si debido a una desgracia inesperada estuviera usted mañana en bancarrota, le rogaría que consintiera en el matrimonio exactamente como se lo ruego ahora. La pobreza no me asusta, mientras la salud me permita trabajar. Pero no puedo soportar la idea de que la vida de mi hija se vea truncada porque usted ha optado por creer las calumnias que se cuentan sobre su madre. Por tercera vez le pido que me conceda una entrevista y que me permita asumir personalmente mi propia defensa.
En ese punto se interrumpió y le echó una ojeada a la carta por encima de mi hombro.
—Creo que ya es suficiente —dijo—. ¿Le parece que hay algo objetable en mi carta?
¿Cómo podía yo objetar a su carta? De principio a fin estaba formulada en términos fuertes, pero sin violencia. Le cedí mi lugar ante el escritorio y la viuda la pasó en limpio con su propia mano. No hizo más cambio que el de añadir las siguientes líneas, a manera de posdata:
Le imploro que no me lleve hasta la desesperación. Una madre que suplica por la vida de su hija —de eso se trata, en este caso— es una mujer que invoca un derecho sagrado. Que ningún sabio varón se atreva a negarlo.
—¿Le parece prudente añadir esas palabras? —me atreví a preguntarle.
Escrutó mi rostro furtivamente un momento y sólo respondió después de sellar la carta y ponerla en mis manos.
—Tengo mis razones —contestó—. Mantengamos esas palabras.
Al llegar a la casa a una hora bastante avanzada para Frankfurt, me sorprendió encontrar al señor Keller esperándome.
—Tuve una conversación con mi socio —dijo—. Ella nos ha producido a ambos (confío en que sólo por el momento) una penosa impresión, y debo pedirle que me haga un favor, en lugar del señor Engelman, quien tiene un compromiso mañana que le impide ausentarse de Frankfurt.
Su tono indicaba claramente que el «compromiso» era con Madame Fontaine. Los dos viejos amigos seguramente habían intercambiado algunas palabras duras a propósito de la viuda. Hasta el señor Engelman, con su plácido temperamento, sin duda se había molestado por la conducta del señor Keller cuando se produjo el encuentro en el zaguán.
—El favor que le pido es sencillo —continuó el señor Keller—. El propietario de un establecimiento comercial de Hanau desea establecer relaciones comerciales con nosotros, y nos ha enviado los nombres de varias personas de la ciudad y sus alrededores que pueden dar referencias de él. Es necesario verificarlas. Estamos tan ocupados en la oficina que me resulta imposible ausentarme de Frankfurt o encargarle el asunto a nuestros empleados. He escrito las instrucciones necesarias, y, como sabe, Hanau está a una corta distancia de Frankfurt. ¿Tiene algún reparo para actuar como representante de la firma en esta cuestión?
Ni que decir tiene que me gratificaba la confianza que me demostraba y que estaba ansioso por demostrar que realmente la merecía. Quedamos en que partiría de Frankfurt en el primer transporte disponible en la mañana.
Cuando subíamos hacia nuestros cuartos, el señor Keller me detuvo un momento más.
—No tengo ningún derecho a fiscalizar a quiénes escoge por amigos —dijo—; pero soy lo bastante viejo para poder darle un consejo. No tenga prisa en relacionarse, David, con la mujer a quien encontré aquí esta noche.
Me dio la mano cordialmente y se marchó. Pensé en la carta de Madame Fontaine que llevaba en el bolsillo y experimenté la profunda convicción de que persistiría en su negativa a leerla.
Los sirvientes eran los únicos que andaban por la casa cuando me levanté a la mañana siguiente. Sin que nadie me viera, coloqué la carta en el escritorio del despacho privado del señor Keller. Hecho eso, partí hacia Hanau.