CAPÍTULO XIX

—Un vaso del viejo Marcobrunner, David, y una tajada de pastel de carne antes de decir una palabra sobre lo que le debemos al ángel que está en los altos. ¡Arriba con el vino, mi querido muchacho!; ¡está usted tan pálido como un muerto!

Con esas palabras el señor Engelman encendió su pipa y esperó en silencio hasta que la buena comida y la buena bebida hicieron su buena obra.

—Ahora retroceda mentalmente a lo sucedido anoche —comenzó—. Recuerde que salí en busca de una bocanada de aire fresco. ¿Adivina lo que eso quería decir?

Adiviné, por supuesto, que se trataba de una visita a Madame Fontaine.

—Correcto, David. Había prometido visitarla más temprano, pero la enfermedad del pobre Keller lo imposibilitó. Me escribió, convencida de que algo serio debía haber ocurrido para impedirme, por primera vez, acudir a una cita concertada con ella. Cuando lo dejé a usted, fui a responder su nota personalmente. No sólo se afligió al enterarse de la enfermedad del señor Keller, sino que se interesó lo bastante en mis tristes nuevas como para preguntar detalladamente cómo se había declarado la dolencia. Cuando le dije cuáles eran los síntomas, fue presa de una agitación que me tomó completamente por sorpresa. «¿Los médicos saben qué es lo que le sucede?», preguntó. Le dije que uno de los médicos estaba evidentemente perplejo, y que el otro había admitido que la enfermedad le resultaba incomprensible hasta el momento. Se agarró las manos desesperada y me dijo: «¡Oh, si mi pobre esposo viviera!». Naturalmente, le pregunté qué quería decir. Desearía poder transmitirle su explicación, David, con sus propias y encantadoras palabras. En resumen, se trataba de lo siguiente. Un empleado de su esposo en la Universidad de Wurtzburgo había sido atacado por una dolencia que presentaba exactamente los mismos síntomas que los que sufría el señor Keller. Los médicos se habían sentido tan confundidos como los nuestros. El único de ellos que desentrañó el caso fue el doctor Fontaine. Preparó el medicamento que después le administró al enfermo con sus propias manos. Siguiendo las instrucciones de su esposo, Madame Fontaine ayudó a atender al enfermo y a darle los alimentos prescritos cuando pudo comer. Su extraordinaria recuperación se recuerda en la Universidad hasta el día de hoy.

En ese punto interrumpí al señor Engelman.

—Por supuesto, le pidió la prescripción, ¿no? —dije—. Comienzo a entender.

—No, David; aún no entiende. Claro que le pedí la prescripción. No se conoce que exista; me recordó que su esposo había preparado la medicina personalmente. Pero dijo que los resultados habían excedido sus expectativas, y que sólo había empleado una parte del remedio. Quizás todavía se podría encontrar el frasco en Wurtzburgo. O era posible que estuviera en una pequeña maleta perteneciente a su esposo, que encontrara en su cuarto y trajera con ella, para examinar su contenido en algún momento futuro. «No he tenido valor para abrirla aún», dijo; «pero por el señor Keller la revisaré antes de que usted se vaya». ¡He ahí una cristiana, David, si es que la habido! Después de la manera en que la trató el pobre Keller, estaba tan deseosa de ayudarlo como si se hubiera tratado de su amigo más querido. Minna se ofreció para hacerlo por ella. «¿Por qué has de afligirte, mamá?», dijo. «Dime cómo es el frasco y déjame tratar de encontrarlo». ¡No! A Madame Fontaine le bastaba que se tratara de un acto de misericordia. Fuera cual fuese el sacrificio para sus sentimientos, estaba pronta a llevarlo a cabo.

Lo volví a interrumpir, ansioso por conocer el desenlace.

—¿Y encontró el frasco? —dije.

—Encontró el frasco —continuó el señor Engelman—. Puedo mostrárselo, si quiere. Ella misma me pidió que lo mantuviera guardado bajo llave mientras se necesite en esta casa.

Abrió un viejo armario y sacó un frasco alto y estrecho de cristal azul oscuro. Su forma era extraña y notablemente distinta a la de los frascos modernos que conocía. El tapón de cristal estaba cuidadosamente asegurado en su lugar por una pieza de cuero, supongo que para la mejor preservación del líquido que estaba en su interior. A uno de los lados del frasco había una estrecha tira de papel con marcas a intervalos regulares para indicar la dosis a administrar. No tenía ninguna etiqueta, pero al examinar con cuidado la superficie de cristal encontré ciertas manchas muy leves que sugerían que quizás alguien había arrancado la etiqueta y que algunos rastros de la pasta o la goma con que estaba pegada no habían sido completamente eliminados. Alcé el frasco contra la luz y me percaté de que aún estaba casi por la mitad. El señor Engelman me prohibió quitarle el tapón. Era muy importante, dijo, que no se permitiera entrar aire en el frasco, excepto cuando era necesario administrar el remedio.

—Lo traje conmigo anoche mismo —continuó—. Y mi estado de ánimo era lamentable, entre la ansiedad por darle la medicina de inmediato al pobre Keller y el temor de asumir tan grave responsabilidad sin contar con nadie más. Madame Fontaine, siempre justa en sus juicios, dijo: «Es mejor que espere y consulte con los médicos». Puso una sola condición (¡qué criatura generosa!) relativa a ella misma. «Si se decide probar el remedio», dijo, «debo pedirle que le dé una oportunidad para que pueda ejercer su efecto permitiéndome convertirme en su enfermera; el tratamiento del paciente, una vez que comienza a experimentar los beneficios de la medicina, es de la mayor importancia. Lo sé por las instrucciones de mi esposo, y le debo a su memoria (para no hablar de lo que se le debe al señor Keller) permanecer junto a su cabecera». No hay que decir que acepté alborozado la ayuda que me ofrecía. Pasó la noche. A la mañana siguiente, poco después de que usted se durmiera, llegaron los médicos. Puede imaginarse lo que opinaron del pobre Keller cuando le cuente que me recomendaron que le escribiera al instante a Fritz a Londres para llamarlo junto al lecho de su padre. Tuve el tiempo justo para alcanzar el correo especial que salió esta mañana. No me culpe, David. No podía sentirme absolutamente seguro de la nueva medicina; y teniendo el tiempo tan terrible importancia, y estando Londres tan lejos, sentía verdadero temor de perder un correo.

Estaba lejos de culparlo, y se lo dije. En su lugar, habría hecho lo mismo que él. Quedamos de acuerdo en que yo le mandaría una carta a Fritz con el correo de esa noche, con la esperanza de que el anuncio de noticias mejores le llegara antes de salir de Londres.

—Despachada mi carta, les rogué a ambos médicos que antes de irse se reunieran conmigo en mis habitaciones —continuó el señor Engelman—. Allí les narré, con el lenguaje más claro que se me ocurrió, exactamente lo mismo que le he contado. El doctor Dormann se comportó como un caballero. Me dijo: «Permítame ver a la dama y hablar con ella personalmente antes de probar el nuevo remedio». En cuanto al otro, ¿qué se imagina que hizo? Se marchó de la casa (¡el muy bruto!) y se negó a seguir atendiendo al paciente. ¿Y quién cree que le siguió los pasos y se marchó también, David, cuando envié por Madame Fontaine? Otra bruta: ¡Madre Bárbara!

Después del malhumor del ama de llaves que había presenciado la tarde anterior, esa última noticia no me sorprendió. Verse despojada de su autoridad como enfermera en favor de una desconocida, y que esa desconocida fuera una dama hermosa, era una circunstancia agravante de la ofensa que Madre Bárbara había previsto cuando nos amenazara con la alternativa de abandonar la casa.

—Pues bien —prosiguió el señor Engelman—, el doctor Dormann hizo sus preguntas, olió y probó la medicina, y con total aprobación de Madame Fontaine se llevó una pequeña cantidad para analizarla. ¡De nada sirvió! La medicina guardó sus secretos. ¡Salvo dos ingredientes, los demás desafiaron todos los análisis! Mientras tanto, le dimos al enfermo la primera dosis. Hace media hora le dimos la segunda. Ha visto el resultado con sus propios ojos. Madame Fontaine le ha salvado la vida, David, y es a usted a quien debemos agradecérselo. De no ser por usted, quizás nunca la habríamos conocido.

La puerta se abrió mientras el señor Engelman pronunciaba esas palabras y experimenté una segunda sorpresa. Minna entró, con un delantal de cocinera, y preguntó si su madre ya la había llamado. Siguiendo las instrucciones de la viuda, estaba preparando la peculiar dieta de vegetales que prescribiera el doctor Fontaine como parte de la cura. La buena chica estaba ansiosa por hacérsenos útil en cualquier labor doméstica. ¡Qué encantadora sustituta de la achacosa y anciana ama de llaves que acababa de abandonarnos!

¡Así que Madame Fontaine y Minna estaban alojadas bajo el mismo techo que el señor Keller! ¿Qué pensaría Fritz cuando lo supiera? ¿Qué diría el señor Keller cuando reconociera a su enfermera y cuando se enterara de que le había salvado la vida? «A buen fin, mejor principio» es un buen proverbio. Pero no habíamos llegado aún a ese punto. La pregunta en nuestro caso era: ¿Cuál sería el fin?