CAPÍTULO III

—Mi esposo mantenía relaciones con muchas instituciones de caridad —comenzó la viuda—. ¿Estoy en lo cierto al creer que era uno de los miembros de la junta directiva del hospital Bethlehem?

Al escuchar esa referencia al famoso asilo de dementes, popularmente conocido entre los habitantes de Londres con el nombre de «Bedlam», vi al abogado experimentar un sobresalto e intercambiar una mirada con el administrador. El señor Hartrey respondió con evidente renuencia; sus palabras fueron:

—Absolutamente cierto, señora —y no dijo más.

El abogado, que era el más audaz de los dos, añadió unas palabras de advertencia, dirigidas directamente a mi tía.

—Me atrevo a indicarle que hay ciertas circunstancias relacionadas con la posición que ocupaba el difunto señor Wagner en el hospital que hacen deseable no seguir insistiendo en el asunto. El señor Hartrey le confirmará lo que digo, cuando le cuente que las propuestas del señor Wagner para proceder a una reforma en el tratamiento de los pacientes…

—Fueron las propuestas de un hombre compasivo que aborrecía cualquier forma de crueldad y consideraba que torturar a los pobres dementes con látigos y cadenas era un ultraje a la humanidad —intervino mi tía—. Concuerdo absolutamente con él. Aunque no soy más que una mujer, no dejaré morir el asunto. Iré al hospital el próximo lunes por la mañana, y lo que quería pedirle hoy es que me acompañara.

—¿En calidad de qué tendré el honor de acompañarla? —preguntó el abogado en el más frío de los tonos.

—En su calidad profesional —replicó mi tía—. Tengo una propuesta que plantearle a la junta directiva, y cuento con su experiencia para formularla de la manera adecuada.

El abogado aún no se dio por satisfecho.

—Perdone que me atreva a hacerle otra pregunta —insistió—. ¿Se propone visitar el manicomio debido a un deseo que le expresara en ese sentido el difunto señor Wagner?

—¡Por supuesto que no! Mi esposo siempre evitaba hablarme de ese lamentable tema. Como ha escuchado, incluso nunca me aclaró si era miembro de la junta directiva del asilo. De sus labios nunca escapó ninguna mención a una circunstancia de su vida que pudiera alarmarme o apenarme —su voz se quebró al rendirle ese tributo a la memoria de su esposo. Aguardó hasta haberse recuperado—. Pero la noche previa a su fallecimiento —prosiguió—, en un momento en que estaba entre dormido y despierto, lo escuché hablar consigo mismo sobre algo que estaba ansioso por llevar a cabo, de haber tenido la posibilidad de recuperarse. Después de eso consulté su diario personal y he encontrado en él algunos apuntes que me han explicado lo que no pude entender claramente junto a su cabecera. Sé de seguro que la obstinada hostilidad de sus colegas lo había hecho decidirse a probar los efectos de la paciencia y la bondad en el tratamiento de los dementes, a costa únicamente suya y a su solo riesgo. En el hospital Bethlehem se encuentra ingresado actualmente un hombre desgraciado —un paria desamparado a quien encontraron en las calles— a quien mi noble esposo había escogido como primer sujeto de su humano experimento, y cuya liberación de esa vida de tormentos tenía la esperanza de lograr gracias a la influencia de una persona que goza de autoridad en la casa real. Ya sabe que la memoria de los planes y deseos de mi esposo es sagrada para mí. Estoy decidida a visitar a esa pobre criatura encadenada a la que él habría rescatado de haber vivido; y sin duda continuaré su compasiva labor, si mi conciencia me dice que es algo que puede emprender una mujer.

Al oír este audaz anuncio —casi me avergüenza confesarlo en estos tiempos esclarecidos— los tres protestamos. El humilde señor Hartrey fue casi tan categórico y elocuente como el abogado, y yo no me quedé muy atrás. Quizás se pueda argumentar como excusa para nuestra conducta que en los primeros años del presente siglo algunas de las principales autoridades en la materia se habrían mostrado tan prejuiciadas e ignorantes como nosotros. No obstante, por mucho que dijimos, nuestras protestas no produjeron ningún efecto sobre mi tía. No hicimos más que espolear el lado resuelto de su carácter.

—No lo detendré más —le dijo al abogado—. Tómese el resto del día para decidir qué hará. Si declina acompañarme, iré sola. Si acepta mi propuesta, envíeme unas líneas esta tarde para anunciármelo.

Y así terminó la reunión.

En horas tempranas de la tarde hizo su aparición el joven señor Keller, y nos lo presentaron a mi tía y a mí. A ambos nos resultó simpático desde un inicio. Era un joven bien parecido, de cabello rubio y tez rubicunda, y de maneras francas y atrayentes, sólo que un tanto triste y apagado, a consecuencia, sin duda, de la forzada separación de su adorada joven de Wurtzburgo. Mi tía, con su bondad y consideración acostumbradas, le ofreció un cuarto contiguo al mío, en lugar de la habitación que ocupaba en la casa del señor Hartrey.

—Mi sobrino David habla alemán y contribuirá a hacerle agradable su vida entre nosotros.

Con esas palabras, nuestra buena patrona nos dejó solos.

Fritz abrió la conversación con la tranquila confianza en sí mismo de los estudiantes alemanes.

—Es un lazo de unión entre nosotros que hable usted mi idioma —comenzó—. Leo y escribo bien el inglés, pero lo hablo mal. ¿Tenemos alguna otra cosa en común? ¿Quizás fuma usted?

El pobre señor Wagner me había enseñado a fumar. Respondí ofreciéndole un puro a mi nuevo conocido.

—Otro lazo entre nosotros —exclamó Fritz—. A partir de este momento debemos ser amigos. Venga acá su mano.

Nos estrechamos las manos. Fritz encendió su puro, me miró detenidamente, volvió a desviar la vista y exhaló su primera bocanada de humo acompañada de un profundo suspiro.

—Me pregunto si también nos unirá un tercer lazo —dijo pensativo—. ¿Es usted un inglés envarado? Dígame, amigo David, ¿me permite hablarle con la libertad de que puede hacer gala un hombre sumamente desgraciado?

—Con toda la libertad que quiera —le respondí.

Vacilaba todavía.

—Necesito que me anime —dijo—. Tráteme familiarmente. Llámeme Fritz.

Lo llamé Fritz. Acercó su silla a la mía y me puso una mano afectuosamente en el hombro. Comencé a pensar que tal vez lo había animado demasiado.

—¿Está usted enamorado, David? —me hizo la pregunta con el mismo aplomo con que me habría preguntado la hora.

Yo era lo bastante joven como para ruborizarme. Fritz aceptó el sonrojo como suficiente respuesta.

—Con cada momento que paso en su compañía me gusta usted más y lo encuentro más marcadamente simpático —exclamó entusiasmado—. Está enamorado. Sólo una cosa más: ¿se interpone algún obstáculo en su camino?

Sí existían obstáculos en mi camino. Ella era demasiado mayor y demasiado pobre para mí, y con el paso del tiempo todo se desvaneció. Admití la existencia de obstáculos, pero me abstuve, con la timidez de los ingleses, de entrar en detalles. Para Fritz, mi respuesta fue más que suficiente.

—¡Santo cielo! —exclamó—; ¡nuestras fortunas son exactamente iguales! Ambos somos hombres sumamente desgraciados. David, no puedo seguir conteniéndome, ¡tengo que darle un abrazo!

Me resistí lo mejor que pude, pero él era el más fuerte de los dos. Sus largos brazos casi me estrangularon; las cerdas de su bigote me arañaron las mejillas. En un primer impulso involuntario de repulsa, cerré los puños. El joven señor Keller nunca llegó a sospechar (sólo mis hermanos ingleses lo comprenderán) cuán cerca estuvieron mis puños y su cabeza de establecer una relación personal y violenta. Diferentes naciones, costumbres diferentes. Ahora sonrío al escribirlo. Fritz volvió a tomar asiento.

—Mi corazón está tranquilo; puedo desahogarme con toda libertad —dijo—. Nunca ha habido, amigo mío, una historia de amor tan apasionante como la mía. Ella es la muchacha más dulce del mundo. Morena, esbelta, graciosa, encantadora, deseable, acaba de cumplir dieciocho años. Supongo que es la viva imagen de su madre, viuda a esa edad. Se llama Minna. Es la única hija de Madame Fontaine. Madame Fontaine es, en verdad, un magno personaje, una matrona romana. Es una víctima de la envidia y el escándalo. ¿Podrá creerlo? En Wurtzburgo hay monstruos (su esposo, el doctor, era profesor de química en la Universidad)… hay monstruos, decía, que llaman Jezabel a la madre de mi Minna, ¡y a la propia Minna, la hija de Jezabel! Me batí en duelo con tres de mis compañeros para vengar ese insulto. ¡Pero, ay, David, hay otra persona que se ha visto influida por esas odiosas calumnias! Una persona que me resulta sagrada: el venerado autor de mis días. ¿No es terrible? En ese único punto, mi buen padre se ha convertido en un tirano; declara que nunca me casaré con la hija de Jezabel; sus órdenes paternas me exilian a este país extranjero; me posan en una banqueta para copiar cartas. ¡Ja! No conoce mi corazón. Soy de Minna y mi Minna es mía. Somos uno solo en cuerpo y alma, en este mundo y en la eternidad. ¿Ve mis lágrimas? ¿Le dicen mis lágrimas lo que siento? Llorar a mares alivia el corazón. Hay una canción alemana que lo dice. Cuando me recobre, se la cantaré. La música es un gran consuelo; la música es amiga del amor. Hay otra canción alemana que dice eso —de repente se enjugó las lágrimas y se puso de pie; aparentemente se le acababa de ocurrir una nueva idea—. Esto es terriblemente aburrido —dijo—. No estoy acostumbrado a pasar las veladas en la casa. ¿Hay música en Londres? Ayúdeme a olvidar a Minna durante una o dos horas. Lléveme adonde haya música.

Como ya había tenido más que suficiente de sus arrebatos, también estaba ansioso, por mi parte, de un cambio, fuera el que fuese. Lo ayudé a olvidar a Minna con un concierto en Vauxhall. A Fritz, la orquesta inglesa le pareció carente de sutileza y brío. Por otro lado, después le hizo total justicia a la cerveza embotellada inglesa. Cuando nos marchábamos de los jardines, me cantó aquella canción alemana, «Llorar a mares alivia el corazón», con un entusiasmo apasionado que debe haber despertado a todos los que tenían el sueño ligero en la vecindad.

Al retirarme a mi cuarto encontré una carta abierta sobre mi tocador. Era del abogado y estaba dirigida a mi tía. En ella le anunciaba que había decidido acompañarla al manicomio, sin comprometerse a ninguna concesión ulterior. Antes de dejar la carta para que yo la leyera, mi tía había escrito sobre ella, a lápiz, una línea: «Si quieres, David, puedes ir con nosotros».

Sentía una gran curiosidad. No hay que decir que decidí estar presente en la visita a Bedlam.