CAPÍTULO XIV

El doctor Dormann acudió puntualmente a su visita. Lo acompañaba un desconocido a quien presentó como un cirujano. Como la vez anterior, Jack se escurrió en el cuarto y aguardó en una esquina, escuchando y observando atentamente.

En vez de mejorar con la administración de los remedios, el estado de la paciente se había deteriorado de modo sensible. En las raras ocasiones en que intentaba hablar, resultaba casi imposible entenderla. Parecía haber perdido completamente el sentido del tacto; la pobre mujer ya no podía sentir la presión de una mano amiga. Y lo que era aún más ominoso, había aparecido un nuevo síntoma; tragaba con evidente dificultad. El doctor Dormann se volvió resignado hacia el cirujano.

—No hay otra alternativa —dijo—; tiene que sangrarla.

Al ver la lanceta y el vendaje, Jack salió de un salto de su rincón. Tenía los dientes apretados; sus ojos relampagueaban de furor. Antes de que lograra acercarse al cirujano, el señor Keller lo aguantó con fuerza por un brazo y señaló a la puerta. Jack se zafó de un tirón; vio la punta de la lanceta tocar la vena. Cuando la sangre fluyó de la incisión, dejó escapar un grito de horror y salió corriendo del cuarto.

—¡Miserables! ¡Fieras! ¡Cómo se atreven a sacarle sangre! ¡Oh!, ¿por qué no seré más que un pequeño hombrecito? ¿Por qué no soy lo bastante fuerte para arrojar a esos brutos por la ventana? ¡Ama! ¡Ama! ¿No hay nada que pueda hacer para ayudarla?

Esas palabras incoherentes brotaron de sus labios en la soledad de su pequeño cuarto. En medio de la agonía que experimentaba, ahora que se le imponía la gravedad de la señora Wagner, rodó por el suelo y se golpeó con los puños. Y una y otra vez le gritaba:

—¡Ama! ¡Ama! ¿No hay nada que pueda hacer para ayudarla?

La correa que cerraba su bolsa de cuero se aflojó, porque con sus frenéticos movimientos la golpeaba contra el suelo ora de un lado, ora del otro. A sus oídos llegó el tintineo de las llaves. Por un momento quedó completamente inmóvil. Después se sentó en el suelo. Trató de pensar serenamente. En el cuarto no había luz. La más cercana provenía de una lámpara encendida en el rellano de la escalera, un poco más abajo. Se incorporó y bajó silencioso las escaleras. Solo en el rellano, alzó la bolsa y la contempló.

—Hay algo en mi mente que trata de hablarme —se dijo—. ¿Lo hallaré aquí?

Se arrodilló bajo la luz y sacudió la bolsa para que salieran las llaves. Las alineó una a una en una hilera, con una única excepción. La llave del escritorio fue la primera que tomó. La besó —era la llave de ella— y la volvió a meter en la bolsa. De las que estaban ante él, la llave duplicada era la última de la fila. Se fijó en la inscripción. La alzó a la luz y leyó: «Armario del Cuarto Rosado».

El recuerdo extraviado volvió a su mente de forma inteligible. El «remedio» que Madame Fontaine guardara bajo llave, el precioso «remedio» fabricado por el maravilloso amo que lo sabía todo, estaba a su disposición. No tenía más que abrir el armario para que fuera suyo.

Las otras llaves, que echó en la bolsa, entrechocaban mientras descendía corriendo el tramo inferior de las escaleras. Se detuvo frente a las oficinas y las aseguró bien con la correa. ¡Sin ruido! ¡Nada que alarmara a la señora Ama de Llaves! Subió las escaleras de la otra ala de la casa y volvió a hacer una pausa al acercarse al cuarto de Madame Fontaine. A esas alturas, era presa de la peligrosa y febril excitación que aún recordaban las autoridades de Bedlam. ¿Y si la viuda estaba en su cuarto? ¿Y si se negaba a facilitarle el «remedio»?

Se miró los dedos extendidos de la mano derecha.

—Tengo fuerzas suficientes para estrangular a una mujer, y lo haré —dijo.

Abrió la puerta sin llamar, sin detenerse a escuchar. En el cuarto no había nadie.

Un momento después tenía en su poder la dosis fatal del Vino de Alejandro, que en su inocencia creía que era un benéfico remedio. Cuando la guardaba en el bolsillo superior del abrigo, le llamó la atención el botiquín de madera. Lo bajó y trató de levantar la tapa. Esta se abrió entre sus manos y reveló los compartimientos y los frascos colocados en ellos. Uno de las frascos era una o dos pulgadas más alto que los demás. Sacó ese primero para mirarlo, y descubrió que era… «el frasco de cristal azul».

A partir de ese momento, de su mente desapareció toda idea de tratar de comprobar el efecto sobre la señora Wagner del traicionero «remedio» que guardaba en el bolsillo. Se había hecho del inestimable tesoro que le resultaba conocido en carne propia. ¡Ese era el frasco divino que le había devuelto la vida al tomar su contenido cuando agonizaba en Wurtzburgo! Ese era el verdadero y único médico que salvara la vida del señor Keller cuando los pobres e inútiles tontos que se arremolinaban en torno a su cama lo daban ya por perdido. El Ama, la querida Ama, estaba, como quien dice, ya curada. El canalla que había sacado su cuchillo y la había herido no derramaría ni una gota más de su preciosa sangre. ¡Oh, de todos los colores del mundo, no hay ninguno como el azul! ¡De todos los amigos del mundo, nunca hubo uno tan bueno como este! Besó y estrechó el frasco como si se tratara de un ser viviente. Brincó y bailó por el cuarto con él entre los brazos. ¡Ah, cuán musical era el gorgoteo y el chapoteo del líquido así sacudido, que le decía que aún quedaba un poco para su Ama! Las campanadas del reloj de la repisa de la chimenea lo llamaron a la cordura en el clímax del éxtasis. Le decían que el tiempo pasaba. Minuto a minuto, la Muerte podía estarse aproximando al Ama; y allí estaba él, con la Vida en su poder, perdiendo el tiempo, lejos de su lecho.

Avanzó hacia la puerta y se detuvo. Volvió lentamente los ojos hacia el interior del cuarto. Los detuvo en el armario abierto, y después en el botiquín de madera, abandonado en el suelo.

¿Y si el ama de llaves regresaba y veía la llave en el armario y un frasco de menos en el botiquín?

Su única consejera en ese momento crítico era la astucia, estimulada por los impulsos estrechamente relacionados que le dictaban su vanidad congénita y su devoción a la benefactora a quien amaba.

La posibilidad de que Madame Fontaine lo descubriera nunca entró en sus cálculos. No le importaba si lo descubría o no: tenía el frasco, ¡y pobre de ella si intentaba quitárselo! Lo que realmente temía era que el ama de llaves lo despojara de la gloria de salvarle la vida a la señora Wagner, si se enteraba de lo sucedido. Podía seguirlo hasta el lecho de la enferma; podía reclamar, como de su propiedad, el frasco de cristal azul; podía decir: «Yo salvé al señor Keller y ahora he salvado a la señora Wagner. Este hombrecito no es más que el sirviente que administró la dosis que cualquier otra mano podría haber vertido en el vaso en su lugar».

Antes de que se le ocurrieran esas consideraciones, su propósito había sido anunciar públicamente su maravilloso descubrimiento junto al lecho de la señora Wagner. Ahora abandonó esa intención sin vacilar. Vio ante sí una perspectiva mucho más halagadora. ¡De cuánta gloria se cubriría si aguardaba una oportunidad para administrarle en secreto el líquido salvador, si esperaba á que todos quedaran atónitos ante la veloz recuperación de la enferma, y después se plantaba ante todos y proclamaba que había sido quien le devolviera la salud!

Volvió a guardar el botiquín, cerró el armario y tomó la llave. Regresó junto a la puerta, escuchó con atención para asegurarse de que no había nadie afuera y, cuando por fin se atrevió a salir del cuarto, escondió el frasco de cristal azul bajo su abrigo. Llegó a la otra ala de la casa y subió el segundo tramo de escaleras sin sufrir ninguna interrupción. A salvo de nuevo en su propio cuarto, se puso a espiar por la puerta entreabierta.

Poco tiempo después aparecieron el doctor Dormann y el cirujano, seguidos por el señor Keller. Los tres bajaron juntos. Al pasar, el doctor mencionó que había encontrado a una enfermera para la noche.

Todavía con el frasco oculto, Jack dio unos suaves golpecitos a la puerta y entró en el cuarto de la señora Wagner.

Su primera mirada fue para el lecho. La enferma seguía inmóvil y ajena, sin advertir nada de lo que ocurría a su alrededor; a juzgar por las apariencias, la pobre mujer agonizaba. La sirvienta estaba ocupada calentando algo en el hogar. Sacudió la cabeza con aire contrito cuando Jack le preguntó si en su ausencia había tenido lugar algún cambio favorable. El hombrecito se sentó, tratando en vano de conjeturar cómo hacerse de la oportunidad que buscaba.

Los minutos se sucedían lentamente. Poco tiempo después, la sirvienta consultó el reloj.

—Es hora de que la señora Wagner tome su medicina —dijo, aún atareada junto al fuego.

Jack vio su oportunidad al oír esas palabras.

—Por favor, déjeme darle la medicina —dijo.

—Alcáncemela —respondió ella—; no confío en nadie para medirla.

—¿Y ahora que está lista, puedo dársela? —insistió Jack.

La mujer le pasó el vaso.

—La verdad es que no puedo dejar lo que estoy haciendo —dijo—. Tenga cuidado de no verter ni una gota. La pobrecita es tan mansa como un corderito. Si logra tragársela, no le dará ningún trabajo.

Jack se llevó el vaso al lado opuesto de la cama, para que las cortinas sirvieran de mampara entre él y el hogar. Silenciosamente, dejó caer el contenido del vaso sobre la alfombra y volvió a llenarlo con el líquido del frasco oculto bajo su abrigo. Esperó un momento y lanzó una ojeada hacia la puerta. ¿Y si entraba el ama de llaves y veía el frasco de cristal azul? Lo volvió a tomar —ya vacío—, lo guardó en el bolsillo de su abrigo y acomodó su pañuelo para que no se viera la parte que la profundidad del bolsillo no permitía ocultar. «¡Ahora!», pensó, «¡ahora ya estoy listo!».

Rodeó suavemente con sus brazos a la señora Wagner y la alzó sobre la almohada.

—Su medicina, querida Ama —musitó—. La tomará de manos de Jack, ¿no es cierto?

La señora Wagner aún conservaba el sentido del oído. Volvió lentamente hacia Jack su mirada perdida. No pudo dar otra señal de lo que pensaba; lo único que logró fue hacerle ver que aceptaba.

Jack se secó de un manotazo las lágrimas que lo cegaban. Animado por la firme creencia de que le estaba salvando la vida a su Ama, tomó el vaso que estaba sobre la mesa de noche y lo llevó a sus labios.

Mediante un penoso esfuerzo, con muchas pausas para recuperar el aliento, gota a gota, la señora Wagner logró tragar el contenido del vaso. Jack lo alzó bajo la pantalla de la lámpara para asegurarse de que estaba vacío.

Cuando volvió a colocar la cabeza de su Ama sobre la almohada, se aventuró a tocar una mejilla fría con sus labios.

—¿Se la tomó? —preguntó la sirvienta.

Jack sólo pudo responder qué sí y lanzó una última mirada al amado rostro que descansaba sobre la almohada. El tumulto de encontradas emociones contra el cual se había debatido hasta ese momento venció sus últimas resistencias. Corrió para esconder en el rellano de la escalera su histérica efusión, que buscaba alivio en gritos y sollozos.

En medio de la calma que siguió a su arrebato, volvió a asaltarlo el temor de que Madame Fontaine descubriera el compartimiento vacío del botiquín, registrara todas las habitaciones de la casa en busca del frasco perdido y lo encontrara vacío. Incluso si lo rompía y tiraba los fragmentos a la basura, alguien podía advertir el hermoso color azul del cristal, y a partir de eso descubrir todo el asunto. ¿Dónde lo escondería?

Mientras intentaba aún responderse esa pregunta, las horas de oficina llegaron a su fin y, en los bajos, los empleados comenzaron a marcharse. Cuando salían, los oyó comentar la gran helada. Uno de ellos dijo que ya había bloques flotantes de hielo en el río. ¡El río! Estaba a unos minutos de camino de la casa. ¿Por qué no arrojar el frasco al río?

Esperó hasta que se hizo un silencio absoluto y después bajó furtivamente. Al abrir la puerta se topó con un desconocido que subía los escalones de la entrada llevando un pequeño maletín.

—¿Es esta la casa del señor Keller? —preguntó el desconocido.

Se trataba de un anciano de aspecto jovial, de ojos negros y brillantes y una gran nariz roja. Su aliento exhalaba olor a vino y sus gruesos labios se abrieron en una ancha sonrisa al ver a Jack.

—Mi apellido es Schwartz —dijo—; y en este maletín están las cosas de mi hermana para pasar la noche.

—¿Quién es su hermana? —inquirió Jack.

Schwartz rio.

—Muy cierto, hombrecito, ¿cómo podría saber usted quién es? Mi hermana es la enfermera. La contrató el doctor Dormann y llegará dentro de una hora. ¡Oiga, qué botella más hermosa esconde en su abrigo! ¿Contendrá un poco de vino?

Jack comenzó a temblar. Lo había pillado un desconocido. ¡Ni siquiera el río sería ahora lo bastante profundo como para guardar su secreto!

—El frío me ha calado —continuó el jovial anciano—. ¡No sea malo y démonos un trago!

—No llevo vino en ella —respondió Jack.

Schwartz se tocó la gran nariz roja con el índice y adoptó un aire confidencial.

—Ya entiendo, estaba a punto de salir a buscar vino —dijo.

Colocó el maletín de su hermana en una de las sillas del zaguán y tomó a Jack del brazo de la manera más amistosa.

—¿Por qué no vamos juntos? —sugirió—. Soy el hombre indicado para ayudarlo a encontrar el mejor tonel de vino de todo Frankfurt. ¡Bendito sea! No tiene por qué avergonzarse de mi compañía. Mi hermana es una mujer muy respetable. ¿Y qué cree que soy yo? Soy funcionario municipal. ¡Jo! ¡Jo! ¡Imagínese! Y tenga en cuenta que no bromeo. El vigilante nocturno del depósito de cadáveres está enfermo en cama, y se vieron obligados a buscar a alguien que lo reemplazara hasta que se pusiera bien. Yo soy ese Alguien. Probaron antes con otros dos hombres, pero el depósito de cadáveres les daba escalofríos. Mi respetable hermana me recomendó, ¿sabe? «El vigilante se repondrá en una semana», les dijo. «Contrátenlo por una semana». Y me contrataron. Pero aunque soy funcionario municipal, no soy un hombre orgulloso. Vamos, déjeme llevar la botella.

¡De nuevo «la botella»! Y justo en el momento en que este entrometido hablaba de ella, se oyó más abajo la voz de Joseph y el sonido de sus pasos anunció que subía la escalera de la cocina. Totalmente azorado, Jack salió corriendo con la única idea de escapar a la terrible posibilidad de que todo se descubriera en el zaguán. Oyó que la puerta se cerraba a sus espaldas y el sonido de unas pesadas botas que golpeaban el pavimento en rápida carrera. Antes de que hubiera logrado alejarse más de veinte yardas de la casa, sintió una racha del aliento vinoso de Schwartz por encima de su hombro y el brazo del suplente del vigilante nocturno volvió a tomar posesión de él.

—No tan rápido: tengo piernas ágiles para un hombre de mi edad, pero no tan rápido —dijo su nuevo amigo—. Es usted el tipo de hombrecito que me resulta simpático. Mi hermana le podrá contar que les suelo tomar una súbita afición a las personas de su tipo. Mi hermana es una mujer sumamente respetable. ¿Cómo se llama usted? ¿Jack? ¡Un nombre excelente! Corto, con un chasquido como el de un látigo. ¡Haga el favor de darme la botella! —esta vez le arrebató el frasco, sin esperar a que se lo diera—. ¡Muy bien! Se puede caer, ¿sabe? Está a salvo en mis serviciales manos. ¿A dónde va? Confío en que no sea cliente de la taberna que queda en esa dirección. Entre usted y yo: ese canalla de todos los demonios le echa agua a su vino. Esta es la esquina donde vive un honesto tabernero. Siento por él el mayor de los afectos. Siento por usted el mayor de los afectos. ¿Le gustaría visitar el depósito de cadáveres una de estas noches? Va contra las normas, pero eso no tiene la menor importancia. El encargado del cementerio le tiene demasiado cariño a su cama como para salir en estas noches frías a fiscalizar al vigilante. Es el puesto justo para mí, No hay más que beber cuando se cuenta con licor y dormir cuando no es así. Los muertos que recibimos, mi pequeño amigo, tienen un gran mérito. Se supone que debemos ayudarlos, si son lo bastante perversos como para volver a la vida antes de que los entierren. Allí yacen en nuestro establecimiento, con un extremo de la cuerda atado a los dedos y el otro al muelle de la campana de aviso. Y nunca han hecho sonar la campana, ¡ni una sola vez, benditos sean, desde que se construyó el depósito! Venga a verme en el curso de esta semana y beberemos a la salud de nuestros tranquilos vecinos.

Llegaron a la puerta de la taberna.

—Supongo que tiene usted algún dinero —dijo Schwartz.

La generosidad de Madame Fontaine, cuando le diera a Jack el dinero para comprar el par de guantes, había dejado un pequeño excedente en su bolsillo. El hombrecito hizo un último esfuerzo por escapar del suplente del vigilante.

—Tenga el dinero —dijo—. Devuélvame el frasco y vaya a beber usted solo.

Schwartz lo agarró por un hombro y lo examinó de pies a cabeza a la luz de la lámpara de la taberna.

—¿Qué beba solo? —repitió—. ¿Soy o no soy jovial? ¿Sí o no?

—Sí —dijo Jack, al tiempo que intentaba soltarse con todas sus fuerzas.

Schwartz lo agarró más fuerte.

—¿Oyó hablar alguna vez de un hombre jovial que haya dejado a un amigo a las puertas de una taberna? —preguntó.

—Haga el favor de tener en cuenta, caballero, que no bebo —suplicó Jack.

Schwartz rompió a reír estruendosamente y abrió de una patada la puerta de la taberna.

—Esa es la mejor broma que he oído en mi vida —dijo—. Tenemos dinero suficiente para llenar la botella y además para tomarnos un vaso cada uno. ¡Adelante!

Arrastró a Jack hacia el interior del establecimiento. Se llenó el frasco; se llenaron los vasos.

—¡A la salud de mi hermana! ¡Larga vida y prosperidad para mi respetable hermana! No puede negarse a beber a su salud.

Con esas palabras, puso el vaso fatal en las manos de su acompañante.

Jack probó el vino. Estaba fresco; sabía bien. Quizás no fuera tan fuerte como el vino del señor Keller. Volvió a probarlo… y vació el vaso.

Una hora después se oyó un campanillazo a la puerta de la casa del señor Keller.

Joseph abrió la puerta y se dio de manos a boca con un hombre de nariz roja que llevaba a rastras a otro hombre que parecía casi dormido y que era absolutamente incapaz de mantenerse en pie sin ayuda. La luz de la lámpara del zaguán cayó sobre el rostro de ese ser indefenso y reveló que era… Jack.

—Métalo en la cama —dijo el desconocido de la nariz roja—. Y mire, encárguese de la botella, o la romperá. No me explico cómo, pero se le ha salido todo el vino. ¿Dónde está el maletín de mi hermana?

—¿Se refiere a la enfermera?

—¡Por supuesto que sí! Desafío al mundo entero a que encuentre a alguien igual a la enfermera. ¿Ya llegó?

Joseph alzó la mano en gesto de grave reprobación.

—No hable tan alto —dijo—. La enfermera llegó demasiado tarde.

—¿La dama se restableció?

—La dama murió.