INTRODUCCIÓN

Por más desagradable que pueda parecemos la idea, todos nosotros necesitamos enemigos. Nuestra existencia parece depender e incluso, en ocasiones, progresar gracias a ellos. En este capítulo presentaremos una serie de ensayos que subrayan los aspectos morales, prácticos y filosóficos que suscita —tanto a nivel personal como colectivo— la figura del adversario y haremos especial hincapié en su origen y su función.

El proceso de creación de enemigos parece cumplir con una función muy importante: la atribución inconsciente y cruda a nuestros enemigos de aquellos rasgos que nos resultan especialmente intolerables de nosotros mismos. Desde un punto de vista psicológico, el proceso de creación de un enemigo parece originarse en una proyección de nuestra sombra sobre aquellas personas que —debido a razones frecuentemente muy abstrusas— se adecuan a la imagen que tenemos de lo inferior. Basta simplemente con pensar en aquellas personas a quienes despreciamos o contra quienes albergamos algún tipo de prejuicio para caer presa de los aspectos más turbios de nuestra naturaleza.

En lo que concierne al ámbito de lo colectivo —nación, raza, religión— el proceso de creación de enemigos adquiere proporciones míticas, dramáticas y, frecuentemente, trágicas. Las guerras, las cruzadas y las persecuciones, por ejemplo, constituyen la expresión más terrible de esa sombra que forma parte de nuestro legado instintivo tribal. No es de extrañar, pues, que las mayores atrocidades de la historia de la humanidad se hayan perpetrado en nombre de causas justas cuando la sombra de toda una nación —o un grupo humano— se proyecta en la figura del enemigo y llega a convertir, de este modo, a otro grupo humano en infiel, cabeza de turco o chivo expiatorio de nuestras propias culpas.

El enfrentamiento con nuestros enemigos cumple pues con una función redentora. Según el sociólogo Ernest Becker:

Si hay algo que nos han enseñado las terribles guerras de nuestra época es que el enemigo cumple con la función ritual de redimirnos del mal. Por eso todas las guerras son consideradas «guerras santas», en el doble sentido de constituir, por una parte, una forma de librar al mundo de la maldad y, por la otra, una revelación de nuestro propio destino, una prueba de que Dios está de nuestra parte.

Nuestra época ha derrochado una enorme cantidad de re cursos humanos y materiales tratando de mantener vigente la figura del enemigo mediante la estrategia de la guerra fría. Y aunque ya hemos hipotecado el futuro de nuestros hijos armándonos hasta los dientes con todo tipo de tecnología bélica todavía podemos albergar, sin embargo, ciertas esperanzas de desmantelar toda la parafernalia bélica obsoleta y sacar algo en limpio de toda esta sinrazón.

El mundo, no obstante, parece estar esperando una era de cooperación constructiva, un nuevo milenio en el que utilicemos nuestra energía en resolver los problemas en lugar de malgastarla en seguir creándonos enemigos. El verdadero adversario de nuestro tiempo —la contaminación ecológica, el efecto invernadero, la extinción de numerosas especies, el hambre y la pobreza de gran parte de la humanidad— está más allá de toda proyección y sólo podrán resolverse adecuadamente cuando asumamos y seamos los dueños de nuestra sombra colectiva.

Sin embargo, en los albores de esta era de cooperación una nueva amenaza se cierne sobre nosotros. Hemos cambiado el objetivo de la proyección de nuestra sombra desde la Unión Soviética hasta Irak y su cínico presidente Saddam Hussein. De nuevo las naciones han comenzado a hacer sonar los tambores que convocan a la danza de muerte y una vez más hemos caído en las garras de la sombra arquetípica.

Los ensayos presentados en este capítulo tratan del proceso de creación del mal en la mente colectiva, subrayando especialmente el tema de la sombra en la estructura social y política de la humanidad. El escritor y filósofo Sam Keen abre esta sección con su ensayo «El creador de enemigos» —extraído de su libro Faces of the Enemy— en el que describe el proceso de creación de enemigos, estudia la mentalidad de lo que él denomina homo hostilis y señala que la única posibilidad de supervivencia de nuestra especie descansa en la transformación de nuestros modelos conceptuales sobre la guerra y la figura del enemigo.

Fran Peavey —profesora, activista y dramaturga— presenta en «Nosotros y ellos» (escrito en colaboración con Myrna Levy y Charles Varon) un relato en primera persona en el que describe la naturaleza del odio y el temor, las dificultades que entraña cualquier intento de cambio social sin transformar nuestra concepción del enemigo y —lo que es todavía más importante— nos ofrece una serie de propuestas para que podamos dejar de odiar a nuestros enemigos.

A continuación, la feminista Susan Griffin nos proporciona una nueva terminología para reflexionar sobre la sombra en su artículo «La mentalidad chauvinista» —extraído de su libro Pornography and Silence— en el que afirma que la mitología chauvinista es pornográfica y demuestra que los elementos rechazados por el racista, el misógino y el antisemita son, en realidad, fragmentos escindidos de su propia alma. Según Griffin, en nuestra cultura todos participamos, en mayor o menor medida, de esta mentalidad chauvinista.

El eminente autor y psicólogo Robert Jay Lifton analiza el lado oscuro de las actividades de la maquinaria de guerra nazi en «El desdoblamiento y los médicos nazis» y nos proporciona un retrato del genocida y del asesino de masas. En su artículo, extraído de The Nazi Doctors: Medical Killing and the Psychology of Genocide, Lifton apela a los conceptos de desdoblamiento y desintegración psicológica para tratar de averiguar los motivos que arrastraron a profesionales médicos supuestamente sensatos a perpetrar —tanto en Auschwitz como en otros campos de exterminio— atrocidades inconcebibles sobre sus «enemigos» y seguir llevando, sin embargo, una vida cotidiana aparente y funcionalmente normal.

En «¿Quiénes son los criminales?» —publicado por primera vez en la revista Inroads— Jerry Fjerkenstad recurre a una sofisticada metáfora alquímica para criticar la forma en que nuestra cultura proyecta sus facetas más oscuras e indeseables sobre los delincuentes y afirma que, en lugar de considerar seriamente su posible rehabilitación social, termina transformándolos en meras víctimas propiciatorias. «Necesitamos a los delincuentes —bromea Fyerkenstad— para no terminar encerrándonos a nosotros mismos».

Si tenemos en cuenta la amplia panorámica que nos ofrece este capítulo podremos comenzar a advertir que todos somos, al mismo tiempo, amigos y enemigos, aliados y adversarios. La elección depende de nosotros.