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EL GRAN SACO QUE TODOS ARRASTRAMOS
Robert Bly
La antigua tradición gnóstica afirma que nosotros no inventamos las cosas sino que simplemente las recordamos. En mi opinión, los investigadores europeos más relevantes del lado oscuro son Robert Louis Stevenson, Joseph Conrad y Carl G. Jung, de modo que recurriré a algunas de sus ideas y las sazonaré con otras procedentes de mi propia cosecha.
Comencemos hablando de la sombra personal. A los dos o tres años de edad todo nuestro psiquismo irradia energía y disponemos de lo que bien podríamos denominar una personalidad de 360°. Un niño corriendo, por ejemplo, es una esfera pletórica de energía. Un buen día, sin embargo, escuchamos a nuestros padres decir cosas tales como: «¿Puedes estarte quieto de una vez?», o «¡Deja de fastidiar a tu hermano!», y descubrimos atónitos que les molestan ciertos aspectos de nuestra personalidad. Entonces, para seguir siendo merecedores de su amor comenzamos a arrojar todas aquellas facetas de nuestra personalidad que les desagradan en un saco invisible que todos llevamos con nosotros. Cuando comenzamos a ir a la escuela ese fardo ya es considerablemente grande. Entonces llegan los maestros y nos dicen: «Los niños buenos no se enfadan por esas pequeñeces» de modo que amordazamos también nuestra ira y la echamos en el saco. Recuerdo que cuando mi hermano y yo teníamos doce años vivíamos en Madison, Minnesota, donde se nos conocía con el apodo de «los bondadosos Bly», un epíteto que revela muy claramente lo abarrotados que se hallaban nuestros sacos.
En la escuela secundaria nuestro lastre sigue creciendo. La paranoia que sienten los adolescentes respecto de los adultos es inexacta pues ahora ya no son sólo estos últimos quienes nos oprimen sino también nuestros mismos compañeros. Recuerdo que durante mi estancia en el instituto me dediqué a intentar emular a los jugadores de baloncesto y todo lo que no coincidía con esa imagen ideal iba a parar al saco. En la actualidad mis hijos están atravesando este proceso y ya he visto a mis hijas, algo mayores, pasar por él. Resulta desalentador percatarse de la extraordinaria cantidad de cosas que van echando en su saco pero ni su madre ni yo podemos hacer nada para evitarlo. Mis hijas, por ejemplo, sufren tantos agravios de sus compañeras como de sus compañeros y sus decisiones parecen estar dictadas por la moda o por ciertas imágenes colectivas sobre la belleza.
Somos una esfera de energía que va menguando con el correr del tiempo y al llegar los veinte años no queda de ella más que una magra rebanada. Imaginemos a un hombre de unos veinticuatro años cuya esfera ha enflaquecido hasta el punto de convertirse en una escuálida loncha de energía (el resto está en la bolsa). Ese par de lonchas —que ni siquiera juntas llegan a constituir una persona completa— se unen en una ceremonia denominada matrimonio. No es de extrañar, por tanto, que la luna de miel suponga el descubrimiento de nuestra propia soledad. A pesar de ello, mentimos al respecto y cuando nos preguntan: «¿Qué tal ha ido la luna de miel?», no dudamos en responder automáticamente: «¡Extraordinaria!».
Cada cultura llena su saco con contenidos diferentes. El cristianismo, por ejemplo, suele despojarse de la sexualidad pero con ello también termina arrojando necesariamente al saco la espontaneidad. Marie-Louise von Franz nos advierte del peligro que implica la creencia romántica de que el bulto que arrastran los individuos de culturas primitivas es más ligero que el nuestro. Pero en su opinión esta conclusión es errónea porque los sacos de todos los seres humanos tienen aproximadamente las mismas dimensiones. Ese tipo de culturas, por ejemplo, echa en el saco la individualidad y la creatividad. La participation mystique o la «misteriosa mente grupal» de la que hablan los antropólogos quizás pueda parecernos fascinante desde cierto punto de vista pero no debemos olvidar que en ese estadio evolutivo cada uno de los miembros de la tribu sabe exactamente lo mismo que cualquiera de sus semejantes.
Al parecer, pasamos los primeros veinte años de nuestra vida decidiendo qué partes de nosotros mismos debemos meter en el saco y el resto lo ocupamos tratando de vaciarlo. En ocasiones, sin embargo, este intento parece infructuoso porque el saco parece que estuviera cerrado herméticamente. Hay un relato del siglo XIX que trata precisamente de este tema. Cierta noche, Robert Louis Stevenson despertó sobresaltado y le contó a su mujer el sueño que acababa de tener. Ella le instó a escribirlo y de ahí salió El Extraño Caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde. En una cultura que se guía por modelos ideales como la nuestra, el lado amable de nuestra personalidad tiende a hacerse cada vez más amable y a anular otros aspectos. Imaginemos, por ejemplo, a un hombre occidental, un generoso doctor ocupado exclusivamente en el bienestar de los demás. No hay nada desdeñable en esa actitud, por lo demás, moral y éticamente admirable. El cuento de Stevenson nos enseña, pues, a no negar la existencia del contenido del saco porque éste va desarrollando su propia personalidad paralela y cualquier día puede aparecer ante nuestros ojos como si se tratara de otra persona. Si arrojamos al saco la cólera, por ejemplo, es muy probable que el día menos pensado se manifieste ante nosotros asumiendo la figura y los movimientos de un simio.
Todo lo que echamos en esa bolsa regresa e involuciona hacia estadios previos del desarrollo. Supongamos que un joven cierra el saco a los veinte años de edad y no vuelve a abrirlo hasta quince o veinte años más tarde. ¿Qué es lo que ocurrirá entonces cuando abra nuevamente el saco? Lamentablemente, la sexualidad, la violencia, la agresividad, la ira o la libertad que había arrojado al saco habrán sufrido un proceso de regresión y cuando aparezcan de nuevo no sólo asumirán un aspecto rudimentario sino que también mostrarán una manifiesta hostilidad. Es normal que quien abra el saco a los cuarenta y cinco años de edad se atemorice como lo haría quien vislumbrara la amenazadora sombra de un gorila recortándose contra el muro de un oscuro callejón.
La mayor parte de los hombres de nuestra cultura echan en el saco las facetas femeninas de su personalidad. No resulta extraño, pues, que cuando a los treinta y cinco o cuarenta años de edad intentan restablecer el contacto con su mujer interior descubran que ésta se ha tornado hostil. A su vez, ese mismo hombre percibirá una gran hostilidad procedente de las mujeres con quienes tropiece en su vida cotidiana. En el dominio de lo psicológico existe una regla fundamental: como adentro es afuera. Si una mujer, por ejemplo, desea ser valorada por su feminidad y arroja al saco los aspectos masculinos de su personalidad es muy posible que con el transcurrir de los años descubra una fuerte aversión hacia los hombres y que sus críticas hacia ellos se tornen ásperas e inflexibles. Así, aunque conviva con un hombre hostil que le proporcione una cierta justificación para expresar su hostilidad, una válvula de escape para aliviar su presión, se encontrará no obstante en apuros porque eso no la ayudará a resolver el problema de su propio saco. Mientras esa situación perdure se hallará atrapada en un doble rechazo que origina mucho sufrimiento y se manifiesta tanto en el rechazo hacia sus propios aspectos masculinos como en el rechazo hacia los hombres que encuentre en el exterior.
Así pues, cuando nos negamos a aceptar una parte de nuestra personalidad ésta termina tornándose hostil.
Casi podríamos afirmar que es como si se alejara y organizara un motín en contra de nosotros. La poesía de Shakespeare es especialmente sensible al riesgo de este tipo de revueltas internas y gran parte de los problemas que abruman a los reyes de sus obras se refiere a este tema. Hotspur «en Gales» se rebela contra el Rey ya que el rey que ocupa un papel prominente y central se halla siempre expuesto al peligro. Cuando hace unos pocos años visité Bali me di cuenta de que la antigua cultura hindú estaba operando a través de la mitología para hacer aflorar los contenidos de la sombra a la luz de la vida cotidiana. Las ceremonias religiosas que se celebran en sus templos, por ejemplo, —en los que a diario se representan episodios del Ramayana— están impregnadas de elementos terroríficos. Casi todos los hogares balineses están custodiados por una figura dentuda de aspecto feroz, agresivo y hostil, esculpida en piedra que no parece tener la menor intención de hacer el bien. Visité a un artesano que fabricaba máscaras y descubrí que su hijo, de nueve o diez años de edad, estaba sentado en el zaguán cincelando una escultura de aspecto colérico y agresivo. En este caso el ideal no es tanto actualizar la agresividad —como sucede en el fútbol o los toros, por ejemplo— como sublimarla artísticamente. Los balineses pueden ser violentos y brutales en el combate pero en la vida cotidiana son mucho más pacíficos que nosotros. En el sur de los Estados Unidos existe la costumbre de colocar figuras de hierro de pequeños hombrecillos benefactores negros en el césped y nosotros hacemos lo mismo en el norte con ciervos de aspecto manso. Empapelamos nuestras paredes con papeles pintados estampados con rosas, Renoirs sobre el sofá y la música de John Denver en el estéreo. Esto, sin embargo, no evita que la agresividad termine escapando del saco y agreda a cualquiera que se ponga a tiro.
Dejemos de lado ahora estas diferencias entre la cultura balinesa y la norteamericana y centrémonos en la analogía que nos proporciona un proyector de cine. Supongamos que miniaturizamos ciertas partes de nosotros mismos, las laminamos, las metemos en una lata y las guardamos en la oscuridad. Luego cierta noche —siempre de noche— mientras vamos conduciendo descubrimos la imagen de un hombre y de una mujer en una enorme pantalla de cine al aire libre. La figura es tan grande que no podemos apartar los ojos de ella y decidimos aparcar y contemplar el espectáculo. De esta manera, mientras las imágenes permanecen recluidas en la oscuridad de una lata y no son más que figuras impresas en una delgada película tienen una leve y macilenta existencia diurna pero cuando se prende cierta luz detrás de nuestras cabezas aparecen en la pantalla unas figuras de aspecto fantasmal que encienden cigarrillos y desenfundan amenazadoramente sus pistolas. Se trata de figuras doblemente ocultas ya que no han tenido la oportunidad de «desarrollarse» plenamente y han permanecido ocultas en la oscuridad de una lata. Nuestros psiquismos son proyectores naturales y cuando se activan de la manera adecuada se despliega en el exterior la imagen que durante tantos años habíamos guardado en la oscuridad. De este modo, por ejemplo, la ira que hemos almacenado durante veinte años puede terminar revelándose el día menos pensado en el rostro de la esposa, una mujer puede descubrir cada noche a un héroe en su marido o, como sucede con Nora en Casa de Muñecas, darse cuenta súbitamente de que su esposo es un tirano.
Hace poco encontré mis antiguos diarios y elegí uno al azar fechado en 1956. Recuerdo que durante ese año estuve tratando de escribir un poema sobre la figura del hombre de negocios y también recuerdo que la historia del rey Midas andaba rondando por mi cabeza. En mi poema decía que al hombre de negocios le ocurre lo que a Midas —que transforma en dinero todo lo que toca— y que a ello se debe, en cierto modo, su avidez. Recordé a los hombres de negocios que conocía y el tiempo que pasé criticándoles. Pero a medida que leía descubrí conmocionado que todo aquello no era más que una proyección de mi propia película. En aquel tiempo apenas si podía comer. Cualquier alimento que me ofreciera un amigo, una mujer o un niño, se convertía en metal al entrar en contacto como mi boca.
¿Es clara la imagen? Nadie puede comer o beber metal. Midas era pues una buena imagen de lo que me estaba ocurriendo. Pero mi Midas interior estaba enrollado en una lata y, por ello, cada noche quedaba fascinado por los insensatos y perversos hombres de negocios que aparecían en la pantalla grande.
Un par de años después escribí un libro, que nadie quiso publicar, titulado Poems for the Ascension of J. P. Morgan, en el que cada uno de los poemas dedicados a los hombres de negocios iba acompañado de un anuncio sacado de algún periódico o alguna revista. Casi todo el libro era una proyección.
Veamos un poema, titulado «Inquietud», escrito en aquella época:
Una extraña desazón conmueve las naciones.
Es la última danza, la furiosa agitación del mar de Morgan.
El reparto del botín,
Una lasitud que penetra en los diamantes del cuerpo.
La rebelión se inicia en la secundaria,
Y, cuando la lucha finaliza,
Y la tierra y el mar han sido desolados,
El niño se halla medio muerto.
Entonces dos figuras salen y se alejan de nosotros.
Pero el simio silba sobre la costa de la muerte
Trepando y descendiendo, removiendo nueces y piedras,
Brincando en el árbol
Cuyas ramas sostienen la expansión del frío.
Los planetas giran, y lo mismo hace el negro sol,
El canto de los insectos y los diminutos esclavos
Encerrados en las prisiones de su corteza.
¡Carlomagno, nos estamos aproximando a tus islas!
Luego, retornamos a los árboles nevados,
Y la profunda oscuridad
Queda sepultada bajo la nieve
Sobre la que cabalgas toda la noche
Con las manos entumecidas.
Cae la oscuridad
En la que dormimos y nos despertamos,
Una oscuridad en la que tiritan los ladrones
Y los locos hambrientos de nieve,
Una oscuridad donde los banqueros tienen pesadillas
En las que son sepultados bajo rocas de azabache
Y los empresarios permanecen arrodillados en el calabozo de sus sueños.
Hace aproximadamente cinco años volví a pensar en ese poema. ¿Por qué había elegido a los banqueros y a los hombres de negocios? ¿Con qué otra palabra definiría a un «banquero»? «Alguien que tiene gran capacidad organizadora». Pero yo soy un buen organizador. ¿Y cómo definiría a un «empresario»? «Alguien con el rostro tenso». Entonces fue cuando reconocí mi imagen en el espejo del poema. Veamos cómo quedó ese pasaje después de haberlo reelaborado:
… Una oscuridad en la que tiritan los ladrones
Y los locos hambrientos de nieve.
En la que los buenos organizadores huyen de su pesadilla de quedar sepultados bajo rocas de azabache
Y los hombres de rostro tenso como yo permanecen Arrodillados en los calabozos de sus sueños.
Ahora, cuando en una fiesta alguien me dice —como pidiendo disculpas— que es agente de bolsa me siento de otra manera y me digo «Mira, algo interno está activándose en mí» y siento deseos de abrazarle.
Pero la proyección —como señala sabiamente Marie-Louise von Franz en algún lugar— también constituye un mecanismo extraordinario.
¿Por qué tendemos a valorar negativamente la proyección? —pregunta—. Entre los junguianos decirle a alguien «estás proyectando» se ha convertido en una acusación. Pero hay proyecciones que son útiles e incluso adecuadas.
Yo sabía que me estaba matando a mí mismo pero ese conocimiento no podía pasar directamente del saco a la mente consciente sino que debía atravesar primero el mundo. Por ello me decía: «¡Qué malvados son los hombres de negocios!». Marie-Louise von Franz nos recuerda que si no podemos proyectar tampoco podemos conectar con el mundo. En ocasiones las mujeres se quejan que los hombres suelan proyectar sus aspectos femeninos ideales sobre una mujer. Pero si no lo hicieran ¿cómo podría abandonar la casa materna o su habitación de estudiante? El problema no radica tanto en el hecho de proyectar sino en el tiempo que permanecemos proyectando.
Sin embargo, la proyección sin contacto personal es peligrosa. Miles, e incluso diría que millones de varones norteamericanos, proyectaron sus aspectos femeninos internos sobre la figura de Marilyn Monroe. Pero cuando un millón de personas se comportan de ese modo es muy probable que la persona que es objeto de la proyección termine muriendo, como realmente ocurrió en este caso ya que las proyecciones sin contacto personal pueden causar mucho daño a la persona que las recibe.
También podríamos decir que el mismo deseo de poder de Marilyn Monroe —originado en algún trauma infantil— atraía esas proyecciones. Con la aparición de los medios de comunicación de masas el proceso de proyección e invocación directo, tan sutil en las culturas tribales, deja de funcionar. Es por ello que la muerte de Marilyn Monroe fue inevitable y, quizás incluso, hasta beneficiosa para la economía de su psiquismo. Ningún ser humano puede soportar tantas proyecciones —es decir, tanta inconsciencia— y seguir vivo. Por ello resulta tan extraordinariamente importante que cada uno de nosotros asuma su propia responsabilidad.
Pero ¿por qué debemos desprendernos de partes de nosotros mismos? ¿Por qué lo echamos en el saco? ¿Por qué ocurre ese proceso siendo tan jóvenes? ¿Cómo podemos sobrevivir despojados de nuestra ira, nuestra espontaneidad, nuestros deseos, nuestros anhelos, nuestras facetas más belicosas y desagradables? ¿Qué es lo que nos mantiene integrados? Estos son los temas de los que habla Alice Miller en su ensayo El Drama del Niño Dotado, incluido en su libro Prisoners of Childhood.
El primer acto de este drama comienza cuando llegamos al mundo procedentes de los rincones más alejados del universo «arrastrando nubes de gloria», portando con nosotros las tendencias que hemos heredado de nuestro legado mamífero, la espontaneidad de 150 000 años de vida vegetal, la rabia de 5000 años de vida tribal —en suma, con una personalidad de 360°— y se lo ofrecemos a nuestros padres. Pero nuestros padres sólo quieren un niño o una niña buena y no aceptan de buen grado nuestro obsequio. Eso no significa, sin embargo, que nuestros padres sean malos sino tan sólo que nos necesitan para algo. Mi madre, por ejemplo, pertenecía a la segunda generación de inmigrantes y nos necesitaba para que su familia fuera aceptada con más facilidad. Y lo mismo hacemos nosotros con nuestros hijos ya que esta dinámica forma parte de la vida en el planeta. Nuestros padres nos repudiaron antes incluso de que supiéramos hablar, de modo que todo el dolor de ese rechazo probablemente permanezca almacenado en algún depósito preverbal. Cuando leí el libro de Alice Miller caí en una profunda depresión que duró unas tres semanas.
Pero volvamos a nuestro drama. A partir de ese momento nos dedicamos a fabricar una personalidad que resulte más aceptable para nuestros padres. Alice Miller dice que nos hemos traicionado a nosotros mismos pero agrega que «no debemos culparnos por ello ya que tampoco hubiéramos podido hacer otra cosa». Es muy probable que en la antigüedad los niños que se opusieran a sus padres fueran abandonados a su suerte. Dadas las circunstancias hacemos lo único sensato que podemos hacer. Según la Miller la actitud más adecuada ante ese suicidio parcial es el duelo.
Hablemos ahora de los diferentes tipos de saco. Cuantas más cosas echamos en nuestro saco personal, cuanto más repleto se halla, menor es la energía de la que disponemos. Ciertamente hay personas que tienen más energía que otras pero todos poseemos más energía de que la que normalmente podemos utilizar. Si en la infancia arrojamos la sexualidad en el saco o si una mujer se despoja de su masculinidad y la arroja en el saco desperdicia con ello una gran cantidad de energía. Es razonable, pues, suponer que nuestro saco contiene gran cantidad de energía inaccesible. Si, por ejemplo, consideramos que no somos creativos es porque hemos arrojado toda nuestra creatividad al saco. ¿Qué significa, pues, decir «Yo no soy creativo» o «Dejemos que lo hagan los expertos»? Cuando la audiencia reclama a un poeta —o a un asesino a sueldo— para llevarlo al paredón, cada uno de los presentes debería dedicarse a escribir sus propios poemas.
Todos nosotros arrastramos nuestro propio saco personal pero cada pueblo, cada grupo humano, arrastra también su propio saco. Durante muchos, muchos años viví en una pequeña granja de un pueblo de Minnesota y es muy probable que los habitantes de ese pueblo arrojaran a su saco objetos muy distintos a los que echa la gente de cualquier pueblecito de la costa griega. Es como si el colectivo tomara la decisión grupas de despojarse de ciertas energías y tratara de entorpecer cualquiera intento de sacarla del saco. De este modo las comunidades humanas interfieren con nuestro proceso personal y, en este sentido, bien podemos decir que resulta más comprometido vivir en sociedad que permanecer aislado en la naturaleza. Por otra parte, los odios feroces que en ocasiones se desatan en las pequeñas comunidades humanas pueden facilitar la toma de conciencia del proceso de la proyección. La comunidad junguiana no es una excepción a este respecto y, como todo grupo humano, tiene también su propio saco y suele recomendar a sus miembros que arrojen en él la vulgaridad y el interés económico del mismo modo que la comunidad freudiana suele aconsejarles que se despojen de su vida religiosa.
Existe también un saco nacional y el nuestro es particularmente grande. Rusia y China tienen defectos evidentes para nosotros pero si a un ciudadano norteamericano le interesa conocer el contenido de su saco nacional en un determinado momento no tiene más que escuchar cualquier crítica oficial del Departamento de Estado sobre la Unión Soviética. Según Reagan, nosotros somos honrados pero los demás países soportan dictaduras ininterrumpidas, tratan brutalmente a las minorías, lavan el cerebro de sus jóvenes y quebrantan los acuerdos. Los rusos, por su parte, pueden descubrir su propio saco nacional leyendo cualquier artículo de Pravda sobre los Estados Unidos. Estamos hablando de un entramado de sombras, de un patrón de interferencias entre sombras proyectadas desde ambos lados que confluyen en algún lugar del espacio. Soy consciente de que con esta metáfora no estoy diciendo nada nuevo sino que tan sólo pretendo señalar claramente la distinción existente entre la sombra personal, la sombra comunitaria y la sombra nacional.
En este artículo he empleado las metáforas del saco, la película enlatada y la proyección. Pero dado que nuestro saco está cerrado y las imágenes permanecen ocultas en la oscuridad sólo podemos percatarnos de su contenido proyectándolo inocentemente —por así decirlo— sobre el mundo. Entonces es cuando las arañas son malignas, las serpientes astutas y los machos cabríos lascivos; entonces los seres humanos son unidimensionales, las mujeres son débiles, los rusos carecen de principios y los chinos parecen iguales. Pero no olvidemos que es precisamente gracias a este artificio engañoso, complejo, dañino, devastador e inexacto que llegamos a establecer contacto con el lodo y el cuervo encuentra un lugar donde posarse.