10

LA SOMBRA COMPARTIDA POR LOS HERMANOS

Christine Dowing

Profesora y directora del departamento de religión de la Universidad Pública de San Diego, California. Ha publicado The Goddess; Psyche’s Sisters; Journey through Menopause y Myths and Mysteries of SameSex Love. Como editora ha dirigido también Espejos del yo, en esta misma colección.

La criatura que en este mundo más se parece a una mujer es su propia hermana ya que no sólo pertenece al mismo género y a la misma generación sino que comparte la misma herencia social y biológica. Las hermanas comparten los padres, crecen en el seno de la misma familia y están expuestas a los mismos valores, creencias y pautas de relación.

Las relaciones entre hermanos constituyen uno de los vínculos humanos más persistentes que existen ya que comienzan en el momento del nacimiento y sólo finalizan con la muerte de uno de los implicados. Es por ello que, aunque nuestra cultura parezca permitirnos el distanciamiento —e incluso el abandono— de la relación fraterna, lo cierto, sin embargo, es que solemos regresar a ella en circunstancias especialmente señaladas —como matrimonios y nacimientos— y en momentos particularmente críticos —como divorcios y muertes, por ejemplo—. En esos momentos solemos sorprendernos de la prontitud con que reaparecen las viejas pautas de relación que sosteníamos con nuestros hermanos en la infancia y de la intensidad de la estima y el rencor que nos une y nos separa de ellos.

Pero, en cualquiera de los casos, esa otra persona tan parecida a mí sigue siendo incuestionablemente otra. Mi hermana, a fin de cuentas, fue la persona que sirvió como punto de referencia indiscutible para que yo me definiera. (Las investigaciones realizadas al respecto indican claramente que los niños son conscientes de la otredad fundamental de sus hermanos mucho antes incluso de que lleguen a separarse completamente de la madre). De este modo, las relaciones entre hermanos están sometidas a una tensión paradójica —que jamás llega a superarse por completo— entre la afinidad y la desigualdad, entre la intimidad y la extrañeza.

Los hermanos del mismo sexo se hallan implicados en un proceso recíproco de autodefinición. Paradójicamente cada uno de ellos es, al mismo tiempo, para el otro, el yo ideal y lo que Jung denominaba la «sombra». Las madres crean hijas del mismo modo en que las hijas crean madres pero la relación existente entre madres e hijas no es simétrica como lo es, en cambio, la relación fraterna. Es cierto que entre hermanas siempre existe algún tipo de asimetría, algún tipo de jerarquía, ya sea el orden de nacimiento, su edad relativa, etcétera, pero la distancia que suele separar a las madres de sus hijas es abrumadora y, en ocasiones, sagrada mientras que la que existe entre las hermanas, por el contrario, es sutil, relativa y profana. A fin de cuentas, las mismas hermanas pueden negociar, modificar y redefinir sus diferencias, cosa que no ocurre, sin embargo, en el caso de la relación con la madre. Este proceso de autodefinición recíproca parece tener lugar de manera semiconsciente mediante una polarización que tiende a exagerar las diferencias percibidas y una especie de reparto equitativo de las virtudes («Yo soy la inteligente y ella es la hermosa»). Muy a menudo las mismas hermanas parecen repartirse incluso a sus padres («Yo soy la hija de mamá y tu eres la hija de papá»). Yo soy, a fin de cuentas, quien ella no es. Tú eres aquello a lo que aspiro pero sé que nunca llegaré a ser y también aquello otro que más me enorgullece no ser pero en lo que temo convertirme.

El papel que desempeña nuestra hermana difiere mucho del rol que juega nuestra mejor amiga (aunque tal amiga suela servir a menudo como hermana sustituta) porque la fraternidad no la elegimos. Nuestra hermana nos confunde como jamás lo podría hacer una amiga. En opinión de John Bowlby el aspecto más importante de los hermanos es su familiaridad ya que con frecuencia suelen transformarse en modelos de identificación secundarios a quienes recurrimos cuando nos hallamos cansados, hambrientos, enfermos, asustados o inseguros. Los hermanos también pueden servir como compañeros de juegos pero el papel que desempeñan es diferente porque a los amigos sólo nos dirigimos cuando estamos de buen humor y confiados y lo que queremos es jugar. La relación entre hermanos, sin embargo, persiste durante toda la vida y jamás podremos liberarnos por completo de ella. (Podemos divorciamos de nuestra pareja pero jamás podremos desembarazarnos completamente de un hermano). Es precisamente esa persistencia la que la convierte a la relación entre hermanos en la relación más segura —más segura incluso que la relación que nos une a nuestros padres porque no hay relación más dependiente que la que sostenemos en nuestra infancia con éstos— para expresar la hostilidad y la agresividad. La relación que mantenemos con nuestros hermanos del mismo sexo constituye, pues, el vínculo más tenso, escurridizo y ambivalente que existe.

Creo que hasta las mujeres que carecen de hermana biológica anhelan durante toda su vida un deseo de relación fraterna que las lleva a buscar hermanas sustitutas.

A diferencia de lo que ocurre con el arquetipo de la Madre y del Padre, los arquetipos de la Hermana y del Hermano están presentes en nuestra vida psicológica al margen de nuestra experiencia vital concreta.

La Hermana, como todos los arquetipos, reaparece en forma de proyección o «transferencia» y tiene un aspecto interno. Si quisiéramos clasificar de algún modo el significado de las relaciones entre hermanas deberíamos hablar de la existencia de tres modalidades de relación distintas: la hermana(s) real(es), la hermana sustituta y la hermana interna, el arquetipo.

Yo soy lo que ella no es. La figura de la hermana interna —ideal y, al mismo tiempo, oscura— tiene tanta importancia para el proceso de individuación que existe tanto en el caso de que tengamos una hermana biológica como en el caso de que carezcamos de ella. Pero, como ocurre con todos los arquetipos, la figura de la Hermana debe actualizarse y singularizarse en el mundo de las imágenes externas. Cuando carecemos de una hermana biológica recurrimos a una hermana imaginaria o a una hermana sustituta e incluso en el caso de que exista una hermana real ésta no siempre personifica adecuadamente al arquetipo y suelen aparecer figuras o sustitutos fantásticos. La Hermana asume entonces el rostro concreto de una amiga, de una figura onírica, de un personaje literario o de una heroína mitológica.

La figura de la Hermana constituye una de esas fantasías primordiales —verificada en numerosas ocasiones por mi experiencia profesional— que, según Freud, permanecen activas en nuestra vida psicológica independientemente de nuestra experiencia biográfica. En muchos de los talleres que he dirigido a mujeres me he encontrado con la necesidad de trabajar la relación entre hermanas. La primera vez que me encontré con esta situación me pregunté: «¿Qué es lo que tengo que decir al respecto? ¿Acaso sé lo que es carecer de hermana biológica?». Entonces me dije: «¡Claro que sí!». Mi madre fue hija única y mi hija sólo tiene hermanos. En cierta ocasión, mi madre me contó cuánto había deseado que yo creciera para poder tener la hermana de la que había carecido y entonces descubrí que el sutil contrapunto que me une a mi hija es el de hermana a hermana.

Comprendo que la idea que mi madre tenía de la fraternidad estaba teñida por el hecho de carecer de hermana. Es por ello que idealizaba la relación que yo sostenía con mi hermana y sólo podía ver sus aspectos positivos sin aceptar siquiera la posibilidad de que hubiera algo valioso en los momentos tensos de nuestra relación. Durante unos cincuenta años la relación que ha sostenido con su cuñada —su hermana política— ha estado marcada por los celos aunque ni siquiera se le ha ocurrido pensar que la suya, a fin de cuentas, no deja de ser una relación fraterna. Mi hija, en cambio, creció entre chicos y para ella los hombres no encierran grandes misterios y por ello busca la compañía de las mujeres como amantes y como hermanas.

Al calificar a la figura de la Hermana como un arquetipo no estoy diciendo que exista una especie de esencia universal ahistórica de la fraternidad sino que tan solo expreso mi convencimiento de que conlleva una dimensión transpersonal, extrapersonal y religiosa que confiere una «numinosidad daimónica», un aura divina, a todas aquellas personas reales sobre las cuales «transferimos» el arquetipo. Pero no tenemos que creer en esto como si se tratara de un dogma sino que debemos observar en qué medida nuestra experiencia concreta sirve de detonante de un arquetipo que provoca respuestas similares y recurrentes. Siempre me ha impresionado profundamente la observación de Freud de que aunque hemos hecho algo sagrado de la relación paternofilial hemos permitido, no obstante, que la relación entre hermanos se convirtiera en algo profano. Yo también experimento que el arquetipo de la Hermana es menos abrumadoramente numinoso que el de la Madre ya que la figura de ésta es divina mientras la de aquélla no lo es y es proporcionada a las dimensiones de nuestra propia alma. La relación que mantenemos con la mortal Psique difiere —y mucho— de la que sostenemos con Perséfone (la diosa con la que inicié mi investigación).

La figura de la sombra es particularmente interesante a este respecto porque, como decía Jung, en los mitos, en la literatura y en los sueños la sombra suele representarse como un hermano. Jung estaba muy interesado por lo que él denominaba «el motivo del enfrentamiento entre hermanos», un tema emblemático de toda antítesis, especialmente de las dos formas antagónicas de tratar con el poderoso inconsciente: la negación y la aceptación, el literalismo y el misticismo. Este interés le llevó a estudiar detenidamente el cuento de E. T. A. Hoffman El Elixir del Diablo y a concluir que el rechazo y el temor que sentía el protagonista por su malvado y siniestro hermano terminaron conduciéndole a la rigidez, al estrechamiento de su conciencia, a la inflexibilidad violenta y, en suma, a la unidimensionalidad de «un hombre carente de sombra»[1].

Jung consideraba que la tarea fundamental del hombre de mediana edad consiste en aprender a restablecer el contacto con la figura del hermano. Pero el fracaso de esta empresa aparentemente imposible activa una especie de regresión a la infancia. Sin embargo, dado que los medios que funcionaban entonces ya no están disponibles, la regresión prosigue más allá de la temprana infancia y se adentra en los dominios de nuestro legado ancestral. Entonces se reestimulan las imágenes mitológicas —los arquetipos— y se revela un mundo espiritual interno completamente insospechado hasta ese momento.

La confrontación con la sombra arquetípica constituye pues una experiencia primordial de no-ego que nos obliga a enfrentarnos a ese oponente interno que nos sirve de guía en el proceso de aproximación al inconsciente.

Pero la reflexión de Jung sobre el significado interno de la relación fraterna no se inspiró en los hermanos antagónicos sino en el mito griego de los Dióscuros, los gemelos —uno mortal y el otro inmortal— tan estrechamente ligados entre sí que ni siquiera la muerte pudo separarlos. En su ensayo sobre el arquetipo del renacimiento Jung escribe:

Nosotros mismos somos los Dióscuros, uno mortal y otro inmortal. Sin embargo, aunque siempre permanezcamos unidos jamás podemos llegar a ser uno […]. Preferimos ser «yo» y nada más que eso. Por ello debemos enfrentamos a ese amigo o enemigo interno y el hecho de que sea amigo o enemigo depende exclusivamente de nuestra propia actitud.

En la representación mitológica de la relación entre hombres Jung ve un reflejo de la relación con ese amigo interior del alma en el que la naturaleza querría convertirnos, esa otra persona que también somos y que, no obstante, nunca llegamos a ser, esa personalidad mayor y más amplia que madura en nuestro interior, el yo.[2]

El concepto junguiano de hermano interior del mismo sexo —que puede ser tanto positivo como negativo— que es la sombra o el yo, tiene mucho en común con la figura que Otto Rank denominó «Doble». En su temprano estudio El mito del nacimiento del héroe y en su voluminoso tratado posterior sobre el tema del incesto, Rank investigó la recurrencia literaria y mitológica del símbolo del hermano hostil. Con mucha frecuencia los dos hermanos son gemelos y, muy a menudo, uno de ellos debe morir para garantizar la vida del otro. En sus últimos escritos Rank subsume el tema de los hermanos bajo la figura del Doble y aquél adquiere el carácter de una figura primordialmente interna, una especie de alter ego. El Doble puede representar tanto a nuestro yo mortal como a nuestro yo inmortal y, por consiguiente, puede ser temido como una imagen de nuestra mortalidad o considerado como un símbolo de nuestra propia eternidad. De este modo, el Doble puede ser tanto la Muerte como el Alma Inmortal, puede despertar nuestro temor o inspirar nuestro amor y sacar a la luz el «eterno conflicto» existente entre nuestra «necesidad de parecernos a alguien y nuestro deseo de ser diferentes». El Doble responde, pues, a la necesidad de disponer de un espejo, una sombra y un reflejo. Parece tener una vida independiente pero está tan íntimamente ligado al ser vital del héroe que si éste intenta separarse por completo de él acontecen todo tipo de desdichas.

Rank nos recuerda que los primitivos «consideran que la sombra es su misterioso doble, un ser espiritual aunque, al mismo tiempo, real», un doble hecho de sombras que sobrevive a la muerte —al que los antiguos griegos denominaban psique— y que se manifiesta en los sueños cuando se adormece la conciencia. Para Rank la relación con un hermano del mismo sexo, con un doble, es equiparable a la relación que sostenemos con nuestro propio yo inconsciente, con nuestra psique, con la muerte y con la inmortalidad, una relación que expresa nuestro profundo deseo de muerte del ego, nuestro anhelo de abandonarnos a algo superior al ego y de fundirnos con el yo trascendente. La imagen del amor fraterno representa pues nuestro impulso a ir «más allá de la psicología».

La primera fase de la vida psíquica tiene que ver con la diferenciación y suele manifestarse como hostilidad pero la segunda, en cambio, tiene que ver con la entrega y el amor. Pero Rank nos advierte de los peligros de interpretar esto de manera demasiado literal y externa porque no existe ningún ser humano concreto, ni siquiera la esposa o el hermano, que pueda desempeñar el papel de nuestro propio alter ego.

Este anhelo de algo superior […] se origina en la necesidad individual de expandirnos más allá de los dominios de nuestro yo […] algún tipo de «más allá» […] al que entregarnos.

Pero no existe nada que «pueda sobrellevar el peso de esta expansión». Resulta extraordinariamente difícil comprender que «existe una diferencia entre nuestras necesidades espirituales y nuestras necesidades humanas y que la satisfacción o cumplimiento de cada una de ellas debe lograrse en esferas diferentes». La falsa personalización de la necesidad de ser amado aboca irremisiblemente a la desesperación y al sentimiento de inferioridad. Rank subraya que la imagen del Doble complementario es un símbolo que ningún ser humano puede encarnar por nosotros; necesitamos comprender su religiosidad, verlo como una encarnación de nuestra ambivalente necesidad de diferenciación y semejanza, individualidad y conexión, vida natural e inmortalidad. De esta manera, su reflexión sobre el tema de los hermanos le conduce «más allá de la psicología»[3].

En ocasiones el concepto junguiano de sombra es igualmente profundo; en otras, sin embargo, Jung escribe desde el punto de vista del ego y considera a la sombra como una figura negativa, como un simple agregado de los aspectos devaluados y negados de nuestra propia biografía personal que deben ser reintegrados antes de poder asumir el compromiso real de acometer el trabajo de individuación que nos obliga a enfrentarnos a los arquetipos del sexo opuesto. Según Jung, el último estadio del viaje hacia la plenitud psicológica presupone nuevamente la aparición de un arquetipo que aparece como una figura de nuestro mismo sexo, el yo. Desde esta perspectiva lineal las dos figuras internas del mismo sexo, la sombra y el yo, corresponden a dos momentos muy distintos del proceso, el comienzo y el final. Sin embargo, la relación existente entre la sombra y el yo no siempre resulta tan evidente y si nos limitamos a considerar que las figuras internas del mismo sexo constituyen una representación del arquetipo del hermano se nos aparecerá como una figura notablemente ambivalente y numinosa.