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REDIMIENDO NUESTROS DIABLOS Y NUESTROS DEMONIOS

Stephen A. Diamond

Licenciado en Psicología; ejerce en Los Altos, California. Entre sus escritos cabe destacar artículos como «The Psychology of Evil», «Rediscovering Rank» y el resumen de la obra de Rollo May «Finding Beauty».

El problema del mal no es nuevo en el campo de la psicología aunque es ciertamente oportuno referirse a él. El mismo Freud, como luego hicieron tantos otros psicólogos y psiquiatras de este siglo, entre los cuales cabe destacar a Jung, Fromm, May, Menninger, Lifton y recientemente M. Scott Peck, se ocupó del tema.

Según Freud, existe un antagonismo constante entre el malvado «instinto de muerte» (Thanatos) y el bondadoso «instinto de vida» (Eros), una especie de duelo en el que el mal siempre termina imperando. Jung, por su parte, empleó «el término [nietzscheano] de “sombra” para referirse a la maldad del individuo y reservó el concepto de “mal” para maldad colectiva»[1]. Según este punto de vista —asentado en la tradición individualista del protestantismo suizo— no debemos buscar el origen de lo patológico, de lo negativo y de lo malo en la cultura sino en la actitud moral del individuo ya que la causa original del mal no radica en la moralidad colectiva pues ésta sólo «se transforma en algo negativo [es decir, en algo malo] cuando el individuo considera sus mandamientos y prohibiciones como algo absoluto e ignora el resto de sus pulsiones»[2].

Al igual que luego hizo Peck, Rollo May sostuvo firmemente que en Estados Unidos tenemos una comprensión muy limitada de la verdadera naturaleza del mal y que, por consiguiente, no estamos en las mejores condiciones de relacionarnos con él. En su obra, May se hace eco de la advertencia de Jung a Europa:

El mal se ha convertido en una realidad determinante que ya no puede eliminarse del mundo por medio de una simple paráfrasis. A partir de ahora debemos aprender a controlarlo porque va a permanecer junto a nosotros aunque, de momento, resulte difícil concebir cómo podremos convivir con él sin sufrir sus terribles consecuencias.[3]

En opinión de May el término de diablo «es inadecuado porque proyecta el poder fuera del yo y abre las puertas a todo tipo de proyecciones psicológicas»[4]. Es por ello que, siguiendo el ejemplo de su gran maestro y amigo Paul Tillich, May opuso la noción de daimon al símbolo judeocristiano del mal cósmico, el «diablo». Peck, cuyos escritos han sido comparados con los de May, centra fundamentalmente su atención en el campo lo teológico y de lo espiritual desde un sistema de creencias convencionalmente cristiano. Peck distingue entre la maldad humana y la maldad demoníaca y considera que la primera es «un tipo específico de enfermedad mental», una forma crónica y solapada de «narcisismo maligno», mientras que, en su opinión, la segunda constituye la consecuencia sobrenatural directa de «estar poseído por demonios inferiores» —o por el mismo Satán— un problema cuyo único tratamiento posible es el exorcismos.[5]

Desde mi punto de vista, el concepto junguiano de sombra y, más concretamente, el conocido modelo de May de lo daimónico, han abierto el camino que nos conduce a una psicología más comprensiva del mal. Examinemos ahora en detalle el modelo propuesto por May para entender más clara mente sus diferencias con el concepto de Peck.

Diablos, demonios y lo daimónico

Durante mucho tiempo los diablos y los demonios han sido considerados como la causa y la personificación del mal. Según Freud, los pueblos aborígenes proyectaron su hostilidad sobre demonios imaginarios. En su opinión, «es muy posible que el mismo concepto de demonio esté relacionado, de un modo u otro, con la muerte» y agregó que

[…] el hecho de que los demonios siempre hayan sido considerados como los espíritus de las personas que acaban de morir testimonia claramente la influencia del duelo en el origen de la creencia en los demonios.[6]

Históricamente hablando, los demonios han servido de chivo expiatorio y de receptáculo de todo tipo de impulsos y emociones amenazadoras e inaceptables, especialmente aquellas que tienen que ver con el hecho inexcusable de la muerte. Pero la visión popular y parcial y unilateral de los demonios es psicológicamente simplista e ingenua. Según Freud, los malignos demonios, tan temidos por nuestros antepasados, cumplían con ciertas funciones en el proceso del duelo ya que, una vez afrontados e integrados por el sujeto, acababan siendo «reverenciados como ancestros y eran invocados para que proporcionaran ayuda en los malos momentos»[7].

Refiriéndose a la idea medieval de lo «daimónico», Jung dice que

[…] los demonios son intrusos procedentes del inconsciente, irrupciones espontáneas de complejos del inconsciente en la continuidad del proceso de nuestra conciencia. Los complejos son comparables a demonios que hostigan caprichosamente nuestro pensamiento y nuestra acción. Es por ello que, en la antigüedad y en la Edad Media, las perturbaciones neuróticas agudas eran consideradas como una consecuencia de la posesión.[8]

Antes de la aparición de la filosofía cartesiana en el siglo XVIII y de su consecuente énfasis en el objetivismo científico, se creía a pies juntillas que los desórdenes o la enajenación emocional eran obra de los demonios que habitaban el cuerpo (o el cerebro) inconsciente del infortunado sufriente. Esas imágenes de entidades voladoras invasoras dotadas de poderes sobrenaturales siguen presente en algunos de los eufemismos que utilizamos para referirnos a la locura («tener murciélagos en el tejado», por ejemplo) y en los delirios paranoicos de hallarse bajo la influencia de extraterrestres procedentes de platillos voladores.

El enfoque cartesiano separó la mente del cuerpo y el sujeto del objeto, rechazó de plano todos los fenómenos subjetivos «irracionales» y sólo consideró «real» a los fenómenos objetivamente mensurables y cuantificables.

Este avance supuso un considerable paso adelante en el desarrollo del pensamiento humano y permitió al Renacimiento tardío desembarazarse —en una clara maniobra de depuración científica— de la superstición, la brujería, la magia y toda la amplia panoplia de criaturas míticas, tanto de signo positivo como negativo, que tan importantes habían sido hasta ese momento. Pero, como declaró May:

[…] al desembarazarnos de las hadas, los duendes y toda su cohorte, terminamos empobreciendo nuestras vidas y el empobrecimiento no es el mejor modo de eliminar la superstición de la mente humana […]. De ese modo, nuestro cuerpo terminó desencantándose y eso quebró nuestra armonía con la naturaleza y con nosotros mismos.[9]

La dilatada investigación realizada por Jung le llevó a concluir que las poderosas fuerzas arquetípicas del inconsciente «poseen una energía específica que causa o fomenta determinados impulsos o modalidades de conducta, es decir, que bajo determinadas circunstancias constituyen una fuerza posesiva u obsesiva (¡numinosa!). Concebirlas, por tanto, como daimones es algo perfectamente acorde con su naturaleza»[10]. Siguiendo la misma línea, May nos recuerda que el moderno término demonio se deriva de la antigua noción griega de daimon y utiliza este concepto para elaborar su modelo mitológico de lo daimónico:

Lo daimónico es cualquier función natural —como la sexualidad, el erotismo, la cólera, la pasión y el anhelo de poder, por ejemplo— que tiene el poder de dominar a la totalidad de la persona. Lo daimónico puede convertirse en un acicate para la creación o en un terremoto destructivo y, con mucha frecuencia, en ambas cosas al mismo tiempo. Pero cuando este poder funciona mal y un fragmento termina usurpando el control de toda la personalidad padecemos una «posesión daimónica», el término tradicional con el que se ha denominado a la psicosis a lo largo de la historia. Obviamente, lo daimónico no es una entidad sino una función arquetípica fundamental de la experiencia humana, una realidad existencial.[11]

Según la discípula de Jung Marie-Louise von Franz, «en la Grecia prehelénica —como en Egipto— los demonios formaban parte de una colectividad anónima»[12]. Este es también el modo en que May concibe a lo daimónico, una fuerza primordial, indiferenciada e impersonal de la naturaleza. Al igual que ocurría con los demonios primitivos descritos por Freud, para los antiguos griegos el daimon era maligno y creativo y constituía, al mismo tiempo, un motivo de destrucción y una fuente de orientación espiritual. Platón, por ejemplo, utilizaba en ocasiones el término daimon como sinónimo de theos (o dios) y desde su punto de vista el poderoso Eros era también un daimon.

Así pues, los daimones eran buenos o malos, constructivos o destructivos, según la relación que la persona sostuviera con ellos. Según May:

[…] durante la época helenística y cristiana se acrecentó la división dualista entre los aspectos positivos y negativos de los daimones. Siguiendo esta línea hemos llegado, en la actualidad, a tener una población celestial dividida en dos campos, los ángeles, encabezados por Dios, y los diablos, aliados de Satán. Aunque jamás haya sido expresado racionalmente en estos términos no es difícil adivinar que en aquél tiempo esa fue la manera más sencilla de resistir y vencer al diablo.[13]

Pero quienes siguen perpetuando esta dicotomía artificial no alcanzan a comprender que es imposible conquistar a los llamados diablos y demonios destruyéndolos sino que, por el contrario, debemos aceptarlos y asimilar lo que simbolizan en nuestro yo y en nuestra vida cotidiana. Esta —que fue una tarea relativamente sencilla para los pueblos primitivos— resulta, sin embargo, bastante más difícil de llevar a cabo para los modernos postcristianos, precariamente armados con los «dioses» de la actualidad, la ciencia, la tecnología e incluso las nuevas corrientes religiosas.

Lo daimónico versus el diablo

En la actualidad el diablo ha sido reducido a un concepto muerto despojado de la autoridad de la que un día disfrutó. De hecho, para la mayoría de nosotros Satán ha dejado de ser un símbolo y se ha convertido en un mero signo, el signo de un sistema religioso al que menospreciamos y tachamos de acientífico y supersticioso. No obstante, vivimos en una época en la que el problema del mal personal y colectivo encabeza con alarmante regularidad los titulares de los periódicos y las cabeceras de los telediarios. El mal se enseñorea por doquier bajo la apariencia de ataques de cólera, rabia, hostilidad, agresividad interpersonal y la denominada violencia gratuita.

La violencia —escribe May— constituye una deformación de lo daimónico, una especie de «posesión demoníaca» en su aspecto más despiadado. Vivimos en una época de transición en la que los canales normales de expresión de lo daimónico se hallan cerrados, una época, por tanto, en que lo daimónico se expresa de la manera más destructiva.[14]

Estos períodos turbulentos nos obligan a afrontar la cruda realidad del mal. A falta de un mito psicológicamente más adecuado, integrado y significativo, hay quienes se aferran al obsoleto símbolo del diablo para expresar sus inquietantes tropiezos con el aspecto destructivo de lo daimónico. La repentina proliferación de cultos satánicos en la actualidad refleja la emergencia de este antiguo símbolo que suele ir acompañado de una fascinación mórbida por el diablo y la demonología. En mi opinión, no obstante, esta propensión hacia el satanismo constituye un esfuerzo desesperado y erróneo de establecer contacto con el reino de lo transpersonal y dar algún tipo de sentido a nuestra vida. La persecución de objetivos tan legítimos mediante conductas tan perversas —y, en ocasiones, tan mortíferas— manifiesta a todas luces el dilema que nos aflige. Así pues, el problema parece estribar en la rígida división establecida por la tradición religiosa occidental entre el bien y el mal, un dualismo inflexible que condena a lo daimónico como algo exclusivamente maligno, el mismo dualismo erróneo sobre el que, en nuestra opinión, se asienta el pensamiento de Peck.

Necesitamos una nueva concepción de la realidad encarnada por el diablo, un concepto que englobe también los aspectos creativos que conlleva este poder elemental en el que, según Jung, tenía lugar la coincidencia oppositorum. De hecho, en opinión de May, la palabra diablo:

Procede del griego diabolos, un término que perdura todavía en la palabra «diabólico». Es interesante constatar que el significado literal de diabolos es el de «desgarrar» (diabollein). También resulta muy significativo advertir que diabólico es el antónimo de «simbólico», un término que procede de sym-bollein, que significa «reunir», juntar. Este significado etimológico tiene una importancia extraordinaria en lo que respecta a la ontología del bien y del mal. Lo simbólico es, pues, lo que reúne, lo que vincula, lo que integra al individuo consigo mismo y con el grupo; lo diabólico, por el contrario, es aquello que lo desintegra, aquello que lo mantiene separado. Ambas facetas se hallan presentes en lo daimónico.[15]

La sombra y lo daimónico

Aunque existen importantes similitudes entre el concepto de sombra y el de daimon también existen, no obstante, considerables diferencias entre ellos. La revitalización del modelo de lo daimónico realizada por May constituye un intento de contrarrestar y corregir el dogmatismo, deshumanización, mecanización y abuso que ha hecho la moderna psicología profunda del concepto junguiano de sombra y de su tremenda significación psicológica con respecto a la naturaleza de la maldad del ser humano.

Uno de los principales obstáculos que supone el concepto junguiano de sombra no consiste en la tentación de proyectar el mal sobre una entidad externa —como el diablo, por ejemplo— sino sobre un «“fragmento” relativamente autónomo de la personalidad»[16], llámesele «sombra», «extraño» u «otro». De este modo, en lugar de decir «fue obra del diablo», podemos seguir renunciando a nuestra responsabilidad personal y afirmar que «fue obra de la sombra (o de lo daimónico)». La noción de May de lo daimónico pretende minimizar los estragos causados por esta renuncia a la integridad, libertad y responsabilidad personal conservando «un elemento fundamental, la decisión de trabajar a favor o en contra de la integración del yo»[17]. Cuando consideramos que lo daimónico es algo maligno (es decir, demoníaco) tratamos de reprimirlo, negarlo, adormecerlo o excluirlo de nuestra conciencia. Pero, de ese modo, no hacemos más que contribuir al proceso del mal potenciando las violentas erupciones de cólera, rabia, destructividad social y todas las diversas psicopatologías que resultan de reafirmar los aspectos más negativos de lo daimónico. En lugar de ello, debemos tratar de integrar constructivamente lo daimónico en nuestra personalidad y participar así positivamente en el proceso de la creatividad.

James Hilman nos recuerda que el encuentro personal de Jung con lo daimónico le persuadió de nuestra «enorme responsabilidad» al respecto. May, al igual que Jung, considera que tenemos la obligación ética y moral de elegir cuidadosamente nuestra respuesta a los frecuentemente ciegos impulsos psicobiológicos de lo daimónico y a asumir con resolución nuestras decisiones más constructivas. Es bien conocido el hecho de que Jung no logró superar la emergencia abrumadora de material procedente del inconsciente mediante la represión o el acting out sino gracias a un compromiso casi religioso con la «imaginación activa», con la observación y con el escrupuloso registro de su experiencia subjetiva. Esta decisión consciente y deliberada reiterada una y otra vez fue —como dice Hilman— la que terminó convirtiendo finalmente a Jung en un «hombre daimónico»[18].

Según May, la noción de daimon abarca e integra los conceptos junguianos de sombra y de yo y los arquetipos de anima y animus. Pero, mientras que Jung distingue entre la sombra y el yo y también establece diferencias entre la sombra personal y la sombra y los arquetipos colectivos, May, por su parte, no lleva a cabo tales distingos. Recordemos la cautela de Marie-Louise von Franz a este respecto:

Debemos permanecer escépticos ante cualquier intento de relacionar estas «almas», o «daimones», con los conceptos junguianos de sombra, anima, animus y yo. Jung solía afirmar que cometeríamos un grave error si supusiéramos que la sombra, el anima (o el animus) y el yo se encuentran separados en el inconsciente de una persona y se manifiestan en un orden concreto y definido […]. Si analizamos las distintas personificaciones del yo entre los daimones de la antigüedad advertiremos que algunos de ellos son una mezcla entre la sombra y el yo, o entre el animus-anima y el yo. En otros términos, podríamos decir que representan la «otra» personalidad inconsciente del individuo todavía indiferenciada.[19]

Sin embargo, a pesar de todas estas diferencias la unificadora noción junguiana de sombra nos ayuda a reconciliar la fragmentación impuesta por el conflicto entre opuestos. El hecho de afrontar y asimilar nuestra sombra nos obliga a re conocer la totalidad de nuestro ser, una totalidad que engloba el bien y el mal, lo racional y lo irracional, lo masculino y lo femenino, lo consciente y lo inconsciente. Si comparamos los conceptos psicológicos de sombra y de daimon tenemos la fuerte impresión de que tanto Jung como May están intentando señalar la misma verdad fundamental de la existencia humana. A diferencia de lo que ocurre con el concepto de May de lo daimónico o con la noción junguiana de sombra, sin embargo, el concepto de Peck de lo «demoníaco» constituye algo exclusivamente negativo, un poder tan vil que en modo alguno puede ser redimido y sólo puede ser exorcisado, expulsado o excluido de la conciencia.

La psicoterapia constituye uno de los posibles caminos que nos conducen a llegar a ponernos de acuerdo con lo daimónico. Cuando asumimos nuestros «demonios» internos —simbolizados por aquellas tendencias que más tememos y rechazamos— los transmutamos en útiles aliados, en energía psíquica renovada y apta para propósitos más constructivos. Este proceso de descubrimiento puede conducirnos a la paradoja con la que tropiezan muchos artistas: Lo que antes habíamos negado y rechazado se convierte en la verdadera fuente redentora de nuestra vitalidad, creatividad y espiritualidad.