INTRODUCCIÓN

La sombra personal constituye un asunto completamente subjetivo pero la sombra colectiva, por su parte, configura la realidad objetiva a la que comúnmente denominamos mal. Nuestra sombra personal puede modificarse mediante el esfuerzo moral pero la sombra colectiva, sin embargo, no se ve alterada por nuestros esfuerzos racionales y puede dejarnos con una sensación de total y absoluta indefensión. No obstante, cuando nuestros valores se sustentan en los valores institucionalizados nos sentimos vacunados contra los efectos negativos del mal. Es por ello que hay quienes buscan refugio a su desesperación en la fe y la obediencia a los valores absolutos que proponen los sistemas religiosos o ideológicos que históricamente ha utilizado el ser humano como defensa psicológica ante las profusas amenazas del mal.

El mal y los problemas que acarrea han llamado la atención del ser humano desde los tiempos más remotos.

El Zeitgeist de cada generación —el espíritu de la época— tiñe nuestra percepción de lo que es el bien y lo que es el mal. Entre los pueblos aborígenes —que han permanecido prácticamente inalterados desde la Edad de Piedra— el mal siempre ha estado asociado a la oscuridad y la noche. La vida cotidiana de esos pueblos —para quienes el mal sólo acecha amenazadoramente en la oscuridad de la noche— está impregnada de creencias supersticiosas asociadas literal y simbólicamente con la idea de la sombra.

En su clásico El Doble, Otto Rank pasa revista a algunas de las formas mediante las cuales internalizamos nuestra sombra como una expresión elocuente del pacto que establece el alma del ser humano con el problema del bien y el mal. En ese libro Rank estudia detalladamente la forma en la que los pueblos nativos regulan de modo ritual sus relaciones con la sombra a través de las tradiciones y del tabú.

En el Antiguo. Egipto el mal era deificado con la figura de Set, el hermano oscuro de Osiris. Set personificaba el árido desierto, la causa de todas las sequías y plagas que azotaban a la floreciente cultura del fértil valle del Nilo. En la mitología persa, por su parte, la vida era simbolizada como una batalla entre Ahura-Mazda, que representaba la fuerza de la vida, portadora de luz y de verdad, y Ahriman, que representaba la fuerza de la maldad colectiva, el señor de la oscuridad, de la mentira, la enfermedad y la muerte.

La cultura hindú prevalente en todo el subcontinente indio considera que el mal transpersonal forma parte de la continua transformación de la única substancia divina, la energía vital. Según el erudito Heinrich Zimmer el mal forma parte integral del ciclo kármico de causa y efecto. Los hindúes creen que su felicidad o su desdicha dependen de sus acciones y de las intenciones que las mueven. Según un relato hindú «el bien y el mal se alternan en incesante ciclo. Por consiguiente, el sabio no se identifica con el bien ni con el mal. El sabio no está ligado absolutamente a nada».

El pensamiento occidental, por su parte, se sustenta en los aleccionadores relatos de la biblia judeocristiana y en la mitología griega. Toda nuestra cultura se halla impregnada con imágenes procedentes del drama del Antiguo Testamento, la historia de un pueblo guiado por la conciencia que sostuvo un privilegiado diálogo con su Creador. Las parábolas de Jesús y la parafernalia que acompaña a Satán —el ángel de las tinieblas— nos proporcionan los símbolos fundamentales para comprender la maldad humana.

Para la mitología griega, en cambio, el mal colectivo es una creación divina. Todos los dioses del panteón olímpico —desde el más prominente hasta el más insignificante— presentan una extraordinaria correspondencia psicológica con nuestro mundo de hybris y de sombras. Se trata de fuerzas arquetípicas, de fenómenos reales y palpables que se originan más allá del mundo de causas y efectos pero que se manifiestan entre los seres humanos. En los grandes mitos griegos el mal es una fuerza preexistente con la que deben contar los mortales. Repasemos ahora la historia de Pandora, cuya curiosidad fue, según la mitología griega, la causa de todas las desgracias que aquejan al ser humano:

El gran Zeus, poderoso señor de los cielos y gobernador de todos los dioses, encolerizado con Prometeo por haber robado el fuego de los dioses, dijo así: «Tu arte es más sabio que el de todos nosotros, te regocijas de haberme engañado y de haber robado el fuego. Esto te perjudicará a ti y a todos los seres humanos porque mi venganza hará caer sobre ellos todos los males rodeando con amor su propio dolor».

Siguiendo las órdenes de Zeus, Hefesto, el herrero de los dioses, construyó con arcilla una inocente doncella a imagen de la hermosa Afrodita, diosa del amor. Esta figura femenina, predecesora de todos los mortales, fue bautizada con el nombre de Pandora («la rica en dones»). Cuando Atenea la adornó con cualidades casi divinas Pandora era encantadora. La indignación de los Olímpicos con el engaño de Prometeo era tal que todos los dioses y diosas participaron en la venganza. El mismo Zeus resolvió proporcionar a Pandora una curiosidad insaciable y luego le regaló una caja cerrada de arcilla con la advertencia de que jamás debía abrirla.

Prometeo —sabedor de los ponzoñosos regalos de los dioses— había advertido a su hermano Epimeteo que no aceptara ningún regalo de ellos. Pero cuando Hermes, el mensajero de los dioses, le obsequió a Pandora, Epimeteo no pudo resistir los encantos de la hermosa mujer y aceptó. De este modo Pandora llegó a vivir entre los mortales.

No pasó mucho tiempo antes de que Pandora sucumbiera a su curiosidad, abriera la caja y liberara, de ese modo, a todos los infortunios —desconocidos hasta entonces— que desde ese momento afligen a la humanidad. Entonces cerró nuevamente la caja a tiempo todavía de mantener dentro a la Esperanza, pero ya era tarde porque todas las numerosas calamidades de la caja se habían diseminado por toda la tierra. Ese fue el origen de la vejez y de la muerte que completó la separación entre los seres humanos y los dioses inmortales.

A veces no vemos los males del mundo pero en otras, en cambio, los descubrimos con aterradora lucidez. Carl Kerenyi ha explicado la actitud de Epimeteo en el mito de Pandora diciendo que la naturaleza humana acepta los regalos y sólo después percibe el mal. Nosotros percibimos el mal como un conflicto entre lo que esperamos de la vida y lo que ésta realmente es. Nuestra entusiasta visión del mundo nos ciega a la visión de lo negativo pero esta ignorancia tiene importantes consecuencias. De este modo permanecemos inconscientes de la realidad del mal y esta ingenuidad puede explicar gran parte de las abominaciones realizadas por los seres humanos en nombre de una causa noble.

La sombra colectiva puede convertirse en un fenómeno de masas y hacer que naciones enteras se vean poseídas por la fuerza arquetípica del mal. Esto puede explicarse por un proceso inconsciente denominado participation mystique, un proceso mediante el cual los individuos y los grupos se identifican emocionalmente con un objeto, una persona o una idea y dejan de lado cualquier tipo de discriminación moral. Este fenómeno colectivo es el que sustenta la identificación con una ideología o un líder que da cauce de expresión a los miedos y sentimientos de inferioridad de toda una colectividad. A menudo esta situación asume formas colectivas fanáticas y da lugar a fenómenos tales como la persecución religiosa, la intolerancia racial, el sistema de castas, el fenómeno del chivo expiatorio, la caza de brujas o el odio genocida. De este modo, cuando la sombra reprimida por toda una sociedad se proyecta sobre una minoría se activa considerablemente el potencial para el mal de esa colectividad. Los pogroms zaristas del último cambio de siglo, la persecución y el holocausto nazi de judíos, gitanos y homosexuales en la Segunda Guerra Mundial, el anticomunismo y el maccarthismo norteamericano de los años cincuenta y el sistema constitucional sudafricano del apartheid constituyen espantosos ejemplos de este fenómeno. Nuestro siglo ha sido testigo de psicosis masivas que ha engendrado actos de barbarie de una crueldad hasta entonces inimaginable.

La expresión del mal colectivo suele desafiar nuestra comprensión. Es como si de repente estas fuerzas brotaran de la mente inconsciente de un gran número de personas. Cuando tiene lugar una epidemia mental de tales proporciones nos hallamos indefensos para combatir las calamidades que provoca. Los pocos que no quedan atrapados en tal fenómeno masivo de participation mystique corren el peligro de convertirse en víctimas de él. Consideremos, sin ir más lejos, la negativa del pueblo alemán a aceptar la existencia de los campos de exterminio nazis, la ceguera del mundo entero al régimen genocida del Khmer Rojo de Camboya o la indiferencia global al sufrimiento del pueblo tibetano a manos del despiadado comunismo chino.

Este fenómeno colectivo suele personificarse en un determinado líder político —Napoleón, Stalin, Hitler, Pol Pot o Saddham Hussein, por ejemplo— quien sobrelleva entonces las proyecciones colectivas reprimidas por toda una cultura. «La sombra colectiva no sólo se halla viva en tales líderes —dice Liliane Frey-Rohn— sino que ellos mismos son representaciones de la sombra colectiva, del adversario y del mal».

En los últimos años hemos presenciado valerosos intentos de poner fin a este tipo de problema. El moderno santo hindú Mohandas Gandhi consiguió recuperar la dignidad e independencia de la India mediante la no violencia, un movimiento que ha terminado liberando a casi todas las naciones del Tercer Mundo de la colonización imperialista más descarada. Martin Luther King y el movimiento por los derechos civiles constituyó la avanzadilla de la causa de la igualdad racial y sigue inspirando a individuos y naciones a desafiar las fuerzas represivas del mal. Las sanciones de toda una civilización unificada contra el fenómeno del apartheid sudafricano son un resultado directo de este logro. El movimiento por los derechos de las mujeres, de los niños, de los marginados y de los ancianos desafía abiertamente las fuerzas inconscientes del mal presentes en la vida americana. En la antigua Unión Soviética podía observarse el extraordinario esfuerzo de toda una nación por liberarse de las garras de una ideología destructiva. Resulta muy alentador observar el rechazo de todo el pueblo ruso y de las naciones aledañas, de las fuerzas oscuras que han gobernado su sistema político durante casi un siglo.

Pero para evitar caer involuntariamente en la ingenuidad inconsciente necesitamos de continuo nuevas formas de pensar sobre el mal. Para la mayor parte de nosotros el mal sigue siendo un tigre que descansa aletargado en un rincón oscuro de nuestra vida. De tanto en tanto despierta, ruge amenazadoramente y —si no ocurre nada terrible— nuestra propia necesidad de negar su peligrosa presencia vuelve nuevamente a adormecerle.

La negación del mal es una conducta aprendida. Sólo así podemos soportar la realidad. Desde nuestra infancia más temprana todos hemos experimentado de manera directa o indirecta el mal a través de la conducta inexplicable de los demás y las imágenes impersonales de la televisión, los nuevos medios de comunicación, el cine, las novelas y los cuentos de hadas. Esta situación obliga a nuestras jóvenes mentes a encontrar alguna explicación para la realidad objetiva del mal y su amenazante peligro.

Algunos consiguen superar estas amenazadoras experiencia sin ayuda. Las formulaciones infantiles sobre las sombras y el mal, tales como el hombre del saco, por ejemplo, eliminan la inmediatez de tal presagio del peligro pero constituyen pobres adaptaciones posteriores a la vida generando todo tipo de síntomas, desde el miedo a la oscuridad a perturbadoras reacciones fóbicas. Hay quienes lamentablemente se hallaron expuestos de manera prematura y trágica al abismo del mal —que fueron víctimas del abuso infantil, de las guerras y de otros tipos de crímenes— y que jamás han terminado de recuperarse de tales experiencias. Otros han recibido un adoctrinamiento religioso tan extraordinariamente dogmático sobre el mal del mundo que sobreviven con estereotipos de azufre, fuego, infiernos, castigos y todo tipo de supersticiones relativas al bien y el mal. La mayoría de nosotros, sin embargo, solemos utilizar como estrategias de enfrentamiento, la evitación y la negación. Pero la negación del mal constituye una aflicción permanente de la humanidad que quizás constituye la forma más peligrosa de pensar. En Escape from Evil, Ernest Becker sugiere que la causa fundamental de todos los males del mundo descansa en la expectativa y el deseo quimérico de negar el mayor de los males, la muerte: «En sus intentos de evitar el mal el ser humano es responsable de haber producido más daño al mundo que el que podrían haber originado los organismos ejercitando simplemente sus tractos digestivos. Es la ingenuidad del ser humano, más que su naturaleza animal, lo que ha acarreado tan amargo destino terrenal».

No todo el mundo está de acuerdo en que el mal constituya un aspecto permanente de la condición humana. San Agustín ya expuso la doctrina de la privatio boni, la idea de que el mal no es más que la ausencia del bien, una noción según la cual las buenas acciones pueden ayudarnos a erradicar el mal. En Aion Jung criticaba este tipo de pensamiento diciendo:

Existe una tendencia casi innata a dar prioridad a lo «bueno» y a hacerlo así con todos los medios a nuestro alcance, sean adecuados o no […], la tendencia a maximizar el bien y a minimizar el mal. La privatio boni puede pues ser una verdad metafísica. En este tema no conviene dar nada por supuesto. Sólo subrayaría que en nuestro campo de experiencia el blanco y el negro, la luz y la oscuridad, el bien y el mal, etcétera, son opuestos equivalentes que siempre se implican mutuamente.

En su reciente Banished Knowledge la prolífica escritora y psicoanalista Alice Miller recurrió a la controvertida noción de la privatio boni cuando afirmó claramente que la sombra colectiva no existe y que tales ideas en sí mismas son una negación del mal:

La doctrina junguiana de la sombra y la noción de que el mal es el reverso del bien están orientadas a negar la realidad del mal. El mal es real pero no se trata de algo innato sino adquirido, algo, sin embargo, que nunca es el reverso del bien sino más bien su destructor […]. Por más que se repita una y otra vez, no es cierto que el mal, la destructividad y la perversión constituyan un aspecto ineludible de la existencia humana. Lo cierto es que el mal siempre produce más mal y, con ello, un océano de sufrimiento, por otra parte, perfectamente evitable. El día en que la humanidad despierte y se disipe la ignorancia actual relativa al tema de la represión infantil pondremos verdaderamente un punto final a la producción del mal.

No obstante, la hipótesis operativa que presentamos en Encuentros con la Sombra es que el mal constituye un factor vital inextricablemente ligado a lo mejor de la humanidad. Para rechazar el legado de Pandora deberíamos retornar a su caja todas las calamidades, lo cual parece lógica y mitológicamente imposible. Ha sido precisamente cuando los seres humanos han cerrado los ojos a la realidad del mal que han ocurrido desgracias y calamidades mucho peores que el mal que deseaban erradicar. Recordemos, a este respecto, las Cruzadas contra los infieles de la Edad Media o la reciente guerra de Vietnam, sin ir más lejos.

Nuestra única posibilidad de afrontar los problemas de la maldad del mundo consiste en asumir nuestra propia responsabilidad personal. Según el analista junguiano Edward C. Whitmont «debemos reconocer y aceptar que la maldad y la vileza está en cada uno de nosotros por el hecho de ser humanos y haber desarrollado un ego. Debemos reconocer la objetividad arquetípica del mal como el espantoso semblante de una fuerza sagrada que no sólo contiene el crecimiento y la maduración sino que también encierra destructividad y podredumbre. Sólo entonces podremos relacionarnos con nuestros semejantes considerándolos como víctimas en lugar de hacerlo como chivos expiatorios».

Las doctrinas infalibles no existen y nuestro sincero intento de descubrir la verdad sobre el mal en nuestras vidas sólo constituye una promesa de aumentar nuestra conciencia. Cada generación tiene sus propios encuentros con el espectro aterrador del mal. Nuestros hijos, nacidos en una época de dogmas simplistas de potencial destructivo desconocido hasta el momento, exigen y merecen de nosotros un planteamiento equilibrado y un lúcido conocimiento del mal.

En la séptima sección de nuestro libro presentamos y cotejamos algunas de las principales ideas sobre el tema del mal desde el punto de vista psicológico. Los ensayos recogidos aquí pretenden completar las lagunas que pudieran existir en el lector respecto de la gran diversidad de aproximaciones psicológicas sobre el tema del mal.

El capítulo 24, extraído de Recuerdos, sueños y pensamientos, la autobiografía de C. G. Jung escrita al final de su vida, resume las últimas reflexiones de Jung sobre el tema del mal y su indispensable necesidad para la psicología y el autoconocimiento del individuo.

En el segundo ensayo, procedente de su libro Power and Innocence, el psicólogo Rollo May, nos expone su idea de que la inocencia (a la que él denomina «pseudoinocencia») constituye una defensa infantil contra la toma de conciencia del mal.

El psiquiatra y autor de best-sellers M. Scott Peck delinea en el siguiente capítulo, extraído de People of the Lie, una aproximación psicológica al problema del mal que incluye una definición de las características de las personas malvadas basada en el Cristianismo. «Con demasiada frecuencia —dice Peck— las personas malas suelen ser destructivas porque están intentando destruir el mal. El problema es que ellos se equivocan en su ubicación del locus del mal. En lugar de destruir a los demás deberían ocuparse en destruir la enfermedad que albergan en su propio interior».

A continuación Stephen A. Diamond examina varios enfoques psicológicos sobre el mal, incluyendo también una evaluación crítica de las ideas presentadas por May y Peck en los dos capítulos precedentes. Su visión de los demonios y de lo daimónico profundiza cualquier visión simplista del mal y da un paso adelante hacia una psicología progresiva del mal.

El siguiente capítulo, «La dinámica fundamental del mal humano» representa el trabajo final de Ernest Becker. En este extracto de Escape from Evil compara las ideas psicológicas de Otto Rank, Freud y Jung y hace especial hincapié en las ideas de Wilhelm Reich. Según Becker el principal beneficio del psicoanálisis ha sido su contribución a la comprensión de la dinámica de la desdicha del ser humano.

En su artículo «Reconocer nuestra división interna», procedente de su libro Out of Weakness, Andrew Bard Schmookler afirma que sólo podremos hacer las paces con la sombra cuando nos comprometamos en una lucha interna contra el mal. Sus observaciones sobre el estudio de Erick Erikson de la sombra de Mahatma Gandhi agregan una interesante dimensión al diálogo que hemos abierto en esta sección.

Estos ensayos no pretenden constituir un estudio exhaustivo sobre el tema del mal pero sí que proporcionan un estimulante acicate para nuestro pensamiento. Acerque una silla a nuestra mesa y participe. El diálogo no ha hecho más que comenzar.