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¿QUIÉNES SON LOS CRIMINALES?
Jerry Fyerkenstad
Gente que se revuelca en el fango. Marginados. Sórdidos. Mezquinos. Indisciplinados. Maleantes. Gamberros. Ladrones. Canallas. Depravados. Repugnantes. Gente que parece pensar con el culo. Una verdadera porquería. Gentuza que desprecia la ley, el camino correcto, el único camino, el camino hecho y derecho. Gente que no teme a Dios ni respeta a sus semejantes. Bestias. Pervertidos. Perros. Gente de mala raza. Bastardos. Ignorantes. Locos. Enfermos. Psicópatas. Almas descarriadas. Almas perdidas. Egoístas. Carniceros. Quebrantahuesos. Asesinos despiadados y fríos como el hielo que no dudarían un instante en matar a su propia madre.
Los criminales representan todo lo que nosotros no somos ni queremos ser, todo lo que rechazamos y deseamos expulsar de la sociedad. «Qué maravilloso sería que pudiéramos librarnos definitivamente de todos ellos. Esas personas ruines e indignas deben ser exterminadas. Encerrémoslas y tiremos la llave». Pero ese camino es un camino aparentemente erróneo del viaje del alma, un camino negativo, la Vía Negativa de la alquimia.
La alquimia en pocas palabras
La alquimia es muy simple. Comenzamos tomando la massa confusa, la materia prima, el plomo, y lo colocamos en un recipiente sellado, el vaso hermético. Después se calienta el recipiente y se realizan una serie de operaciones sobre la substancia para terminar transformándola en «oro». En opinión de Jung y Hillman, estas operaciones —la condensación, la destilación, la «repetitio», la «mortificatio» y «el matrimonio del rey y la reina»— no tienen ningún significado esotérico sino que se refieren metafóricamente al proceso que tiende a revelamos la verdadera naturaleza de la substancia original. La massa confusa es pues equiparable a la piedra angular de la tradición bíblica y el oro —o el niño de oro— producto final del proceso, equivale al nacimiento del alma.
La alquimia es un Arte Hermético que, según se dice, es guiado por Hermes (Mercurio), que también era el dios de los ladrones, los criminales y otros ciudadanos clandestinos.
En nuestra cultura los delincuentes son la massa confusa, la piedra angular rechazada e indigna. Con ellos no puede hacerse nada sólido ni seguro. Rilke los llamaba los «necesitados», los imperfectos, esos a los que la gente no escucha si primero «no han confesado». Según Rilke «son sus voces las que pueden hacemos escuchar la bondad» y no las voces de los «eunucos de los coros eclesiales» que terminan aburriendo incluso a Dios. Aquí comienza todo. La Gracia sólo puede descender sobre lo imperfecto, sobre aquello que pro clama sus faltas, sus iniquidades y sus debilidades.
Nosotros consideramos que los delincuentes comunes encarnan todos los rasgos negativos indeseables mientras creemos que nosotros somos «justos», buenos y observadores de la ley. ¿Pero se debe a qué somos personas naturalmente buenas o a que tenemos miedo a que nos «encierren»?
El delincuente se debate en el mundo de lo desconocido, más allá de la ley y el orden, en los dominios de Hermes y el inconsciente. El delincuente es cruel, violento e indiferente pero se ha atrevido a atravesar un límite que, en cierto modo, todos necesitamos cruzar. El teólogo y alquimista Sebastián Moore lo expresaba del siguiente modo:
Nuestro misterio más profundo consiste en que nuestras maldades y nuestros impulsos contra la totalidad nos exponen al amor de Dios de un modo y con una intensidad mayor que la que nos proporcionaría el mismo deseo de alcanzar la totalidad.
Nuestros delincuentes son personas que no pueden —o no quieren— crear oro utilizando los mismos procedimientos que la mayoría hemos decidido que son los correctos. Son aquellos que nos venden cosas que pretendemos no desear: cocaína, sexo, estéreos, bicicletas y automóviles «a precios casi regalados». Son aquéllos que están desesperados por su fracaso para alcanzar el «oro» siguiendo los criterios que los demás consideramos adecuados y viven explotando los reinos ocultos de la naturaleza humana que la mayoría negamos hipócritamente. De este modo, creemos erróneamente que al eliminar a los delincuentes nos libraremos también de nuestros propios vicios. Pero esta alternativa es imposible porque lamentablemente ignoramos que nuestros vicios encierran algo esencial para la naturaleza humana, algo que no puede ser encarcelado, abandonado o sacrificado sino que debe ser asumido, comprendido y trabajado alquímicamente.
Lo sagrado en lo profano
Jung creía que Dios, el Dios viviente, sólo puede ser encontrado donde menos queremos mirar, en el lugar en el que más nos resistimos a buscar. Ese Dios se halla oculto en nuestra oscuridad y nuestra sombra, entrelazado con nuestras heridas y complejos, inserto en nuestras patologías. Por otra parte, el Dios de la Creencia, el Dios que no tiene nada que ver con la creación y la vida cotidiana, el Dios ajeno a nuestras imperfecciones mundanas, sólo nos proporciona una excusa para permanecer alejados de las facetas más intrincadas de la existencia humana.
La alquimia es un proceso que nos permite extraer el Dios viviente de los aspectos más corruptos de la existencia. Pero ese proceso no puede comenzar hasta que no reconozcamos nuestra corrupción; una corrupción que se halla presente de manera explícita o implícita. Basta con limitamos a reconocerla, admitir su existencia en nuestras acciones, en nuestras fantasías, en nuestros anhelos más secretos y momentos más ocultos.
En realidad, de lo que estamos hablando es de la diferencia entre el alma y el espíritu. El camino del espíritu es estrecho y ascendente pero el camino del alma, por el contrario, discurre de manera sinuosa, perturbadora y descendente. El camino del alma es también el camino de iniciación a nuestra propia humanidad. Nuestro objetivo, por tanto, no es el de llegar a ser «buenos», ingenuos e inocentes sino llegar a ser auténticos y reconocer nuestra oscuridad mediante la vía negativa. Iniciarnos significa llegar a conocer de qué somos capaces, cuáles son nuestros límites, nuestros odios y nuestros deseos. Pero éste suele ser un conocimiento muy doloroso de adquirir. Sólo podemos ser realmente responsables de nuestras acciones y tomar decisiones inteligentes cuando seamos conscientes de esos factores.
Recordemos el cuento del Príncipe y el Dragón. Un matrimonio anciano que desea tener un hijo consulta a una comadrona que les aconseja que antes de dormir arrojen bajo la cama el agua con el que han lavado los platos. A la mañana siguiente descubren bajo la cama una flor con dos capullos, uno blanco y otro negro, y los recogen a ambos.
Al cabo de unos meses la comadrona vuelve a ser llama da para asistir al parto. Lo primero que aparece es una lagartija viscosa que la comadrona, con el beneplácito semiconsciente de la madre, arroja por la ventana. Unos instantes después nace un hijo robusto y hermoso al que todos aman. Tanta admiración despierta que llega a prometerse en matrimonio con la hija del rey.
Mientras tanto, el Dragón también va creciendo en secreto añorando a su hermano y a su familia, a quienes roba para poder seguir vivo y mantenerse caliente. De este modo, el Dragón termina desarrollando un carácter agrio, malhumorado y rencoroso.
Cuando, el día de la boda el príncipe sale del castillo, su carruaje debe detenerse súbitamente porque un gigantesco Dragón le corta el paso revelándole que es su hermano perdido hace tiempo y le pide que le encuentre una novia o, en caso contrario, jamás volverá a ver a su prometida. Entonces, comienza el difícil proceso —que durará varios años— de encontrar una mujer que esté dispuesta a pasar toda una noche con el Dragón en una habitación.
El punto crítico del relato reside en la escena en la que el Dragón sale de la oscuridad, declara su procedencia y reclama una muchacha que sea capaz de «amarle» tal como es. Hasta ese momento el Dragón se ha visto condenado a vivir como un criminal y un descastado. Ahora no quiere renunciar a ser como es. Ahora es una materia prima que quiere entrar en una habitación especial —el Vaso Hermético— y llevar a cabo un proceso alquímico que culmine en la forja de su alma. Sólo reconociéndose a sí mismo y reclamando lo que necesita podrá ser amado y disponer de un lugar en el mundo. Pero esto precisamente —mostramos a plena luz del día y reconocer los «sentimientos extraños» y los «deseos insanos» que nos abruman— es lo que tanto los delincuentes como los buscadores de chivos expiatorios nos negamos a hacer. En la medida en que «nos neguemos a experimentar esto» seguiremos enclaustrados, escondidos y seremos —como decía Goethe— «simples visitantes perturbados por la oscuridad de la tierra».
Tenemos miedo a ser capturados, a quemarnos (con el aceite), a nuestro Dragón oculto y a tomar conciencia de nuestras necesidades más desagradables. Es por ello que la mayoría de nosotros pretendemos ser absolutamente buenos. Sin embargo, ser bueno no es suficiente.
Casi todos creemos en la transformación, la muerte y el renacimiento —auspiciado por Hermes / Mercurio— pero no estamos dispuestos a afrontar la muerte. Queremos cambiar sin ser cambiados, queremos tener una «nueva imagen» pero no estamos dispuestos a sufrir las incomodidades, las molestias y el desequilibrio que necesariamente acompañan a todo cambio integral.
La psicología evolutiva, en especial la descrita por Robert Kegan, especifica las distintas fases que debemos atravesar para poder llegar a madurar como seres humanos. Sin embargo, la mayor parte de nosotros nos quedamos atascados en los estadios iniciales del proceso porque nunca se nos ha enseñado a hacer los sacrificios necesarios para afrontar las sucesivas muertes y renacimientos que constituyen el pro ceso evolutivo (una representación psicológica del proceso alquímico). Es por ello que tenemos dificultades para asimilar las lecciones que tiene que ofrecemos cada estadio (o, dicho en otras palabras, cada una de las operaciones del proceso alquímico).
La prisión: la entrada en el vaso hermético
El cautiverio, la prisión, la pena de muerte y la cadena perpetua representan condiciones verdaderamente alquímicas. El Vaso Hermético —el recipiente que contiene la materia prima, la massa confusa— debe permanecer sellado durante todo el proceso. Algo parecido ocurre en nuestro caso cuando encerramos en la cárcel a los criminales con la esperanza de que se transformen. Del mismo modo podríamos decir que el castigo y la terapia representan también operaciones alquímicas tales como la destilación y la putrefacción. Pero no son los delincuentes los únicos que deberían sufrir este arduo proceso alquímico. Todos nosotros lo necesitamos y algunos de nosotros todavía más que ellos. Pero dado que nosotros nunca nos dejaremos capturar jamás nos someteremos al proceso. ¡Si hubiera algo que pudiera atraparnos! Dios sabe que no deseamos enfrentarnos a nosotros mismos y que tratamos de escapar de cualquier modo del proceso hermético. Pero para poder ser atrapados alguien debe delatarnos. Si evitamos la cárcel jamás podremos entrar en el vaso hermético —en el recinto sagrado— y el proceso alquímico jamás podrá iniciarse.
Al igual que sucede en el cuento del Príncipe y el Dragón, o en el mito de Eros y Psique, no puede ocurrir nada verdaderamente interesante hasta que el dragón —el monstruo que mora bajo la cama— sea «capturado», salga a plena luz del día y pueda ser visto e identificado. Sólo entonces puede comenzar el trabajo real. Hasta ese momento todo es inconsciente, impreciso y ciego.
Comparados con los criminales somos meros «voyeurs» que permanecemos fascinados contemplando a distancia el espectáculo. Muy pocos de nosotros confesaríamos —como Mick Jagger en «Simpatía por el Diablo»— que colaboramos inconscientemente con las fuerzas de la oscuridad y, de ese modo, nos negamos a penetrar en los dominios de la verdadera humanidad. Preferimos a un Dios a quien podamos adorar y ensalzar que a un co-creador que nos invite a colaborar en la creación. No estamos dispuestos a celebrar el «sacramento del asesinato» y reconocer que el núcleo de nuestra oscuridad, de nuestra atracción por el mal y de nuestro rechazo de la totalidad son tan esenciales para obtener la gracia, el alma y el «oro» como nuestras creencias y esfuerzos deliberados hacia la totalidad, la bondad y la perfección.
Consideramos que el crimen es algo antinatural e inhumano, un acto que va contra la naturaleza y la cultura. ¿Cómo podemos pues afirmar que el crimen sea una metáfora de algo esencialmente necesario? Nuestros sueños parecen querer violar, robar, saquear, profanar lo sagrado, golpear, mutilar, torturar, intimidar, etcétera, a nuestro ego cotidiano. De este modo, los sueños intentan enfrentarnos a nuestra massa confusa «relativizando» al ego. El sueño y la enfermedad son los principales medios que utiliza nuestra alma para comunicarse con nosotros. Es por ello que nuestra negativa cultural a comprometernos en el opus alquímico de trabajar con nuestros sueños aumenta la probabilidad del delito. De igual modo, la ampliación de nuestros presupuestos de defensa, el interés en la defensa personal, los sistemas antirrobo y las medidas de seguridad no hacen más que aumentar la probabilidad del delito ya que ese tipo de medidas profundizan el abismo, aumentan las diferencias y aseguran la inevitabilidad del ataque. Por tanto, si permitimos que los sueños se manifiesten y nos afecten —sin interpretarlos y darles un sentido que se acomode a nuestros conceptos previos— nos proporcionarán una vía de acceso al lado oscuro y criminal de nuestra mente y transformarla, así, en «oro».
El convicto debe seguir un camino diferente. Una parte muy importante de su «cura» (otra operación alquímica, curtir, oscurecer la piel, otra metáfora del castigo) consiste en aprender el rol de la víctima, sentir lo que siente, tomar, en definitiva, conciencia de todo el episodio y no limitarse solamente a desempeñar el papel de delincuente. Eso es lo que al criminal le parece antinatural, este es su opus contranatura, lo que puede curar su fragmentación y división.
Aumentar el calor
El fuego y el calor juegan un papel fundamental en muchas operaciones alquímicas como, por ejemplo, la destilación o calcinatio (secado). A los policías se les llama «maderos» y los delincuentes que todavía no han sido capturados tratarán a toda costa de evitar a los maderos y los que permanezcan cautivos intentarán huir o burlar el calor que produce ese tipo de leña.
«Calentarse», por otro lado, también se refiere al estado apasionado y vehemente por el que tenemos que pasar si queremos conseguir algo porque, de lo contrario, sólo seremos unos jodidos locos. Una persona «acalorada» es impredecible, irracional y testaruda. «Estar caliente» es también una forma de decir que estamos excitados sexualmente, un estado que no cesará hasta no haber satisfecho nuestro deseo. ¿Cuál es la motivación que impulsa al criminal cuando entra «en calor»? ¿Por qué está dispuesto a sacrificarse? ¿Cuál es esa perla de valor incalculable que sólo él parece conocer? ¿Se trata acaso del poder, el control, la riqueza, los objetos caros, las mujeres o las drogas? Según Gregory Bateson el delincuente busca algo esencial en su delito. ¿De qué se trata? ¿Qué cosa fantástica «imagina» que obtendrá? ¿Con quién quiere encamarse, acostarse, o fornicar? Sea como fuere ¡sólo esperamos no encontrarnos entre él y el objeto de su deseo!
Putrefacción, «repetitio» y otras operaciones
Repetitio: si consideramos a la Tierra como vaso hermético todo lo que usamos y tiramos no sufre esta operación de repetitio. En lugar de seguir amontonando desperdicios que sólo hemos utilizado una vez debemos aprender a valorar y transformar la basura que se convierte en massa confusa.
Destilación: descartar lo superfluo y quedarnos con lo esencial. La mayoría tendemos a acumular objetos, ideas y proyectos sin llevarlos a cabo, sin hacer ningún tipo de selección previa, sin llegar a decidir jamás lo que es esencial, y actuar después en consecuencia.
Putrefacción: conocer nuestros aspectos despreciables y descubrir que nuestra mierda también apesta. Para los delincuentes convictos esto significa tomar clara conciencia de que sus acciones han dañado a los demás ya que, al igual que los políticos o los líderes religiosos, la mayoría de los delincuentes no se percatan de ello. Para poder simpatizar con el mundo que está más allá de nuestro ego y podamos darnos cuenta de sus imperiosas necesidades nuestra miopía debe disiparse. Para los no delincuentes, la putrefacción implica la toma de conciencia de su propia mierda y, en consecuencia, el cambio de rumbo en su continuo viaje hacia la superación y la perfección.
Contención: en el momento en que algo se escapa del vaso hermético el proceso alquímico se trunca y debe comenzar nuevamente. De este modo, aunque la ciencia, la industria y la tecnología moderna estén basadas en los antiguos principios herméticos, vierten todo tipo de sustancias tóxicas y las emisiones radioactivas procedentes de centrales nucleares contaminan nuestra tierra. Este vertido es fruto de un proceso sin integridad, un proceso en el que falta el alma y que no puede provocar, por tanto, ninguna transformación útil.
La importancia de la sal
Para los alquimistas la sal era un elemento imprescindible. La sal está asociada con la memoria porque sirve para conservar, para mantener las cosas en una condición utilizable y comestible. En los delincuentes, sin embargo, la memoria suele ser una cualidad bastante deteriorada. La terapia con los delincuentes parece funcionar mejor cuando se les pide que reconstruyan sus pasos, sus planes, su decisión de transgredir la ley, es decir, cuando se les pide que echen sal en el vaso que constituye su psiquismo o su alma. Por otra parte, la sal resulta también apropiada para mantener a los presidiarios ya que a todos se nos ha enseñado que poner sal en la cola de los pájaros impide su vuelo.
Sin embargo, el hecho de que hayamos pescado al delincuente no significa que éste no quiera zafarse del anzuelo. Debemos seguir con nuestras operaciones hasta encontrar un nuevo punto de vista que nos permita observar la totalidad del proceso. Debemos, pues, considerar al criminal como una parte de nuestra propia historia, debemos abrirle nuestro santuario privado para que nos despoje de todo aquello que no es imprescindible para vivir y nos haga sentir lo que es el dolor y la privación. Todo esto no sólo es aplicable al campo de los sueños sino que también sirve para que vayamos más allá de nuestra obra personal y privada y nos hagamos cargo del vaso mayor —el Vaso Hermético que es el planeta—. De este modo, el delincuente suscita diversas reacciones paralelas ya que, si bien actúa en base a sus intereses personales y sus mezquinas necesidades, también constituye simultáneamente un elemento catalizador que puede activar el drama del alma en nuestra propia vida.
Los delincuentes son los esclavos espirituales de las minas de nuestra ignorancia
En realidad, el deseo de erradicar el crimen es el deseo de eliminar al alma, la imperfección y la necesidad de la gracia, el deseo de construir un mundo regido por consultores, conductistas, empresarios y relaciones públicas. No resulta, por tanto, extraño afirmar que padecemos un fascismo edulcorado de rostro educado y amable (un fascismo literalmente no violento, como subraya reiteradamente Noam Chomsky en sus escritos sobre la sutileza del fascismo americano).
Necesitamos a los delincuentes para poder detener a alguien que no seamos nosotros mismos. Preferimos mandar a otros a las minas, algún voluntario desesperado, una víctima propiciatoria que se encargue de llevar a cabo el trabajo sucio. No es sorprendente que nuestra cultura haya abrazado una religión como la cristiana cuya teología santifica el que otra persona (Cristo) haga nuestro trabajo esencial y muera para expiar nuestros pecados. Pero esto no hace más que postergar nuestra crucifixión, abortar el proceso alquímico antes de su conclusión e impedir nuestra transformación en profundidad.
Si prestamos atención, metafórica y literalmente hablando, al mundo del crimen descubriremos que necesitamos a los «delincuentes» para atacar, violar y asesinar a nuestro ego habitual, a las pautas conceptuales y emocionales que corrompen nuestra alma y nos empujan a tomar decisiones y llevar a cabo acciones dañinas para el cuerpo social y para los objetos y criaturas del mundo. Sin embargo, aunque este crimen sea inevitable también debemos apresar al delincuente, mirarle a la cara y aclarar las cosas. Debemos escuchar las razones que arguye para justificar su agresión, cosa que no lograremos, en cambio, si nos limitamos a encerrarlo y tirar luego la llave, a desterrarlo o simplemente a ejecutarlo.
Aunque sacrificáramos a toda la humanidad con ello no haríamos más que perder la oportunidad de hacernos más humanos y desaprovecharíamos la ocasión de profundizar nuestra comprensión tanto de los aspectos oscuros como de los luminosos de todo el espectro de la humanidad. Lo peor de todo es que también parece que nos gustara sacrificar a la tierra que nos sostiene e, incluso, al alma humana. Creemos que los aztecas eran primitivos porque sacrificaban seres humanos para complacer a sus dioses pero no queremos darnos cuenta de que, al amordazar nuestra conciencia para no admitir que nosotros también sacrificamos a los delincuentes, inmolamos al Tercer Mundo en aras de nuestra prosperidad y a las generaciones venideras a cambio de unos pocos bienes de consumo.
Estaba enojado con mi amigo,
Le expresé mi rabia y ésta terminó.
Estaba enojado con mi enemigo,
No se lo dije y mi rabia fue en aumento.
Noche y día la regué
Con las lágrimas de mi miedo
Y la expuse al sol de mis sonrisas;
Y con sutiles y engañosas artimañas
Siguió creciendo día y noche
Hasta que brotó una brillante manzana
Y mi enemigo percibió su resplandor.
Y supo que era mía,
Y entró furtivamente en mi jardín
Cuando la noche oscurecía el orbe.
A la mañana siguiente, triste, descubrí a mi enemigo, tendido, bajo el árbol.
WILLIAM BLAKE