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EL LADO OCULTO DE LA RELACIÓN MADRE-HIJA
Kim Chernin
El lado más oculto y amargo de la relación madre-hija se deriva de la creencia de que todo lo que poseen las hijas se debe al esfuerzo de sus madres. De este modo a la madre no le queda más remedio que terminar envidiando a su hija. ¡Qué desdichada y cruel ironía envidiar aquellas oportunidades que tanto se han esforzado en proporcionar a sus hijas!
El análisis de mi propia experiencia como madre no sólo me ha llevado a darme cuenta de que la mayor parte de las mujeres que acuden a mi consulta sienten envidia y resentimiento por el prometedor futuro que parece abrirse ante sus hijas sino que también me ha permitido tomar conciencia de que los desórdenes alimenticios suelen acabar rápidamente con esta situación.
Hay pocas emociones más difíciles de asumir que la envidia que siente una madre por su querida hija. Naturalmente las madres queremos lo mejor para nuestras hijas, por ellas somos capaces de negarnos y de sacrificamos a nosotras mis mas. ¿Qué podemos hacer, por tanto, con la irritación que nos despierta escucharlas hablar de la «nueva mujer»? ¿Qué hacer con el resentimiento —muchas veces imposible de encubrir— que nos embarga cuando las vemos organizar su futuro, decidir los hijos que tendrán, cuántas veces darán la vuelta al mundo, cómo llegarán a ser pintoras o irán de compras a las rebajas de la tienda de la esquina? ¿Conviene entonces reprimir una amarga sonrisa, esbozar una mirada condescendiente o simplemente asentir con la cabeza?
Las mujeres que acuden a mi consulta suelen haber elegido su propia vida. Son mujeres que recibieron una educación esmerada e iniciaron incluso una carrera universitaria a la que terminaron renunciando a regañadientes como parte del precio que exige la maternidad. Son mujeres, en fin, que sienten envidia y resentimiento hacia sus propias hijas.
Pero esta envidia también está presente en las mujeres que intentan combinar la maternidad con la vida profesional. En este caso, sin embargo, el problema radica en las múltiples decisiones —generadoras de gran cantidad de incertidumbre, angustia y rabia— que deben tomar cotidianamente. ¿Permitiremos que el niño vea la televisión un rato más para poder seguir dibujando o pintando? ¿Prepararemos espinacas congeladas —que no necesitan ser lavadas— para poder disponer de diez minutos extras para la contemplación o la meditación? ¿Dejaremos a los niños una o dos horas más en la guardería para poder asistir a ese cursillo que tanto nos interesa? A veces tomamos una decisión, otras la contraria, otras, por último, comenzamos nuestra meditación para terminar interrumpiéndola bruscamente cuando súbitamente advertimos que ya ha sonado la hora de ir a recoger a los niños.
Por más esfuerzos que hiciera nuestra madre por disimularlo cuando éramos pequeñas nos dábamos perfecta cuenta de sus enfados. La escuchábamos repetir una y otra vez hasta la saciedad que la aspiración más noble de una mujer es la de sacrificarse por su familia para oír, acto seguido, que ella no estaba haciendo ningún sacrificio. La vimos malgastar días enteros haciendo el pastel sueco de centeno que aprendió de su abuela; sentimos como buscaba en nuestro rostro una justificación a sus esfuerzos; vimos cómo el frasco de harina y el de levadura quedaron olvidados en el fregadero hasta que la hija mayor —la misma que años más tarde terminaría sometiéndose a un severo régimen alimenticio— los lavó y colocó nuevamente en el estante.
Vimos cómo nuestra madre iba y venía inquietamente una y otra vez entre la sección de comida congelada y la de verduras frescas del supermercado; la recordamos cogiendo, con expresión desencajada, un paquete de espinacas congeladas mientras nos explicaba que no ocurriría nada malo si por una vez cenábamos comida congelada; la vimos dar súbitamente media vuelta y dejar de nuevo el paquete en su lugar como si se tratara de algo repugnante; recordamos cómo la seguimos hasta la sección de verduras frescas, cómo dejaba un manojo de espinacas en su cesta, cómo echaba una mirada al reloj con una expresión de angustia y cansancio en el rostro y arrojaba nuevamente las espinacas en su sitio para correr otra vez a la sección de alimentos congelados. Recordamos cómo discurrió la mañana yendo de las verduras a los congelados entre risas inquietas, como si fuera un juego, en un periplo cotidiano entre las obligaciones y la libertad personal que expresaba toda su inseguridad y resentimiento. Recordamos también cómo finalmente nuestra madre compró espinacas frescas que terminaron pudriéndose en el congelador.
Pero los niños, al igual que los adultos, también disciernen y se dan cuenta de que su madre no acepta sin más sus obligaciones, sienten la amarga resignación con la que asume su maternidad, se dan cuenta de las envidia que las embarga cuando la hija toma sus propias decisiones, experimenta los intentos larvados de boicotear su desarrollo y advierte claramente la amarga decepción que la atormenta por su propia ambigüedad. Pero aunque la madre se avergüence de sus sentimientos y no los llegue a reconocer la hija, sin embargo, se da perfecta cuenta de ellos.
Es inevitable que las hijas que hayan crecido en tal atmósfera de mistificación y ambigüedad tengan dificultades en asumir su propia vida y deban terminar enfrentándose a la terrible contradicción interna de creer que su madre fue feliz a pesar de los sacrificios —por otra parte negados de continuo— que hizo por el bienestar de su hija. La hija intenta entonces ocultar desesperadamente su propia angustia y falta de afecto tratando de convencerse de que no tiene el menor motivo para sentirlos. Pero, por más que se empeñe en negarlo, hasta que todos los problemas que enturbian la relación con su madre no surjan a la luz del día —la rabia por haber traicionado su potencial evolutivo femenino— le será imposible separarse de ella y asumir su propia vida. La hija se encuentra así atrapada en una situación de la que no podrá escapar hasta que no desenrede el complejo vínculo que mantiene inmovilizada su energía y sus ambiciones.
Superar a la madre no solo implica hacer lo que ella no hizo sino constatar que no lo hizo por una decisión personal. Si la necesidad económica o la creencia en el destino inevitable de la mujer moldeó la vida de su madre, por ejemplo, hubiera querido encontrar en la maternidad un sostén para superar su descontento e infortunio. Pero si la madre decidió sacrificarse en aras del bienestar de su hija y, a pesar de ello, se sentía insegura de su decisión y suspiraba por otra vida; si después de tener a sus hijos empezó a dudar de que no existieran otras formas posibles de satisfacción y plenitud personal; si la envidia, el resentimiento y la añoranza emponzoñan su vida, es muy posible que su hija se vea afectada por esa necesidad de superar a su madre que, en mi opinión, es una causa fundamental de todos los desórdenes alimenticios. Cuando la madre no puede seguir aceptando su opresión como algo inevitable y no puede seguir eclipsando su personalidad y vivir vicariamente a través de su hija, ésta última se verá compelida a tratar de superar a su madre. En tal caso deberá decidir entre dos alternativas igualmente inaceptables ya que si se abre a la vida puede despertar la envidia y el resentimiento de su madre y si no lo hace le recordará sus propios errores y carencias.
¿Quién es el sujeto que padece esta lamentable situación?
¿La madre herida que una vez fue hija o la hija enfadada que quizás un día sea madre y termine convirtiéndose en el blanco de los reproches de su hija?
Debemos superar nuestra tendencia a culpar a los demás y tomar conciencia, al mismo tiempo, de la angustia, frustración y abandono que, en ocasiones, nos embarga a las hijas de mujeres en crisis. Una vez hayamos tomado conciencia de la rabia que sentimos hacia nuestra madre deberemos aprender a ubicar este problema en su contexto social, sacando a la figura de la madre del entorno doméstico concreto y ubicándola en el preciso momento histórico en que dio a luz a su hija.
La mayor parte de las mujeres mantienen oculta su crisis en el seno del hogar y siguen intentando inútilmente sacrificarse a sí mismas en aras del matrimonio y la maternidad. Sin embargo, tan pronto como salen del entorno familiar e intentan aprovechar las oportunidades que le ofrece nuestra época la crisis termina por salir a la superficie. De este modo, una mujer de cualquier edad se convierte en una madre moderna si oculta su crisis cuando ya no puede seguir haciéndose cargo, sacrificándose o viviendo a través de sus hijos. Pero en el mismo momento en que pretende continuar desarrollando su propia vida, esa mujer se convierte en una hija con un problema alimenticio y debe detenerse para reflexionar sobre la vida de su madre.
Los desórdenes alimenticios sólo pueden resolverse en el seno de un contexto cultural amplio que nos permita desahogar la rabia por la forma en que hemos sido educadas y que incluya también el derecho de nuestras madres y de nuestras hijas a expresar su propia impotencia. Entonces el odio no se dirigirá hacia la madre sino hacia un sistema social injusto que reprime de continuo a la mujer. Sólo de ese modo podremos ser capaces de liberarnos del estancamiento autodestructivo obsesivo y llegar a tomar conciencia de que los desórdenes alimenticios constituyen un acto profundamente político.
Estoy hablando de generaciones enteras de mujeres que han sido aquejadas por el sentimiento de culpa; de mujeres que no han podido ser auténticas madres porque sus legítimos sueños y ambiciones jamás fueron reconocidos; de madres que se sienten fracasadas y que no pueden perdonarse por ello; de hijas que se culpan a sí mismas por necesitar más de lo que su madres fueron capaces de proporcionarles; de hijas que advirtieron y experimentaron en toda su magnitud la crisis de su madre; de hijas que no pueden permitirse sentir la rabia hacia su madre porque saben cuánto las necesitan.
¿Cómo pueden entonces las hijas expresar su propia culpabilidad? ¿Cómo reconocer la culpabilidad expresándose en forma disfrazada bajo la apariencia de un síntoma?
Por supuesto que tenemos algunas respuestas para todas estas preguntas. Hoy en día sabemos que nuestras hijas agreden su propio cuerpo; somos conscientes de la forma en que se destruyen a sí mismas en el mismo momento en que deberían asumir su propia vida y desarrollarse; hemos observado la forma en la que se torturan con estrictos regímenes alimenticios convirtiendo a su cuerpo en un enemigo. Pero este ataque contra el cuerpo femenino por medio del cual están intentando liberarse de las limitaciones de su rol oculta, no obstante, una amarga hostilidad contra la madre. Los rasgos característicos de cualquier desorden alimenticio expresan claramente la culpabilidad y la angustia que no podemos manifestar. Pero ¿por qué tiene lugar esta hostilidad autodestructiva cuando una mujer no puede expresar directamente la rabia que siente hacia su madre? ¿No será que al agredir su cuerpo está atacando el cuerpo femenino que comparte con su madre y que, en un extraordinario acto de sustitución simbólica, dirige la rabia que siente contra su madre hacia su propio cuerpo, tan similar a aquel otro que la alimentó y a través del cual aprendió a conocer a su madre en los primeros años de su existencia?
Pero el problema no es el cuerpo femenino sino la culpa y la angustia que se derivan de este ataque simbólico contra la madre que termina deteniendo el desarrollo de la hija. De este modo, si la mujer moderna quiere seguir desarrollándose deberá resolver la paradoja de querer controlar la rabia, ansiedad y pérdida que implica distanciarse de su madre destruyendo su propio cuerpo.
Sólo aquél cuya radiante lira
haya tañido en la sombra
podrá seguir mirando hacia delante
y recobrar su infinita alabanza.
Sólo quien haya comido
amapolas con los muertos
descubrirá para siempre
sus acordes más armónicos.
No obstante, la imagen en el estanque
suele desvanecerse:
Conoce y permanece en paz.
En el seno del Mundo Dual
todos los sonidos terminan
entremezclándose eternamente.
RAINER MARIA RILKE, Los sonetos a Orfeo