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LA DINÁMICA FUNDAMENTAL DE LA MALDAD EN EL SER HUMANO

Ernest Becker

Fue profesor de la Universidad de California, Berkeley, de la Universidad Estatal de San Francisco y de la Universidad Simon & Fraser de Canadá. En 1974 recibió el premio Pulitzer por su ensayo The Denial of Death. Entre sus otras obras cabe destacar Birth and Death of Meaning; Revolution in Psychiatry; Angel in Armor; The Structure of Evil y Scape from Evil.

Lo único que tienen en común tres pensadores tan dispares como Otto Rank, Wilhelm Reich y Carl Jung es que todos terminaron disintiendo de Freud. A partir de ese momento, cada uno de ellos desarrolló una teoría y un estilo peculiar que, en ocasiones, se oponía diametralmente al de los otros dos. ¿Acaso hay personajes más distintos, por ejemplo, que Reich y Jung? No obstante, a pesar de las evidentes discrepancias mutuas que presentan entre sí también podemos advertir una coincidencia esencial en su diagnóstico sobre el origen de la maldad del ser humano, que no es el resultado de una mera coincidencia sino de una sólida labor científica que avala los descubrimientos realizados por estos investigadores.

Rank ya nos había sugerido algo al respecto en sus estudios históricos. Según él, el principal deseo del ser humano es el de perdurar, prosperar y alcanzar algún tipo de inmortalidad. Así pues, sabiéndose mortal sólo anhela negar su propia muerte, una muerte que, por otro lado, le vincula con los aspectos oscuros y animales de la existencia. De este modo, el mismo hecho de querer alejarse de aquélla le conduce a negar éstos. Es por ello que, apenas el hombre desarrolló formas de poder más evolucionadas, las esgrimió como una forma de venganza en contra de los animales —con los que hasta entonces había estado identificado— los representantes de aquello que más temía, la muerte sin nombre y sin rostro.

Ya hemos señalado en otro lugar que todo el edificio conceptual de Rank se asienta en una única piedra angular: el miedo del ser humano a la vida y a la muerte. No merece, pues, la pena que reincidamos aquí en ese punto más que para recordar su origen inconsciente. A fin de cuentas, fue necesario el genio de Freud y de todo el movimiento psicoanalítico para investigar y descubrir que el miedo a la vida y el miedo a la muerte son equivalentes. La clave radica en que los seres humanos no viven de manera continua y evidente atormentados por sus temores. Si lo hicieran así no podrían seguir manteniendo su aparente ecuanimidad e indiferencia. La función de la represión consiste pues en sepultar los miedos del hombre a los estratos más profundos de su psiquismo confiriendo así a su existencia una apariencia de normalidad. La desesperación, por tanto, sólo aparece de manera ocasional en algunas personas. Así pues, la represión fue el gran descubrimiento del psicoanálisis, un descubrimiento que nos permite explicar nuestra destreza para permanecer inconscientes de nuestras motivaciones básicas. Sin embargo, tal como demostró Rank, la articulación simbólica de la cultura constituye un antídoto ante el temor ancestral a la muerte. Este antídoto le hace concebir la ilusión de que sus obras perduran más allá de su cuerpo, lo cual le proporciona una despreocupación, confianza, esperanza y alegría que la represión, por sí sola, jamás podría ofrecerle.

Por esas mismas fechas, Wilhelm Reich elaboró todo su sistema basándose en los mismos postulados fundamentales. En La Psicología de Masas del Fascismo, Reich desentraña la mecánica del sufrimiento humano que, según él, se basa en el intento de negar su propia naturaleza animal y ser algo distinto a lo que realmente es. Para Reich, ése es el verdadero origen de todas las enfermedades psicológicas, de la crueldad y de la guerra. Es por ello que el principio fundamental de toda ideología consiste en «la repetición de la misma monótona cantinela: “Nosotros no somos animales…”»[1].

En su libro, Reich trata de explicar el fascismo aduciendo que éste se fundamenta en la predisposición del ser humano a confiar las riendas de su destino a un líder o al estado. Según Reich, esa predisposición encuentra un excelente caldo de cultivo en la promesa de los políticos de diseñar un nuevo mundo y de elevarnos por encima de nuestro destino natural. Es, pues, en las promesas de prosperidad e inmunidad que nos ofrece el poder centralizado donde hallamos la explicación de la relativa facilidad con la que los hombres pasaron de las sociedades igualitarias a las monarquías.

Pero este nuevo orden trajo consigo un sufrimiento masivo y constante que las sociedades primitivas sólo habían tenido que afrontar ocasionalmente y, por lo general, a una escala mucho más reducida. Así pues, la tentativa del ser humano de escapar de las plagas naturales de la existencia obedeciendo a los políticos, de renunciar a su responsabilidad personal y de entregarla a estructuras de poder representativas de la inmortalidad, sólo consiguió atraerle nuevas plagas desconocidas hasta entonces. No en vano Reich acuñó la expresión «traficantes de plagas» para referirse a los políticos porque éstos mienten sobre nuestras posibilidades reales y no dudan en embarcar a la humanidad en sueños inalcanzables y requerir de ella, si llega el caso, hasta el holocausto colectivo. Cuando depositamos todo nuestra energía vital sobre una mentira y tratamos de vivir en base a ella pretendiendo que el mundo es lo contrario de lo que realmente es no hacemos sino prefigurar nuestro propia ruina. La teoría alemana del superhombre —o cualquier otra teoría relativa a la superioridad de un grupo o de una nación sobre el resto— «se origina en el intento inútil de separarnos de los animales». Para ello, lo único que se requiere es proclamar que nuestro grupo es el mejor, el más puro, que ha sido elegido para gozar plenamente de la vida y que es portador de todo tipo de valores eternos. Otros grupos —como los judíos o los gitanos, por ejemplo— son los verdaderos animales, ellos son quienes nos roban, nos contaminan, nos contagian todo tipo de enfermedades y terminan debilitando nuestra fortaleza. Entonces —como podemos constatar, por ejemplo, en las escalofriantes páginas del Mein Kampf de Hitler, en donde los judíos aparecen como unos mentirosos contumaces que acechan en el fondo de los callejones oscuros para infectar a las jóvenes vírgenes germanas— acometemos denodadas cruzadas de exterminio para purificar el mundo. Partiendo de estas nociones poco más necesitamos para llegar a formular una teoría social que explique el fenómeno del chivo expiatorio.

En este punto, Reich se pregunta por qué suelen ignorarse con tanta frecuencia los nombres de los verdaderos benefactores de la humanidad cuando «hasta los mismos niños conocen el nombre de los líderes de la plaga política». En su opinión la respuesta es la siguiente:

Las ciencias naturales machacan la conciencia del ser humano repitiéndole de continuo que no es más que un gusano en medio del universo. Los traficantes de la plaga política, por su parte, reiteran una y otra vez que el hombre no es un animal sino un «zoon politikon», es decir, un ser portador de valores, un «ser moral». ¡Cuánto daño ha causado la teoría platónica del estado! Parece clara, pues, la razón por la que el hombre conoce mejor a los políticos que a los científicos: desprecia su naturaleza y no desea que le recuerden que, en lo esencial, es un animal sexual.[2]

Coincido con Reich en su intento de despojar a la dinámica del mal de todo artificio técnico, porque, como él, considero que no es preciso insistir en este punto. No obstante, si alguien deseara estudiar detalladamente este tipo de información puede recurrir a la abundante literatura psicoanalítica, uno de cuyos logros más importantes es que efectúa afirmaciones simples sobre la condición humana como, por ejemplo, el rechazo del hombre de su propia animalidad y su demostración de que esta negación tiene sus raíces psicológicas en la infancia. Es por ello que el psicoanálisis nos habla de objetos «buenos» y objetos «malos», estados «paranoicos» de desarrollo, «represiones», fragmentos «escindidos» de la mente que constituyen una especie de «enclaves de la muerte», etcétera.

En mi opinión, la obra de Jung —que, con su peculiar estilo científico-poético, introdujo el concepto de «sombra»— representa una síntesis magistral de este tipo de intrincadas investigaciones psicológicas. Hablar de la sombra es otro modo de referirse al sentimiento de ser una criatura inferior, algo que el individuo desea negar a toda costa. Erich Neumann resumió sucintamente la visión de Jung del siguiente modo:

La sombra es el otro lado, la expresión de nuestra propia imperfección terrenal, de nuestra negatividad [por ejemplo, el terror ante la fugacidad de la vida y la certeza de la muerte] que se contrapone a los valores absolutos.[3]

Como decía el mismo Jung, la sombra constituye el lado oscuro de nuestra propia mente, «un sentimiento de mezquindad real del que no tenemos más que una leve sospecha»[4]. Ante esta situación, el ser humano quiere despojarse de su sentimiento de inferioridad, quiere «saltar por encima de su propia sombra» y el modo más rápido de conseguirlo consiste en «atribuir a los otros toda nuestra mezquindad, negatividad y culpabilidad»[5]. A los seres humanos la culpabilidad nos desagrada, nos abruma, y la sombra cubre literalmente toda nuestra existencia. Neumann acota nuevamente este punto de manera muy acertada:

El sentimiento de culpa tiene su origen […] en la apercepción de la sombra […]. Este sentimiento de culpa —basado en la sombra— se descarga del sistema, tanto a nivel individual como colectivo, mediante el mismo fenómeno de proyección de la sombra. La sombra, que se halla en conflicto con los valores conscientes [ya que el rostro de la cultura se opone a la animalidad] no puede ser aceptada como una parte negativa del propio psiquismo, siendo proyectada o transferida, por consiguiente, al mundo externo y experimentada luego como un objeto procedente del exterior. A partir de entonces deja de ser un problema interno para pasar a ser perseguida, combatida y exterminada como si se tratara de un problema «ajeno».[6]

Así pues, Neumann concluye afirmando que la proyección constituye un mecanismo ancestral que pone en funcionamiento el fenómeno del chivo expiatorio, un mecanismo que permite descargar de nuestra mente las fuerzas negativas de la culpabilidad, la inferioridad y la animalidad proyectándolas al exterior y posteriormente tratando de destruirlas simbólicamente en el chivo expiatorio. A la luz de todas estas consideraciones —y de otras muchas que pudieran aducirse al respecto— sólo cabe una posible explicación del genocidio nazi de judíos, gitanos, polacos y tantos otros: la proyección de la sombra. No debemos pues asombrarnos de que Jung observara —incluso de manera más contundente si cabe que Rank o Reich— que «lo único que funciona mal en el mundo es el ser humano»[7].