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CUANDO LA TECNOLOGÍA DAÑA
Chellis Glendinning
Vivimos en un mundo cuya tecnología se cobra cada vez más víctimas y resulta más dañina para la salud. En la actualidad, el progreso tecnológico y su utilización indiscriminada no sólo amenaza la salud del individuo sino que degrada la calidad de nuestras aguas, de nuestro suelo y de nuestro aire llegando incluso a poner en peligro la supervivencia misma de la vida en el planeta.
El historiador Lewis Mumford afirma que nuestra época es la Era del Progreso, una era en la que «el mito de la máquina […] ha cautivado hasta tal punto la mentalidad del hombre moderno que ningún sacrificio parece suficiente»[1]. La invención del teléfono, la televisión, los misiles, las armas nucleares, los ordenadores, la fibra óptica y los materiales superconductores ha favorecido el desarrollo desproporcionado de una tecnología que nos aleja cada vez más de las raíces naturales comunes que durante milenios han respetado la vida sobre el planeta. El ideal moderno de «progreso» ha fomentado la creencia en el progreso tecnológico descontrolado, un progreso que ha terminado convirtiéndose en el imperativo moral —y en la maldición, al mismo tiempo— de nuestra época.
Es por ello que en este incierto momento histórico resulta imprescindible prestar atención al testimonio de aquellas personas que han padecido enfermedades causadas por la tecnología para abrir nuestros ojos a la necesidad de tomar conciencia del futuro al que nos conduce la sociedad tecnológica. La experiencia personal de quienes se han visto afectados por la tecnología no puede seguir confinada al plano de lo privado ya que las terribles ordalías que han sufrido tienen mucho que decirnos sobre la tecnología, las relaciones humanas y el significado de la vida y pueden servir como catalizador para abrir nuestro corazón colectivo y corregir el rumbo para hacer de nuestro mundo un lugar seguro y habitable.
El problema fundamental es el del conocimiento. ¿Quién sabe que una determinada tecnología es peligrosa? ¿Cuándo se supo? ¿Qué tipo de pruebas se llevan a cabo antes de lanzar al público una nueva tecnología? ¿Cuál es el rigor de los estudios realizados para determinar sus efectos secundarios? En ciertos casos —como el de la Dalkon Shield, la Pinto car y las fugas de los tanques de gasolina, por ejemplo— no se realizaron suficientes estudios al respecto y nadie (ni inventores, ni fabricantes, ni gobierno ni consumidores) conocía sus posibles efectos secundarios. Pero en los casos en los que tanto el proveedor como el consumidor desatienden los posibles riesgos siempre aparece alguien que termina padeciéndolos en carne propia, un descubrimiento que suele poner a la defensiva al fabricante que no quiere invertir dinero en la renovación de la tecnología y que tampoco suele estar dispuesto a admitir su responsabilidad ante las denuncias de los usuarios que reclaman una indemnización económica o exigen la retirada del mercado del producto peligroso. En otros casos, sin embargo, las altas jerarquías del gobierno, la ciencia o la industria terminan decidiendo que el bienestar colectivo, el currículum o sus cuentas corrientes bien merecen el precio de poner en peligro la vida del individuo. Es por ello que suelen rodear sus investigaciones de un halo de secreto y mantienen en silencio sus peligros potenciales con lo cual exponen innecesariamente a los trabajadores y al público en general a un riesgo innecesario.
Desde 1918[2], se sabía que el amianto puede causar enfermedades pulmonares que terminan conduciendo a la muerte pero los fabricantes han seguido exponiendo a sus trabajadores a ese peligro y han eludido sus responsabilidades legales ante las legítimas reivindicaciones de aquéllos. Durante la década de los cincuenta Heather Maurer trabajó con su padre en un negocio familiar cortando tuberías de amianto. Su padre murió de cáncer múltiple y su madre está aquejada, en la actualidad, de fibrosis pleural. «¡Créame —afirma— si mi padre hubiera sabido que estaba matándonos no cabe la menor duda de que hubiera cambiado de trabajo!».
En última instancia, ignoramos los efectos sobre la salud de la moderna tecnología porque sus descubridores y fabricantes no se han tomado siquiera la molestia de estudiarlos. El desarrollo tecnológico, por tanto, no ha sido seleccionado y puesto a punto cuidadosa, abierta y democráticamente y tampoco hemos exigido que así fuera. Pareciera, más bien, como si la irresponsabilidad del fabricante y la ingenuidad del consumidor hubieran convertido a la tecnología en un destino que no ha sido elegido. Es por ello que el descubrimiento de que la tecnología favorece el desarrollo de determinadadas enfermedades tiene lugar en un clima impregnado de inocencia e ignorancia.
El problema no radica tan sólo en que la mayoría de nosotros —desde los científicos hasta el ciudadano de a pie— desconozcamos el peligro potencial de la tecnología sino que ni siquiera queremos admitir que nuestros vecinos, nuestros familiares e incluso nosotros mismos seamos víctimas de enfermedades causadas por la tecnología. Existen ciertos tabús sobre la tecnología, reglas implícitas y restricciones inconscientes aprendidas a lo largo del proceso de socialización que nos impiden admitirlo. En este sentido, estar en contra de la tecnología es un tabú tan flagrante como cuestionar a la industria tecnológica y denunciar sus posibles daños. El sociólogo Jacques Ellul bosqueja —en Propaganda: The Formation of Men’s Attitudes— el funcionamiento de un sistema de tabús. Según Ellul, la manipulación de la opinión pública no depende exclusivamente del acoso doctrinal al que se somete a la población sino que constituye un complejo sistema en el que participan todos los sectores sociales.
La sociedad moderna se apoya en un sistema de tabús sobre la tecnología que beneficia directamente, por lo menos a corto plazo, a los creadores y promotores de la tecnología y que también ha servido indirectamente con sus promesas de «progreso» —y de «bienestar general»— para satisfacer las necesidades psicológicas de la población.
Existe una historia de tres albañiles que ilustra perfectamente las grandes diferencias existentes en la actitud hacia el trabajo:
Cuando les preguntamos lo que estaban haciendo el primero de ellos dijo, sin levantar siquiera los ojos de su trabajo: «Estoy apilando ladrillos», el segundo respondió: «Estoy levantando una pared» y el tercero replicó, entusiasmado y evidentemente orgulloso: «Estoy construyendo una catedral».