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LA CREACIÓN DEL FALSO YO
Harville Hendrix
En su intento de reprimir los pensamientos, los sentimientos y la conducta de sus hijos los padres utilizan estrategias muy diversas. En ocasiones dan órdenes muy claras como, por ejemplo: «¡no pienses eso!», «¡los hombres no lloran!», «¡saca las manos de ahí!», «¡no quiero volverte a escuchar decir eso!», «¡en nuestra familia no hacemos esas cosas!». En otras en cambio —como solemos ver en los grandes almacenes— los padres regañan, amenazan o pegan a sus hijos. No obstante, la mayor parte de las veces los padres moldean a sus hijos mediante un proceso muy sutil de invalidación que consiste en premiar o no determinadas conductas. De este modo, por ejemplo, si los padres valoran poco el desarrollo intelectual no regalarán a sus hijos libros ni juegos científicos sino juguetes y material deportivo; si creen que las niñas deben ser tranquilas y femeninas y que los niños deben ser fuertes y asertivos sólo premiarán aquellas conductas apropiadas a su género, etcétera. Así, cuando un niño pequeño entra en la habitación arrastrando un juguete muy pesado pueden decir: «¡Qué fuerte eres!», pero si es una niña la que lo hace es más probable que respondan: «¡No estropees tu bonito vestido!».
El ejemplo directo, sin embargo, constituye la forma más habitual y más profunda de influir sobre los hijos. Los niños observan instintivamente las decisiones que toman sus padres, las libertades y los placeres que se permiten, las capacidades que desarrollan, las aptitudes que ignoran y las reglas que siguen. Todo eso tiene un efecto muy profundo sobre el niño: «Así es como debe vivirse». Tanto si los niños aceptan como si se rebelan contra el modelo que le proporcionan sus padres este temprano proceso de socialización juega un papel extraordinariamente importante.
La reacción típica de un niño a los decretos prescritos por la sociedad atraviesa una serie de estados concretos. La primera respuesta consiste en no expresar la conducta prohibida en presencia de los padres. El niño se siente enfadado pero no habla de ello en voz alta; explora su cuerpo en la intimidad de su cuarto; molesta a sus hermanos pequeños cuando sus padres están ausentes, etcétera. Finalmente llega a la conclusión de que ciertos pensamientos y sentimientos son tan inaceptables que deben ser eliminados, de modo que se construye una especie de padre imaginario que termina controlando sus pensamientos y sus actividades, una parte de la mente que los psicólogos denominan «superego». A partir de ese momento, cada vez que tenga un pensamiento o una conducta «inaceptable» experimentará una descarga de ansiedad. Esto resulta tan desagradable que el niño termina adormeciendo algunas de esas partes prohibidas de sí mismo o, dicho en terminología freudiana, las reprime. De este modo, el precio que hay que pagar por la obediencia es una pérdida de integridad.
Para llenar ese vacío, sin embargo, el niño crea un «falso yo», una estructura de carácter que cumple con una doble función: encubrir los aspectos reprimidos de su ser y protegerle de nuevas heridas. Un niño criado por una madre distante y sexualmente represiva, por ejemplo, puede convertirse en un «chico duro». Ese niño puede decirse a sí mismo: «No me importa que mi madre no sea cariñosa. No necesito esas estupideces. En realidad no necesito a nadie. Y además: ¡Creo que el sexo es sucio!». Finalmente termina aplicando este patrón de respuesta aprendido a todas las circunstancias. De este modo, sea quien fuere quien intente aproximarse el niño mantiene en pie las mismas barricadas. Años más tarde, cuando supere esta resistencia a implicarse en una relación amorosa, es probable que critique a su pareja por desear una mayor intimidad y una sexualidad más sana: «¿Por qué necesitas tanto contacto? ¿Por qué estás tan obsesionada con el sexo? ¡Eso no es normal!».
Otro niño puede reaccionar a una educación parecida de manera opuesta exagerando sus problemas en la esperanza de que alguien termine rescatándole: «Pobre de mí. Estoy herido y necesito que alguien me cuide». Otro, en cambio, puede terminar convirtiéndose en un acaparador que disputa —sin saciarse nunca— por cualquier pedazo de amor, alimento o bienes materiales que se crucen en su camino. Sea cual fuere la naturaleza del falso yo, sin embargo, su objetivo es siempre el mismo: amortiguar el dolor producido por la pérdida de su totalidad original, la totalidad que recibió de Dios.
No obstante, cuando el niño es criticado por sus rasgos negativos esta ingeniosa forma de protección termina convirtiéndose en la causa misma de posteriores heridas. Los demás le censuran por ser distante, necesitado, egoísta, gordo o tacaño. Quienes le atacan sólo ven el aspecto neurótico de su personalidad, le consideran alguien inferior, alguien que no es completo, sin darse cuenta siquiera de la herida que está intentando proteger y de la naturaleza inteligente de su defensa.
Ahora el niño se encuentra atrapado. Necesita mantener sus rasgos de carácter porque cumplen con una función adaptativa importante pero, el mismo tiempo, no quiere ser rechazado. ¿Qué es lo que puede hacer? La única solución posible es negar o atacar a sus críticos. Quizás se defienda diciendo: «No soy frío ni distante sino fuerte e independiente» o «no soy débil, necesitado y egoísta sino que, por el contrario, soy muy sensible» o «no soy orgulloso y egoísta sino ahorrativo y prudente». En otras palabras, «no es de mí de quien estáis hablando. Sólo me veis desde un punto de vista negativo».
En cierto sentido podemos decir que el niño está en lo cierto porque esos rasgos negativos no forman parte de su naturaleza original sino que han ido fraguándose a partir del dolor hasta terminar formando parte de una identidad asumida, una especie de «alias» que le ayuda a moverse en un mundo complejo y, a menudo, hostil. Esto no significa, sin embargo, que esos rasgos negativos no se hallen presentes ya que hay numerosos testigos que afirmarían todo lo contrario. Pero para mantener una imagen positiva de sí mismo y aumentar sus posibilidades de supervivencia se ve obligado a negarlos. Esos rasgos negativos terminan convirtiéndose, pues, en lo que suele llamarse «yo enajenado», aquellas partes del falso yo que resultan demasiado dolorosas como para poder ser reconocidas como propias.
Detengámonos un momento y pongamos orden en todo lo que hemos dicho hasta ahora. La naturaleza original, amorosa y unificada con la que nacimos ha ido fragmentándose hasta terminar convirtiéndose en tres entidades separadas:
- El «yo perdido», aquellas partes de nuestro ser que las demandas de la sociedad nos han obligado a reprimir.
- El «falso yo», la fachada que erigimos para llenar el vacío creado por esa represión y por la falta de una satisfacción adecuada de nuestras necesidades.
- El «yo enajenado», aquellas partes negativas de nuestro falso yo que son desaprobadas y que, en consecuencia, negamos.
La única parte de este complejo collage de la que normalmente somos conscientes se reducen a aquellos aspectos de nuestro ser original que todavía permanecen intactos y a ciertos aspectos de nuestro falso yo. Estos elementos constituyen ahora nuestra «personalidad», el aspecto con el que nos presentamos ante los demás. Nuestro «yo perdido» está ahora completamente alejado de nuestra conciencia ya que hemos cortado casi todas las conexiones con los aspectos reprimidos de nuestro ser. Nuestro «yo enajenado», las facetas negativas de nuestro falso yo, permanecen justo bajo el umbral de conciencia vigílica y amenazan de continuo con emerger. Por ello, para mantenerlas ocultas debemos hacer de continuo un esfuerzo activo o proyectarlas sobre los demás. Es este el motivo por el que replicamos enérgicamente: «¡Yo no soy egoísta!», o respondemos: «¿Perezoso yo? ¡Tú si que eres perezoso!».