Sobre el concierto radiado el 8 de abril de 1931
Damas y caballeros: para poner en su justo lugar el aria de concierto El vino, de Alban Berg, harán bien en dejar de lado todo tipo de ideas que asocien a la palabra aria o aria de concierto, y no buscar en el título otra cosa que una promesa secreta que acaso se cumpla para el más preciso conocimiento técnico, pero nunca para la simple audición. No están ustedes ante una de esas renovaciones de formas antiguas de las que tanto se les habla; tampoco ante una estilización irónica con la que quizá estén ustedes familiarizados por la brava aria de Zerbinetta en la Ariadna de Strauss. Lo que ustedes oirán son solo tres lieder orquestales precedidos de un preludio orquestal más largo e interrumpido después del segundo canto por un interludio con el que la música empieza repentinamente a invertirse para, en el último canto, volver claramente al primer canto. Una obra circular, de forma cíclica, dirán ustedes. Ariosos les parecerán a ustedes solo el pathos y el impulso, que la lírica privada hoy apenas aceptaría y que solo desconectados del individuo privado podrían afirmarse en una forma autónoma. Esto explicaría las amplias y muy perfiladas ligaduras de la melodía, que se despliegan sobre el estrecho ámbito del lied. Pero la razón de esta objetividad, de este carácter particular de la composición, en sí estructurada, estricta y sustraída al capricho, no es que la música hubiera renunciado a su expresión y se conduzca mecánicamente, a la manera neoclásica. Al contrario: como aquí la definición de la forma es tomada de poemas de Baudelaire en los que no habla un ebrio de vino, sino que el poeta apartado pone al vino epígrafes que él descifra en los vapores del vino, encontrarán ustedes en la música la más delicada emoción de la poesía; así, donde se habla de la mísera esperanza dominical que en los vecinos despierta el vino, esta se percibe en ritmo de tango y en el instrumento característico de la distracción, el piano:
Para más tarde acertar con la apariencia del cielo luminoso, no se desprecia un sonido que corresponde a la ilusión de la palabra: el carillón. Tanto se pliega el último compositor de la expresión a la palabra del primer literato. Pero al mismo tiempo alza esa palabra en un acto salvador y transformador. Por eso llama con verdad a su obra aria. La objetividad de que la dota no es la de la pose clásica, cuya seducción la palabra de Baudelaire demasiado claramente delata como para que el compositor pudiera secundarla. Sucede más bien que él tritura la forma-primer plano de la poesía. A cambio funda la forma en lo más pequeño: en una construcción que, imperceptible para el oyente ingenuo, no deja ninguna nota al azar, sino que desarrolla cada sonido conforme a una regla muy rigurosa, bien que libremente elegida, a partir de un material básico o, técnicamente hablando, de una «serie». Esta organización estricta y secreta es la que sustrae al aria de la contingencia del lied y la carga de aquella necesidad que en otros tiempos el seguro esquema del aria garantizaba. Ella es también la que llena este esquema sin que se lo pueda reconocer: el efecto del aria de Berg tan, paradójico y estimulante —en todas las obras de Berg encontramos este efecto, y por eso son paradójicas— consiste en que aquí aparecen como lied y lírica libre lo que en verdad, detrás de la multicolor fachada del sonido orquestal, está elaborado como aria y construcción normada. Entre el lied y el aria se da aquí, si se me permite la comparación, exactamente la relación inversa de la que hace 100 años se daba en algunas de las grandes composiciones vocales de Schubert. Schubert conserva la forma del aria y sus partes contrastantes, y oculta en ella sustancia momentáneamente improvisadora, propia del lied; Berg conserva la superficie externa de la improvisación lírica y esconde detrás de ella la vieja esencia del aria, que él salva deshaciéndola en los momentos más breves del presente musical. Falta el distintivo externo del estilo arioso: el recitativo. Pero sus partes clásicas, Introducción, Andante y Allegro, se conservan, solo que desarrolladas estrictamente a partir del cualidad de lieder de los poemas; también son finalmente exteriorizadas, a través del ritornello y de la recapitulación, en una unidad que en la antigua aria, con su primitiva arquitectura externa, se daba de suyo, pero que aquí tiene que ser primero producida. Oriéntense ustedes hacia esta disposición y traten de abrirse al momento lírico: quizá se les muestre directamente, en las células de la figura, la forma ariosa silenciada.
En máximo contraste con el aria de Berg está la Música de concierto para piano, metal y arpa de Paul Hindemith. Pues en él, hablar de referencia a principios preclásicos tiene un sentido exacto. Es cierto que aquí puede emplearse la palabra construcción —como en toda música conformada—. Pero es construcción temática, no motívica. Esto quiere decir que se repiten ciertos complejos temáticos en el sentido, por ejemplo, de los temas de fuga sin ser disueltos en sus componentes motívicos más pequeños. El movimiento de una parte no se posesiona de la figura de los temas para transformarla, sino que se forma a partir de la relación de las distintas repeticiones del tema entre sí. En Hindemith encontramos, para utilizar la expresión de uso general, un «trabajo en terrazas». Esto no debe malentenderse. La repetición de los complejos temáticos no se produce mecánicamente. La evolución de Hindemith se ha orientado antes bien, como a una de sus tareas más importantes, a la sustitución del principio mecánico de repetición de grupos de frases, esto es, de la secuencia, por otro más lleno de sentido. Este nuevo principio es la variante. No la variación en toda regla, que cambia la unidad temática en sus celdas, en los motivos. Pero tampoco un mero desplazamiento gradual de los grupos. En Hindemith, la figura básica del tema se conserva. Sin embargo, en el marco de esta figura temética se producen variaciones que ocultan la impresión de mera repetición[56].