Fisiognómica de la voz
El libro de Paul Moses[9] contiene más de lo que promete. Se presenta como una investigación médica especializada sobre la relación entre las funciones vocales del habla y el canto y las afecciones mentales, como las neurosis y las psicosis, que, por lo demás, Moses, basándose en observaciones específicas propias, separa de una manera más estricta de la habitual en la psicopatología actual. Interpreta los fenómenos sintomáticos como expresión de conflictos inconscientes y considera los trastornos vocales del tipo de la ronquera o el habla susurrante desde un punto de vista más o menos psicoterapéutico, pero también espera, a la inversa, poder resolver problemas psíquicos mediante tratamientos vocales. Pero esto no es menos viable que la concepción de una fisiognómica de la voz. La comprensión de la enfermedad ayuda, como en general en el psicoanálisis, a cuyo método Moses se siente muy próximo, a entender lo que se denomina normalidad.
Moses ha penetrado en un dominio que, con muy pocas excepciones, como las que representan Karl Bühler y Otto Iro, ha sido hasta ahora sorprendentemente ignorado, cual es el de la ciencia de la expresión. Frente a tentativas análogas, como la grafología, la fisiognómica de la voz tiene el privilegio no solo de tocar un estrato aún no traducido a categorías interpretativas, aún no explorado y apenas hollado, sino también de que los fenómenos a estudiar son mucho más directos y tienen un carácter dinámico, que Moses subraya (p. 92). Podrá verse en la voz una resultante de convenciones del habla y del canto e impulsos psíquicos individuales, igual que en la escritura una resultante de modelos gráficos e impulsos expresivos: los modelos vocales no están tan objetivados como los modelos gráficos de la escritura, que cada generación aprende en la escuela. La fisiognómica vocal compensa con el valor del conocimiento de los procesos psicodinámicos lo que la vaguedad de la voz le hace perder. En general, la voz podría constituir —cosa que no desconocía la primera y romántica teoría de la expresión— un fenómeno intermedio entre la escritura y el gesto.
Moses está particularmente cualificado para aclarar esto. A su conocimiento preciso de la voz desde el punto de vista clínico y a su formación psicológica une un oído primariamente fisiognómico, cuya riqueza de experiencias difícilmente consigue ocultar el aparato científico oficial. Él sabe algo de la prehistoria de la voz y del precio que esta ha de pagar al progreso: «Los fenómenos vocales de la sensibilidad primaria fueron los antecesores del ajuste de palabra y frase. La humanidad aprendió a expresarse no solo con gestos, con sonidos imitativos, con gritos de dolor o de contento, sino también con la palabra. Pero, con ella, la extensión de la voz empezó a reducirse en una medida tal que, en la actual melodía del habla, no representa más que la escala mínima para la expresión de los sentimientos cual música acompañante de la articulación racional. Solo cuando los controles fallan, como en la excitación o en la ebriedad, vuelve a oírse la voz primigenia» (46). A esto se une una tesis cuya fecundidad para el desciframiento de la música difícilmente puede medirse: «Cantar es propiamente un compromiso, un hacer volver un eco del sentimiento puro de felicidad de los tiempos de la vocalización primitiva» (46). Las distintas observaciones fisiognómicas no quedan por detrás de estas concepciones. Así esta: «El “lenguaje infantil” en boca del adulto puede resultar risible para el niño si no infunde temor. Las voces pseudopaternales, protectoras, de Papá Noel o del médico preocupado son igualmente desconcertantes. El rechazo inconsciente por parte de uno o ambos padres se deduce más de la voz que del contenido de lo que se dice, y así surge un conflicto, aunque los adultos piensen que “todo está arreglado”» (27). O la referente a la «coquetería de la debilidad» en el habla de muchas mujeres: «Otra posibilidad es el uso de formas de articulación infantiles que significan: “¿veis lo pequeña que soy aún? Necesito protección”. La reacción extrema consiste en el hablar negativo, en el “silencio elocuente”» (27 s.). No menos claramente distingue Moses la «voz del fracaso», o la de la depresión: «El individuo depresivo no está dispuesto a conceder un gran espacio al mundo hostil. El paciente “se encoge”» (102). Muy bellamente relaciona Moses este estado con la adaptación mimética a lo muerto, al «deseo subconsciente de desaparecer completamente»: «La expresión del terror tiene siempre un aspecto “ahuecado”. La palabra “horror” expresa esto de manera onomatopéyica en latín y en inglés» (42).
Pero la fisiognómica de la voz no enseña que la debilidad sea patológica y la fortaleza sana. Moses descubre en uno de los pasajes más fecundos de su libro el mecanismo de las reacciones que se manifiestan en la voz: «La voz de la autoridad es grave. Maestros, abogados, jueces y sacerdotes necesitan con frecuencia emitir una voz grave para hacer valer su autoridad, para lo cual emplean la parte más grave de su tesitura potencial y aumentan el registro laríngeo. En esta voz de la autoridad caben variaciones, por ejemplo la voz amonestadora, equivalente vocal del dedo alzado. Esta voz no es grave, pero es una voz limitada en la extensión y la melodía» (49). Y añade el autor: «Pero cuando la extensión vocal del individuo es relativamente menor que la comúnmente empleada, estamos ante la expresión de inhibiciones. La voz amonestadora necesita refrenar aún más las emociones ya dominadas e intenta persuadir al oyente de que ha de hacer lo mismo. Es la voz del puritano» (49). En resumen: «La autoridad tiene una connotación de seguridad, particularmente para el niño y para los débiles. En nuestra cultura se expresa el ofrecimiento de protección y la compasión con tonos graves, tranquilizadores, con la voz de la franqueza. La voz de los maestros y sacerdotes que no pertenecen al tipo amonestador tiene una tesitura más amplia y un mayor registro laríngeo. La voz del médico junto al lecho del enfermo es a menudo demasiado estereotipada, y en todo caso su melodía es más limitada que la del maestro y la del sacerdote. Cualquier forma de sobrecompensación o de inseguridad en la expresión de autoridad puede reconocerse fácilmente en la voz grave y la melodía exagerada» (49).
La categoría central para explicar las voces de algún modo deterioradas es la de identificación fallida, que corresponde al siguiente modelo: «Es como si el individuo desease ocultar ciertas debilidades detrás de una expresión estereotipada y universalmente aceptada. Esta falta de autenticidad es lo que a menudo hace tan difícil distinguir original y parodia. Estos estereotipos pueden encontrarse entre diversas formas de ideación neuróticas. Como la imitación de la voz es tan fácil, se usa para la introyección, para la expresión neuróticamente “prestada” del ideal perseguido. Así se crea el uniforme vocal, el tipo de voz de grupos, órdenes, asociaciones estudiantiles, bandas y gánsteres. Quien quiere “pertenecer” y todavía se siente fuera, lo primero que hace es adoptar esos estereotipos melódicos» (66). Esto aparece luego (96) conectado al concepto, no precisamente aproblemático, de la falta de adaptación social, como cabía esperar de un libro demasiado propenso a mezclar los conflictos individuales con alguna norma dominante y a rechazar lo que no es «normal» como neurótico sin considerar el momento de resistencia al conformismo que pueda haber en la voz. La voz de la neurosis, la de la identificación fallida, no tiene que ser en absoluto la voz de la falsedad; las cicatrices de la voz no son nada vergonzoso.
Se comprende que no falten objeciones a todo este trabajo pionero. Conceptos musicales como los de ritmo y melodía, y más aún el de modo mayor y menor, aparecen demasiado ligeramente trasladados al habla, en cuyo dominio no tienen valor literal, sino en todo caso metafórico; además, el concepto de ritmo resulta ambiguo, puesto que comprende, por un lado, todas las relaciones sucesivas, y, por otro, solo las más o menos regulares, simétricas. Dudosa es también la separación entre el carácter vocal puramente fisiognómico y el contenido de lo que se dice: en esto Moses sigue, a pesar del obligado reconocimiento de la «totalidad», la tendencia, habitual en la ciencia, de aislar las diferentes dimensiones. Su enfoque metodológico trata la voz cual compendio de características formales de la persona, a la manera, por ejemplo, del test de Rorschach. Pero el objeto de su estudio lo impulsa en todas partes fuera de dicho enfoque. Las formulaciones más chocantes se encuentran allí donde se refiere a la relación entre la voz y situaciones y contenidos concretos, en ocasiones sociales, como en esta asombrosa observación: «Wagner se adelantó en 30 años a la emancipación femenina al crear las partes dramáticas para soprano» (48).
Una vaga contradicción entre la metodología y su aplicación caracteriza al libro entero: acepta, un tanto medroso, las reglas de juego establecidas; por ejemplo, habla de la supuesta intuición y su insuficiencia en un forzado tono académico tradicional. Las tesis psicológicas explicativas no son tan sutiles como las inervaciones primarias en el material. Pero las ideas son en general sólidas allí donde se libran de todo tipo de control del pensamiento y se deshacen de conceptos como el de adaptación o el hoy particularmente fatal de comunicación. No hay duda de que Moses tiene buenas razones para querer preservar la autenticidad de sus hallazgos en un terreno abierto a las más diversas corrientes de la charlatanería. Pero esa autenticidad, la de la experiencia que inspira sus tesis, es tan evidente, que verdaderamente no necesita de ninguna precaución. Podría confiar perfectamente en su propia brújula y hablar de todo lo que ha percibido; puede dejar tranquilamente a otros la laboriosa tarea de «verificación». Si ampliase sin reservas el radio de sus investigaciones, estas alcanzarían, más allá de la fisiognómica de la voz, el terreno de la música y ayudarían a entender las cadencias musicales, el «tono» de los compositores.
1957