Semana de música de cámara en Frankfurt a. M.
Mientras la situación económica y política del Imperio alemán se agrava hasta lo insoportable, una ciudad alemana situada cerca de la zona ocupada, y ella misma siempre amenazada de ocupación, se empeña entre mil obstáculos en un acto cultural que reclama atención incluso fuera de las fronteras del país. En Frankfurt a. M. se había planeado un festival de música para el verano de 1923 que ofrecería en la Ópera y en la Sala de conciertos, poniendo a contribución todos los medios, las obras más exigentes de la producción contemporánea y del pasado; la precariedad de los tiempos obligaba a posponer el plan, y como no se quería abandonarlo, se llevó a cabo con medios sustancialmente más modestos; pero hoy puede decirse que la limitación del despliegue externo no perjudicó el resultado artístico, sino que más bien lo favoreció. Pues todo lo que habría podido distraer la verdadera atención: el fasto social, la fuerza numérica de la despótica orquesta moderna y el culto del virtuosismo de los directores, quedó fuera. Hermann Scherchen, que se había hecho un nombre como director de los conciertos del «atardecer» berlineses, y ahora es director orquestal de la Museumsgesellschaft[54] de Frankfurt, tuvo a su cargo la dirección de la semana musical de Frankfurt; a él hay que agradecerle que el festival se realizara y se limitase a producciones para una discusión artística seria, sin hacer la menor concesión al concepto, propio de una gran parte del público, de la música como puro objeto de disfrute, y también que los programas no tuvieran que limitarse a autores alemanes y se considerase también la producción de significados compositores extranjeros. Pero también en esto se dejó notar la tensión de la situación política, pues la joven música francesa, que tan poderosos impulsos transmite también a Alemania, y cuya sensualidad y seguridad formal constituyen un buen correctivo de toda música alemana, nacida del saber trágico y de una impaciencia incontenible; la joven música francesa, en la que no hay menos saber, pero que no trata de desprenderse radicalmente del individuo, sino que en su saber se conforma a lo heredado y mediador, quedó excluida. Esto debe constar como lo más negativo y lamentable del festival, que no es culpa de los organizadores, sino que se debe a las desgraciadas circunstancias en que están envueltos los estados europeos.
Se comprende que en siete conciertos de cámara, muchos de cuyos programas han tenido sobradas reservas, no siempre puedan ofrecerse obras de valor incuestionable y fuerza creadora. «Nueva música» era el rótulo con se había querido resumir el carácter de los siete conciertos y expresar la intención de seleccionar piezas que de alguna manera se salen de lo acostumbrado y familiar, sobre todo del lenguaje musical de Wagner, y aspiran a una forma propia. Con ello no decimos mucho de lo que tienen en común, y si se quiere destacar una característica común del estilo como es la «atonalidad», esta no es sino un relajamiento de la referencia de las armonías a un orden tonal, y enseguida se descubre que esta «atonalidad» supuestamente tan subversiva y novedosa tiene en cada autor un significado diferente, que en ningún caso hay que interpretar como una ruptura sin contemplaciones con el pasado. Como «nueva música» sin duda se refiere a una complicidad y no debe tomarse en otro sentido que como expresión de un sentir musical común, al cabo no hay aquí, como en todo festival de música, sino obras singulares, de las cuales unas pueden ser experimentos, otras flotan sin mucha reflexión sobre su época, otras no carecen de poder estimulante y excitante y algunas tal vez estén de más. El valor de una semana de música como la de Frankfurt no puede radicar en que en ella se presenten trabajos de fuste en un sentido estrictamente crítico (de los cuales hay tan pocos, que difícilmente llenarían una semana), sino más bien en que en ella se deje noticia de las fuerzas que seriamente trabajan en el incremento interior del patrimonio musical.
Entre los compositores de gran relieve y renombre estuvieron representado los austriacos Schönberg y Schreker, el ruso Stravinski, el húngaro Bartók, el italoalemán Busoni, el inglés Delius y, finalmente, el alemán más joven, Hindemith, que en un tiempo increíblemente breve ha cosechado éxito tras éxito. Solo se oyeron obras verdaderamente representativas de tres de estos compositores: Schönberg, Stravinski y Hindemith. De Schönberg se ofreció, además del dificilísimo, apenas efectivamente interpretable, coro a capella Paz en la Tierra (op. 13), el ciclo de lieder sobre 15 poemas del Libro de los jardines colgantes de Stefan George (op. 15). De todo lo ofrecido, estos lieder, con su oscuro, retraído y reprimido ardor, con su forma inflexiblemente estricta, con su humana seriedad, que rebasa los poemas, me parecen los más puros y maduros. La profunda extrañeza que parte en dos el antiguo amor, la terrible disociación encuentra aquí una expresión musical tan pura como estremecedora. La historia del soldado de Stravinski, con texto de C. F. Ramuz, una mezcla artísticamente sutil de ballet, diálogo escénico y colorido musical, quizá pueda considerarse característica de la actual situación de este muy talentoso, pero anímicamente pobre y vacío artista, expresión resumida de su época, capaz de alcanzar lo demoniaco para terminar siempre en lo paródico, pero sin ir jamás lo paródico más allá de su caso particular. Con toda la superioridad de su factura, con todos sus potentes ataques musicales, este escenario, alimentado de infantilismo parisino, apenas se queda en más que un asunto de estudio. Sería deseable que el más peligroso técnico de la música actual tuviese un perfecto conocimiento de sus propios límites para poder así crear cosas más fecundas. Hindemith conecta con Stravinski en su manera de evitar toda expresión romántica de sentimientos, en la incesante rítmica machacante, y a menudo también en su desbocada y desdeñosa ironía; también él termina en un atroz desencanto; pero todo esto es en él más directo y primitivo, brota más de una disposición natural ciegamente desplegada que de la intención del hombre civilizado; y a menudo cede también ante la tímida incursión de lo anímicamente originario oculta bajo la máscara de la indiferencia. Hindemith está amenazado por el éxito, la facilidad para producir y una actualidad y capacidad de adaptación casi regaladas. Pero al mismo tiempo es un hombre cabal, y cabe esperar que termine aclarándose. La Suite de cámara para 5 instrumentos de viento (op. 24, 2) es de una admirable y lograda ligereza, que solo interiormente cabe alcanzar, y utiliza con bella naturalidad los recursos sonoros; los Marienlieder, con textos de Rilke, se gestaron en torno a problemas formales, y dominan los largos poemas en organismos disciplinados, nunca descriptivos, pero son en su objeto poético demasiado ajenos a Hindemith como para que creer en su necesidad por encima de la técnica. Pero su disciplinada fuerza formadora es, con todo, más digna de aprecio que la mayoría de las obras de la semana musical.
Pero aún hay que hablar brevemente de las piezas que se interpretaron de otros compositores de relieve: los lieder de Schreker parecen bastante teatrales; la conocida Suite op. 14 de Bartók es intensa, plástica y compacta, pero no es capaz de transmitir del todo la intensidad trepanante y circular de este compositor obstinadamente insistente en lo nuclear de él; los coros Para cantar sobre el agua de Delius, compuestos sin palabras, tienen atractivo sonoro, pero un anuncian nada nuevo. Finalmente, la Fantasía contrapuntística de Busoni, con su uso de materiales de Bach para la glorificación de Bach, se asienta, a pesar de todo su contrapunto, en el dominio del impresionismo; la polifonía obra mucho más como tupido velo sonoro que como superposición apreciable de líneas melódicas, y se queda en lo romántico-arbitrario.
Un puesto especial ocupa el alemán Rudi Stephan, caído en el comienzo de la guerra mundial. Su música permanece aún claramente enraizada en la época Wagner, y tiene el pathos del destino, la exaltación de la vida y de la muerte; mucho de ella parece hoy hueco y pretérito, y le falta la libre disposición de los recursos. La Música para siete instrumentos de cuerda ofrece con su conjunto instrumental (cuarteto de cuerda, piano y arpa) una combinación sonora poco afortunada. Pero, a pesar de todo, en la manera en que este hombre se ha esforzado por dar forma a sus figuras hay una seriedad tan crecida y una singularidad tan marcada, que su pérdida es muy de lamentar.
Del gran número de autores jóvenes, o al menos no universalmente conocidos, cuatro tienen nombres que nos suenan. El checo de veintitrés años Ernst Krˇenek, discípulo de Schreker, hace ya dos años que viene destacándose cada vez más, y se cuenta entre los más dotados de su generación; sus obras, producidas con inquietante rapidez, se caracterizan por una impulsividad ciega, inconsciente, que se manifiesta sin inhibiciones en grandes ligaduras rítmicas ininterrumpidas, en una rara apatía opaca y resplandeciente, pero en ocasiones también en una aglomeración sinfónica de sonidos y ritmos de dimensiones gigantescas. Lo temáticamente independiente, el equilibrio en la figura sonora retrocede entonces completamente, pero su Concerto grosso (lo mismo que su II Sinfonía) subyuga con la fuerza rebelde, que todavía tiene que adquirir su sentido, su relación con un núcleo espiritual. El español Philipp Jarnach procede del círculo de Busoni, y demuestra en sus obras de cámara una poderosa fantasía dentro de una disposición seria pero soñadora a la que, sin embargo, una nostalgia romántico-intelectual de la obra organística suprapersonal, tectónicamente definida, de Juan Sebastián Bach puede resultar peligrosa del mismo modo que lo es para el propio Busoni. Su Sonata para violín solo aquí interpretada muestra menos de este peligro que, por ejemplo, su Cuarteto de cuerda op. 10, y es una composición sumamente disciplinada en una construcción mínima, pero en cambio no tan rica como las obras de cámara, y a ratos es casi menesterosa. Los lieder del joven italiano Mario Castelnuovo-Tedesco se cuentan entre los más logrados de la semana musical: de acabada musicalidad y, sin embargo, diferenciados y bien formados; constituyen una madura floración cultural a la vez que completamente natural, y parecen gestados al margen de los problemas que abruman a la música del Norte. ¿Qué importaría reprocharles falta de profundidad? Uno casi le envidiaría al autor esta carencia, por claramente que perciba sus límites. El alemán Wilhelm Petersen atrajo la atención con dos sinfonías; la Sonata para violín y piano estrenada en Frankfurt es una pieza moderada que recuerda la manera de modelar temas y el cromatismo de Max Reger, con tema ininterrumpido y que evita eficazmente el peligro de la morbidez armónica en brava disputa con el problema de la sonata. El que esta sonata madura y bien configurada (como ninguna otra obra de este autor de apartada vida creadora) aún no haya encontrado editor, a pesar de ser tan nombrada, responde a una característica de la actual situación exterior de la música alemana.
Las obras aquí reseñadas representan el resultado esencial de la semana de música de cámara. Habría que mencionar aún obras de otros autores, por ejemplo un trío de cuerda de Friedrich Hoff, pieza frágil, pero extraordinariamente cabal y muy sentida: documento de un hombre maduro al que le hace resulta difícil y penoso dejar de reconocer la forma, de un hombre en el que hay que reparar; y también un admirable, pero todavía muy inmaduro Cuarteto de Kurt Weill. En la interpretación se impusieron, además de Scherchen, el Cuarteto Amar (con Hindemith a la viola), también conocido en Dinamarca, el excelente pianista Eduard Erdmann, la violinista Alma Moodie, el director Merten, Hans Lange, Alfred Höhn, la cantante vienesa Winternitz-Dorda y algún otro. El festival finalizó dejando la sensación de que, a pesar de las opresivas condiciones externas y de la crisis cultural que padece la música, y que ningún programa puede encubrir, existen fuerzas que luchan por su regeneración.
1923