Cartas al director

Der Monat 149, febrero de 1961

En el artículo de Tibor Meray sobre el ataque de Pravda a una narración de Vladímir Tendriakov se lee esta frase: «En Tendriakov puede observarse el fenómeno, clásico en cierto sentido y que Lukács tan certeramente describió en su análisis de Balzac, de que la sinceridad del verdadero escritor acaba triunfando sobre las tesis políticas que pregona»[47]. Aquí hay un error. La descripción de aquel fenómeno no es de Lukács, sino, como por lo demás este aclara, de Engels. Se encuentra en el borrador de una carta a Margaret Harkness. El pasaje crítico reza así: «That Balzac thus was compelled to go against his own class sympathies and political prejudices, that he saw the necessity of the downfall of his favorite nobles, and described them as people deserving no better fate; and that he saw the real men of the future where, for the time being, they alone were to be found —that I consider one of the greatest triumphs of Realism, and one of the grandest features in old Balzac» (Londres, comienzos de abril de 1888; en Karl Marx y Friedrich Engels, Über Kunst und Literatur, Berlín, 1953, p. 122 ss.). Sin duda Engels pensaba ya en este mismo fenómeno cuando, cinco años antes, hablaba en una carta a Laura Lafargue de la «dialéctica revolucionaria en su [de Balzac] justicia poética» (cfr. Engels, carta del 13 de diciembre de 1883 a Laura Lafargue, en Correspondance Friedrich Engels – Paul et Laura Lafargue, París, 1956, p. 153). No es aquella pedantería que toma la pluma en cuanto lee en una revista algún dato que no es correcto la que me mueve a corregirlo, sino el indiscutible interés del dato. Las intuiciones estéticas de Marx y Engels han sido —ambos seguramente nunca lo hubieran soñado— canonizadas en todo el bloque oriental. Por eso es importante señalar que Engels, en uno de los pasajes en los que se ocupa de cuestiones estéticas, expone una idea que contradice tan abiertamente la doctrina dominante del realismo social que ningún arte exegético puede arreglar esto. Pues la «dialéctica revolucionaria» que elogia en la obra de Balzac no es sino la de que, en La comedia humana, la fuerza del curso social se impone contra las simpatías políticas del novelista. En otras palabras: Engels distingue claramente el contenido social de una obra de arte de la tendencia yacente en la misma; en Balzac reconoce la oposición directa entre ambos. Pero esto es incompatible con lo que en el Este se denomina realismo social, que hace equivaler el contenido social a la tendencia, y conforme a esta equivalencia separa a las ovejas de los cabritos. La praxis política a la que esto se ajusta tiene tanto que ver con la teoría de Marx y Engels como la Santa Inquisición con el Sermón del Monte. Sin embargo, formulaciones como la engelsiana permiten llamar por su nombre al falseamiento que se hace de la teoría.

Frankfurter Allegemeine, 29-11-1961

Espero que se me permita decir sobre la glosa «Ermitaños» que a mí se me ocurrió una idea como la en ella expuesta con total independencia del autor y sin que este lo haya sabido: en el ensayo sobre Webern de Klangfiguren se argumenta en contra de ordenar las piezas de Webern en una sucesión que las hace figurar una tras otra, pues «un programa completo de Webern sería como un congreso de ermitaños» (p. 168). La idea de tal congreso resultaría vacua. Por lo demás, y si estoy bien informado, de hecho existe algo así como una organización central de eremitas que juzga quién puede contar con la aprobación eclesiástica para consagrarse a la soledad. La sociedad en que vivimos aparece tan socializada, que aún el camino más alejado no conduce fuera de ella.

Frankfurter Allegemeine, 18-7-1962, Sección local

Al cruzar el paseo de Senckenberg cerca de la esquina con la Santestraße, una de nuestras secretarias, la señora Woch, fue atropellada, resultando herida de gravedad, después de que pocos días antes un peatón sufriera un accidente mortal en el mismo lugar. Dado que llamé en diversas ocasiones la atención sobre el estado de la regulación del tráfico en el paseo de Senckenberg por la parte donde se halla la universidad sin conseguir nada, me dirijo hoy a la opinión pública.

El paseo de Senckenberg se ha convertido en una de las arterias de más denso tráfico. Ancho y con varios carriles, invita a los automóviles a ir a gran velocidad. Pero al mismo tiempo, esta calle deben cruzarla continuamente todas las personas que trabajan tanto en la universidad como en los institutos que se encuentran al otro lado del paseo de Senckenberg. Faltan semáforos. Es necesario correr por la calle de la forma más indigna para no terminar literalmente bajo las ruedas de un vehículo; la situación es particularmente peligrosa por el lado de la Mertonstraße, pues el paseo de Senckenberg dobla muy cerradamente, lo que hace que los automóviles se vayan muy a la izquierda; a las personas que lo cruzan les resulta casi imposible calcular bien las distancias. Sobre un estudiante o un profesor que se encuentren en una situación tan propia de ellos como la de andar cavilando se cierne una verdadera amenaza de muerte; los accidentes no necesitan explicación, sino solo el que no se produzcan muchos más. Es urgente solucionar el problema, primero con la colocación de semáforos en toda la zona de la universidad, y luego con medidas mucho más radicales. La actitud de los propios automovilistas, ante los cuales se tiene la impresión de que, nada más ver que la luz está verde para ellos, creen tener derecho a todo y tratan a los peatones como objetos molestos, contribuye al peligro que estos corren; pero como no cabe esperar que cambien de actitud, las medidas técnicas y policiales son urgentes. Cualquier dilación sería injustificable.

Süddeutsche Zeitung, 22/23-12-1962

Sabe usted que no es mi estilo reaccionar contra las críticas negativas; cualquiera puede destrozarme a placer; si mis ideas tienen alguna sustancia, son ellas mismas las que deben defenderse, no yo.

Pero cuando en una crítica no se discute la calidad intelectual, sino hechos objetivos del género más simple, la cosa cambia. En el número del sábado/domingo del Süddeutsche Zeitung ha aparecido una reseña de pocas líneas firmada con las iniciales C. H. Dejo pasar que me atribuya una «inteligencia desvariada»; no cabe esperar simplismos de la filosofía. Pero cuando dice que «se utiliza la filosofía contra le teología», esto no va por cuenta de mi desvarío, sino, como cualquiera que conozca aun superficialmente a Kierkegaard, de la verdadera intención de este autor; y tan conocida es esta, que hasta en mi libro no cumple ninguna función, salvo que en su epílogo haya señalado esta obviedad para justificar los anexos. La contraposición de la teología a la filosofía, que para Kierkegaard era la contraposición hegeliana, es la estructura fundamental de toda su obra.

Pero, sobre todo, en ningún lugar he caracterizado a la religión «como pasión conforme a modelo erótico». Quien haya leído mi libro tiene que saber que su intención es justamente la contraria; que toda la dialéctica existencial de Kierkegaard es descifrada como una dialéctica idealista y especulativa vuelta hacia dentro. Parece que el crítico ha confundido mi libro con el de August Vetter, que se titula La devoción como pasión, y cuya tesis ya de joven consideraba yo falsa.

Mi obra de juventud, que por lo demás no se basa en mi trabajo de habilitación, sino que es este mismo, podrá tener todos los defectos que se quiera, pero para encontrarlos al menos hay que haberla leído. Su texto es, contra lo que dice la reseña, el original mismo no revisado, del que solo se han corregido algunas erratas, y el ensayo sobre Vida y reinado del amor es un añadido posterior. También esto está en el epílogo.

Le estaría muy agradecido si pidiese que se haga una rectificación, dado que se trata de cuestiones fácticas y no de argumentación intelectual. Casi no tengo duda de que, si usted le señalase estas cosas, el crítico estaría de acuerdo.

Le ruego me disculpe por importunarle con estas pequeñeces, que acaso las justifique la seriedad que exige una crítica.

Frankfurter Allgemeine, 9-12-1964

Quién es psicólogo. La carta del señor Wolfgang F. Meyer me parece característica de una inclinación muy extendida en la Alemania de hoy y sumamente problemática: sustituir determinaciones de contenidos y cuestiones de competencia especializada por consideraciones basadas en cualificaciones formales y definiciones externas, más o menos técnico-administraticas. El que, en este país, el psicoanálisis no figure por ahora como psicología en el sistema de las ciencias se debe, como sin duda sabe el señor Meyer, en parte a motivos históricos —como que Freud procediera de la medicina— y en parte a esa fatal oposición al psicoanálisis que ha sobrevivido al Tercer Reich. En otros países, la separación que exige el señor Meyer apenas se entendería; en América, por ejemplo, hace tiempo que el psicoanálisis ha venido a ser elemento esencial tanto de la psicología académica como de la psiquiatría, al tiempo que ejerce sobre las ciencias sociales la influencia que se esperaría de él. Podrá la inspiración de Freud haber nacido de la necesidad de ayudar a los neuróticos, pero la disciplina que creó fue concebida y aplicada como psicología en el sentido más enérgico. Los fenómenos patógenos de los que partió le proporcionaron solo el germen de una teoría de la vida anímica en general, incluida la que se consideraba normal. Freud no redujo, pues, mezquinamente el psicoanálisis a la medicina, sino que defendió el «análisis del lego», es decir, el ejercido por quien no es médico. Para imaginarse el alcance específicamente psicológico de las concepciones de Freud basta la simple comparación de cualquiera de sus obras con un tratado prefreudiano de psicología. Lo que en este pueda encontrarse relativo a la teoría de las pulsiones habrá adquirido tras los hallazgos de Freud un carácter verdaderamente arcaico. ¿Negaría en serio el señor Meyer que Freud era psicólogo? Sería inadmisible que los miembros de la Asociación de Psicólogos a la que representa le siguieran en esto.

Pero el argumento de que, si llamásemos psicólogos también a los psicoanalistas, se podría llamar médicos a los psicólogos que han aprobado el examen preclínico de medicina, es sofístico. El psicoanálisis es esencialmente análisis de la estructura psicodinámica de la persona en su totalidad; aspira a ser una teoría específicamente psicológica, mientras que un psicólogo que solo ha aprobado el examen preclínico no está instruido en cuestiones de la medicina clínica y, por ende, no tendría ningún derecho al título de médico. Todo esto se quedaría en vacua disputa sobre la nomenclatura si distinciones como las que el señor Meyer pide no sirvieran en la vida pública e institucional para determinar contenidos, esto es, para dejar fuera conocimientos indeseables y también a personas indeseables. Por lo demás, el señor Meyer tendría que negar a Nietzsche, que prefería llamarse psicólogo, el derecho al título, puesto que no se sometió al examen para obtener el diploma, y en todo caso disculparle esa preferencia porque en sus tiempos ese diploma aún no existía.

Frankfurter Allgemeine, 1-4-1965

Su información procedente de Múnich del 23 de marzo contiene esta frase: «El viceprimer ministro bávaro, Dr. Hundhammer, ha reconocido en una conversación con periodistas que no es amigo de la pintura abstracta, y que no puede reconocerla como punto culminante del arte moderno. Con ello, el otrora ministro de educación dejaba bien a las claras que le cuesta entender la adquisición de un cuadro de Picasso y otro de Degas, que el Estado bávaro ha hecho a instancias del ministro de educación Dr. Huber, por más de tres millones de marcos». El «con ello» de la segunda frase es asombroso. Pues hoy cualquier persona que se interese por el arte sabe perfectamente que Edgar Degas fue uno de los más grandes pintores impresionistas, y nada tiene que ver con la pintura abstracta. En el caso de Picasso, que no es precisamente un oscuro pintor, esto le resultaría más difícil de entender a una mirada formada en Defregger; de todos modos se viene diciendo que ni las obras de sus años cubistas anteriores a la Primera Guerra Mundial cortaron jamás la relación con los objetos. La noticia de su periódico no permite colegir si la conexión de la antipatía del señor Dr. Hundhammer hacia la pintura abstracta con su desaprobación de la adquisición de esos cuadros la ha establecido el informador o es el Dr. Hundhammer quien ha dado pie a ella. Nadie creería que el viceprimer ministro de un Land alemán cuya capital es tan consciente de su condición de ciudad artística fuese capaz de una vulgaridad que lo pondría en ridículo, y no solo a él; esperemos que el Dr. Hundhammer corrija esto. Pero, por otra parte, la noticia, sea quien sea el responsable de su publicación, nuevamente pone de manifiesto que el aborrecimiento del arte moderno y el desconocimiento de sus manifestaciones más elementales van unidos. Uno cree que ha vuelto a una época en que se despotricaba a una contra «esos im- y ex-presionistas».

Die Zeit, 3-3-1967

Difícilmente habría antes imaginado que una vez escribiría algo en defensa de Leoncavallo. Pero la «Matinata» que, según la observación seguramente acertada de Johannes Jacobi, parecer resonar en la ópera cíngara de Leoncavallo, procede si mi memoria no me engaña, no de Mascagni, fatalmente forjado en aquel, sino del propio Leoncavallo. Poseo una muy antigua grabación gramofónica de Caruso cantando la Matinata, aún hoy una célebre pieza de música de café, con Leoncavallo acompañándolo al piano. Por lo demás, esto poco cambia la patética situación de los artistas que en vida gozaron de un gran éxito y, deseosos de duplicarlo, recurrieron a lo renombrado. Si Leoncavallo cometió un plagio, que desde este punto de vista resulta muy verosímil, no lo hizo de ningún rival, sino de su propia canción, única composición suya que se hizo popular además del Bajazzo. El de repetir y la posterior esterilidad de los compositores veristas merecería un estudio más detenido.

Diskus, septiembre/octubre de 1967

El artículo «Animales encadenados», de la señorita Monika Steffen me atribuye haber referido que un destacado político dijo que hay que derivar la política interior de la política exterior. Sin duda me ha oído mal: yo había sostenido lo contrario, la necesidad de derivar la política exterior de la interior. Y este teorema no proviene de un «destacado político» actual. Con esta rectificación se desvanecen también, obviamente, las conclusiones que la señorita Steffen extrae: que con aquella tesis yo me he distanciado sustancialmente de Horkheimer. Él se lo aclarará totalmente.