Hermann Grab

Los nervios estéticos ya no sirven para registrar la verdad. Quien todavía mantenga a salvo la sensibilidad, debe añadir, en interés de su verdad personal, a la expresión artística algo a ella ajeno, algo corrosivo. Casi podría reconocerse hoy la sustancia de un artista en si es capaz de conseguir otra cosa que el aplauso. Así pertrechado pudo Hermann Grab figurarse que el impresionismo austriaco aún era algo natural en él cuando hacía tiempo que la superficie, pulida como un espejo, de la sociedad estaba quebrada. Grab revivió el conflicto poético del sujeto sensible con la burguesía consolidada, mientras Kafka escribía ya las negras parábolas en las que el sujeto únicamente aparece sucumbiendo. Pero con una tenacidad solo igualada por su sensibilidad hizo del anacronismo un medio de distanciamiento. El estremecimiento ante el mundo enfriado se había convertido en él en medio para captar lo monstruoso de ese mundo, lo que de él se sustrae a la experiencia humana. Como no se rebeló contra la presión conformista del ambiente, sino que se defendía de ella con garboso desdén y humor judío, lentamente se dedicó a reflejar como escritor pulcro y matizador lo inorgánico, lo deleznable, lo inhumano. Autor de prosa lírica, cargaba con el horror, indiferente a su propia condición e historia. Su fuerza era la conciencia de la debilidad.

El descubrimiento de Marcel Proust marcó su existencia literaria. Con él compartía, además de las imágenes de la infancia asombrada, la hipocondría, con la cual hizo de sí mismo un instrumento de medida, y la genialidad de la memoria. El «Parque municipal», único libro publicado, aún acusa con los retratos psicológicos del amigo ambiguo y la madre confiada la influencia de las escuelas de Proust y Thomas Mann. Luego empezó a escribir cuentos deliberadamente estropeados, como el de la empleada que, cuando el terror nacionalsocialista campa a sus anchas en su ciudad natal, hace un viaje a Italia en el que no percibe más que el vaciado sin vida de la cultura aprobada. Finalmente pensó en una gran novela que describiría el agitado ascenso de una familia de banqueros judíos y su ocaso en Polonia, y algo así como el arquetipo de la sociedad entre ambas guerras.

No pudo realizar ese proyecto. Durante tres años luchó contra una enfermedad incurable cuya realidad heroicamente negaba. Su clara conciencia parecía burlarse de toda cruda fatalidad. El que muriera sin realizar algo que estaba perfectamente a su alcance, dice algo de la impotencia del espíritu.

1949