Muertos cebados

El destino de los niños que en Lübeck han recibido los bacilos en lugar del suero de los que debía protegerlos, aún no se ha reconciliado con su muerte. La lengua que en vida no tuvieron tiempo de aprender les niega la compasión que, de todos modos, no cabe esperar de los humanos: ella sigue su estela y los deshonra. Acusados, tribunal y prensa parecen coincidir en la naturalidad de la declaración de que los lactantes habían sido cebados con el preparado de Calmette, el bueno o el estropeado, no importa ahora. La bestial estupidez que causó las muertes no puede soportar la muda acusación de sus víctimas de otra manera que convirtiendo a los niños muertos en sus iguales, en animales a los que se ceba para luego sacrificarlos. Flaubert vio a los sacerdotes cartagineses de Moloch como lo que ahora hombres de ciencia serios demuestran ser: «Cada vez que se colocaba un niño, los sacerdotes de Moloch extendían las manos sobre él para cargarlo con las faltas del pueblo, y gritaban: ¡no son hombres, sino animales! Y la multitud en torno repetía: ¡Animales! ¡Animales! Ni a los sacerdotes de Moloch que llamaban animales a los niños se les habría ocurrido hablar de cebarlos, que a la deshonra del ser humano añade aún el escarnio de una asistencia que provocó las muertes de las que quiere exculparse. Si los muertos hubiesen sobrevivido a su cebado, sin duda habrían sido enviados a una organización de crianza de niños pequeños que a su vez los habría derivado a una asociación dedicada al cuidado no de niños, sino de la cultura física. Si, a pesar de todo, hubieran crecido lo suficiente para saber con qué se los cebó, habrían también alcanzado la madurez necesaria para ser empleados como material humano en la próxima guerra. Peor que el dolor por los muertos es el único consuelo que hace ese dolor soportable: se les ahorró vivir con personas que los mataron asistencialmente y aprender una lengua que habla de cebarlos después de que los hombres les hubieran negado una alimentación sana. Sería preferible confiarse a la caridad de las hienas, que devoran a los muertos, que a la de asesinos, que se ocupan de cebar futuros cadáveres mientras eso les dé de comer».

Ca. 1931