Cazado al vuelo

Las experiencias pueden llegar demasiado tarde. No solo cuando las trae una edad en la que las maneras de reaccionar que a ellas convendría están muertas o anquilosadas, o cuando hay que retroceder al estadio infantil para que esas maneras de reaccionar revivan. También ocurre que cuando se han tenido innumerables experiencias determinadas, parece que se les ha extraído lo mejor que tienen. La mirada que finalmente ve lo que antes vieron millones, y automáticamente repite lo que sus órganos ya ejecutaron, no solo tiene algo de anacrónico, sino también de exangüe. Es lo que hoy le ocurre a quien vuela por vez primera, pues lo que el volar esencialmente conlleva es la expresión de un «por vez primera». Lo del Polo Norte descubierto por segunda vez es cierto. Pero al exiliado, el orden temporal se le desordena. Los años de la dictadura fascista son expulsados de la continuidad de su vida; lo que a ellos sucedió difícilmente se intercala en ella. Cuando regresa, ha envejecido y a la vez permanecido tan joven como lo era en el momento de salir, un poco como los muertos conservan para siempre la edad en que se los vio por última vez. Se imagina que podrá continuar allí donde paró; los que hoy tienen la misma edad que él en 1933 le parecen de su misma edad, pero tiene la edad que tiene, la cual se traba con la otra, la traspasa, le da un sentido diferente, la desmiente. Es como si el destino hubiera trasladado a aquellos a los que alcanzó y que lograron sobrevivir a un tiempo multidimensional y agujereado. Por eso, al que vuela tan tarde se le puede permitir dejar constancia de algunas cosas que creyó observar.

En el vuelo diurno sobre el continente americano desde Los Ángeles hasta Nueva York, que dura unas diez horas, todos parecen acostumbrados a lo que en él se produce. Hablar del vuelo en general se considera poco menos que indigno; apenas se mira fuera. En la zona de pasajeros, que apenas se distingue del interior de un moderno vagón de tren americano, hay muchos niños: también aquí hay compartimentos con las vistas reservadas. Los niños hacen poco caso de lo que acontece, están tranquilos, juegan o duermen, como si allí hubieran crecido, y ni siquiera la parte técnica, la cabina llena de aparatos de los pilotos, parece interesarles. Los viajeros no son en modo alguno gente de mundo; predominan los hombres de negocios y las madres discretas. No hay lujos ni reservas. El viaje es rápido, sin alarmas. La idea de volar se ha llenado de indolencia y monotonía.

El que ya nadie mire por la ventanilla es hasta cierto punto explicable. La vista está en su mayor parte bloqueada por las alas con sus cuatro enormes motores, que dan al vehículo un aspecto paleontológico, como el del dinosaurio tricorne llamado triceratops, el último de todos. Como en los expresos transcontinentales hay al final una especie de salón, una sección ovalada con ventanillas, pero no se hace demasiado uso de él. La totalidad recuerda a los trenes de más reciente estilo, también a los autobuses, con superficies metalizadas, herméticamente cerrados, como precintados. Uno está en manos de la institución; todo lo que le está o no le está permitido hacer, se le indica en carteles luminosos. Estos a veces dicen que hay que abrocharse los cinturones. Como nada sucede que le haga al pasajero saltar de su asiento, se crea la sospecha de que con el cinturón se pretende que en caso de catástrofe uno pueda escapar por sus propios medios; pero el interior del avión está tan herméticamente cerrado, que de todos modos el peligro de actuar arbitrariamente es prácticamente inexistente. Menos debido a la altura que al aislamiento de la organización, uno se mantiene alejado de las impresiones que siempre se imagina. Tal vez esto lo explique en parte la indiferencia de los pasajeros. La experiencia más estimulante está de tal modo regulada que apenas llega a ser tal experiencia.

Cuando se consigue ver tierra —se vuela sobre las nubes, se tropieza a veces con ellas como con un adoquín saliente, y ellas contribuyen lo suyo al aislamiento—, esta se parece a los mapas, montañosos los físicos, llanos los políticos. Las Montañas Rocosas aparecen como un relieve grisáceo, el Medio Oeste en un verde indefinido y más bien pálido, y muestra líneas rectas. Uno piensa que los Estados son cuadrangulares, como se nos mostraban en el atlas de la infancia. Pero en ocasiones, la mirada presurosa se imagina que la tierra lejana que tan rápidamente escapa es un globo, y como tal lo ve. Y este globo ya ha sido fotografiado desde cohetes.

Quien durante mucho tiempo vaciló en tomar un vuelo, no siente ningún miedo. La presión en los grandes eroplanos está compensada; en ellos ya no es posible el mareo de los aviadores. Los baches, de los que tantas cosas se dicen, no se notan. Ni siquiera se puede precisar el momento en que se pierde el contacto con tierra. Tal vez al pasajero le resulte atronador el ruido de los inmensos motores que se desencadena inmediatamente antes. Luego, uno siente de tal modo su dependencia de los motores que, por no tener relación alguna con su propio cuerpo, confía en ellos sin especial temor. Únicamente si mira abajo en línea vertical, tiene la ominosa impresión de estar quieto. El avión parece suspendido en el vacío e inmóvil, y no se comprende que no se caiga siguiendo la línea vertical en la que se tiene la impresión de que se halla detenido. Pero en el aterrizaje, el contacto con el suelo no es precisamente un choque suave.

Cuando los sueños se hacen realidad, esta es distinta de como era soñada. Esto sucede también con el vuelo. Poco, si algo, tiene este en común con el sueño de volar. Porque uno no siente que está volando. Uno no hace nada, es mero objeto: objeto de una operación completamente independiente de la propia voluntad y objeto de una atención administrada. Lo que el vuelo significaba, libertad en la ingravidez, está ausente: uno nota perfectamente que es más pesado que el aire. Ni siquiera piensa en la alfombra voladora dentro de esa cáscara metálica. Pero algo completamente distinto de esto se le impone. Quién no habrá soñado con montañas tan altas que a su lado los Alpes parezcan enanos; quién con puertas ciclópeas por las que pasa una humanidad de gigantes. El vuelo está abierto a esta dimensión. La pálida tierra que se pierde de vista ya no es el centro del mundo, sino un elemento del cosmos. Uno se encuentra en aquel orden de magnitud que el sueño proporciona y la tierra niega. Solo entonces el giro copernicano, durante siglos un saber meramente abstracto que nada más decía que el Sol sale y se pone, se hace experiencia viva. Desde la fantástica perspectiva del vuelo, en la que todo se empequeñece, la tierra queda reducida al cuerpo celeste que desea ser astro entre astros, y hace nacer la esperanza en aquellos que no se parecen a ella. Al verla desaparecer debajo de nosotros, tímidamente confiamos en que los demás astros estén habitados por seres más felices que nosotros.

1954