La cultura resucitada
Al intelectual que, tras largos años en el exilio, vuelve a Alemania, le sorprende ante todo el clima intelectual. Fuera se ha hecho la idea de que el bárbaro régimen de Hitler no habría dejado sino barbarie. Bajo el terror, todo espíritu habría adoptado de antemano una actitud de rebelión. A la vista del orden imponente habría aspirado con su mera existencia a una independencia que ningún régimen totalitario podía tolerar. Además se esperaba que durante la guerra y los primeros años posteriores ella, la pura necesidad de autoconservación hubiera hecho a la conciencia lo mismo que a las ciudades las bombas. Se supone el embotamiento, la incultura y la desconfianza cínica hacia todo lo intelectual. La ideología oficial del régimen nacionalsocialista se reveló como mentira; pero la República de Weimar demostró su impotencia justamente en que no fue capaz de prender en las masas y estimular la resistencia contra la calamidad que se anunciaba. No lo fue en manera alguna. Se cuenta con la desintegración de la cultura, con la desaparición de la participación en lo que trasciende las preocupaciones cotidianas. La consigna cultural fue arrasarlo todo.
Esto no es ni mucho menos cierto. La relación con las cosas del espíritu en el sentido más amplio es intensiva. Me parece ahora más intensa que en los años anteriores a la toma del poder por el nacionalsocialismo. Entonces, las luchas políticas eclipsaban todo lo demás. Al mismo tiempo, una cultura de masas industrialmente producida y distribuida ocupaba el tiempo libre y vaciaba la conciencia. En 1949, el interés político se ha adormecido, y el negocio de la cultura administrada aún no ha atado del todo a las gentes. Estas se recluyen en sí mismas y sus reflexiones. En cierto modo están bajo la presión de una especie de reprivatización. De ahí la pasión intelectual.
Si se me permite hablar del ámbito de mis experiencias en el que quedé recluido, del trabajo en la universidad, puedo constatar una apasionada participación de los estudiantes en las cuestiones objetivas que el profesor no puede sino celebrar. En especial se ha demostrado equivocada la opinión de que domina el tipo del estudiante que cuando se examina solo piensa en una rápida salida profesional. Los estudiantes de filosofía y de ciencias sociales con quienes trato muestran el mayor interés por problemas sin efectos prácticos inmediatos. La gran estrechez material en que en su mayoría viven apenas influye en ello. Las distinciones más sutiles, por ejemplo en la interpretación del sentido de la teoría kantiana del conocimiento, encuentran un interés entusiástico; por lo demás, sus energías mentales curiosamente parecen concentrarse en cuestiones relacionadas con la explicación y la interpretación de formas, obras o filosofías existentes. Los jóvenes trabajan sin pensar demasiado en la miseria cotidiana, absortos en sus ocupaciones, felices y confiando en las posibilidades, sin presiones ni reglamentaciones, aunque sin demasiada esperanza en el éxito exterior, y ocupados siempre en lo que más les importa. A veces se tiene la sensación de haber vuelto 150 años atrás, a los tiempos del primer romanticismo, cuando un libro tan impopular como el de la Teoría de la ciencia de Fichte era generalmente considerado representativo de una de las grandes tendencias de la época, y cuando las ciencias parecían impulsadas en lo más hondo por los motivos de los grandes sistemas especulativos. Incluso formas intelectuales, como el diálogo ávido de penetración, consideradas cosa del pasado y en gran medida desaparecidas del mundo, parecen revivir. Si mis observaciones no me engañan, esta tendencia no se limita a los estudiantes interesados por la filosofía o a la llamada elite intelectual. Se deja notar tanto en las escuelas técnicas como en la atmósfera humanista. Este ambiente espiritual no es meramente académico, ni está limitado a la juventud, sino que es universal. La seriedad con que en círculos privados se comentan las novedades literarias era casi inimaginable hace 20 años. Y es tanto más conmovedora cuando la cualidad de lo discutido, del tema que se plantea en la discusión, menos derecho tiene a ser tratado con esa seriedad.
Tan fácil resulta hallar explicación a tales observaciones como, contrariamente, al sano sentido común imaginar una indiferencia intelectual. Es evidente que el páramo intelectual del Tercer Reich, que jamás se ganó a nadie en la esfera cultural, provocó esta avidez. Y era lógico que, tras del colapso total del dominio total, la desorientación creara la necesidad de reorientarse cuando, antes, la mera reflexión estaba ya castigada por considerársela propia de solitarios alejados del pueblo. A esto se añade que la presión de la obligada colectivización, que los individuos tuvieron que aceptar de la noche a la mañana, creó la tendencia contraria a estar solo consigo mismo o limitarse a la comunidad íntima elegida por uno mismo. Todas las formas, naturales y antinaturales, de asociarse que atraían a la juventud antes de la época de Hitler se han desvanecido. Ya no se ve el aislamiento solo como una amenaza, sino también como algo que posiblemente sea una suerte. Ello incita a un volver sobre sí muy próximo a la espiritualización. Finalmente salta a la vista algo que puede considerarse un momento histórico. La sociedad alemana no estaba tan perfectamente organizada como para que los grandes poderes económicos hubieran podido suspender los fueros del espíritu y desposeer intelectualmente a los individuos. En cierto sentido, el fascismo alemán constituyó el intento de llevar a cabo «de una vez», como perversamente se decía, tal despojamiento bajo el nombre de integración. Esta integración ha fracasado. El resultado ha sido una posición rezagada en la marcha general de la moderna sociedad hiperracionalizada. La pregunta de Zaratustra de si todavía no se sabe que Dios ha muerto, ha adquirido nueva forma en el renacimiento cultural de la Alemania de hoy. Todavía no se ha corrido la voz de que la cultura en el sentido tradicional está muerta, que en el mundo de hoy se ha convertido en un cúmulo de bienes culturales catalogados, suministrados al consumidor por ser consumibles, y a los que se niega aquella seriedad que hoy, como ayer, se les tributa en Alemania. La felicidad del espíritu que se goza en sí mismo, y al que el retrasado se entrega con fruición, puede compararse a la de los viejos pueblos recoletos. Vive de lo que todavía queda, de lo aún no sacrificado a la marcha del progreso. El trato con la cultura en la Alemania de la posguerra tiene algo del peligroso y ambiguo consuelo del recogimiento provincial. Y como, a la vista de las ciudades destruidas, sucede con lo que aún queda en pie, quizá la excepcionalidad y el anacronisomo de lo que aún se conserva del antiguo paisaje cultural destacándose de todo lo demás, se considere sin más cultura.
Les ruego que no me malentiendan. No quiero desacreditar esa felicidad de quienes tan precariamente sobreviven. Sería no solo inhumano, sino también abstracto y superficial, ver y juzgar lo histórico solo desde la supuesta gran tendencia. El desfase de la evolución histórica en los distintos países no es menos expresión del estado del conjunto de la sociedad como aquella gran tendencia que se impone. Cuanto más despiadado es el triunfo del espíritu del mundo, tanto mejor puede lo que, según su norma, vive retirado, no solo representar a lo perdido, al pasado, románticamente transfigurado, sino también ofrecerse como abrigo y refugio de algo mejor para el futuro. Pero no hay que acomodarse demasiado en esta esperanza. En cuanto lo retirado se obstina en su estado y se arroga la representación de lo mejor, esto es, cuando, por así decirlo, ha perdido su inocencia, adquiere ya con su calidez fácil y cómoda un elemento de falsedad. Y entonces no hace más que colaborar con esa gran tendencia de la que pretende estar exceptuado. Todos recordamos demasiado bien que el discurso nacionalsocialista de «la sangre y el suelo» ofreció un pretexto para encubrir las devastaciones que el aparato creado, calculado, para el horror exterior estaba a punto de causar. Quien quiera hoy apoyarse en los valores eternos de la cultura, está ya en peligro de hacer de ellos una nueva sangre y un nuevo suelo. Pero, aparte de estas consideraciones, el renacimiento cultural presenta síntomas que obligan a la reflexión crítica. Estos alteran precisamente lo que sería la realización del espíritu, cuando bastaría con que algo así como el espíritu aún exista. Y el concepto del mismo es no poco ambiguo: deja sitio tanto a la verdad como a la mentira. No conviene elevar al espíritu en sí a valor último.
Permítanme señalarles algunos de estos momentos. Hablaba de la sorprendente afición a explicar e interpretar bienes culturales existentes. Sería el último en ignorar que absorberse en textos importantes, darse con alegría al estudio de los mismos, a menudo resulta fecundo. Pero, comparada con aquella necesidad de reorientación intelectual que en la situación alemana tan insoslayable resulta, la pasión intelectual tiene manifiestamente poco que ver con las verdaderas cuestiones a las que tal reorientación habría de atender. A pocos les interesa saber si la misma conciencia progresiva que constantemente echa por el precipicio tantos significados y tantas normas, sería capaz de detener el horror que ella misma desencadena. Pocos se esfuerzan por conocer las leyes que produjeron la reciente calamidad para el concepto de una organización verdaderamente humana del mundo y su fundamentación teórica, o aun analizar las posibilidades reales que hoy se ofrecen a una realización material de la libertad. No es que los hombres sean incapaces de plantearse estas cuestiones —al contrario, en los momentos en que alguien logra hacerlas patentes y orientar así la conciencia hacia ellas, a menudo se cree que se ha logrado resolver algo, que ha acontecido una liberación—, pero es raro que les conciernan directamente. Es como si los hombres viviesen intelectualmente hechizados. La ausencia de libertad y la creencia en la autoridad de lo que simplemente está ahí se instalan en la conciencia general. Nadie se atreve a entrar en las cuestiones apremiantes, candentes, que en verdad todos conocen. Casi se tiene la sensación de que pensar en cosas que trascienden el círculo de lo existente y aprobado constituye un desafuero. Se prefiere ir a las cosas ya definidas o discutir lo que casualmente alguien encuentra, como si tal fuese lo que Dios manda, y siempre complaciéndose en la sagacidad y agilidad del propio espíritu sin considerar adónde este mira. A menudo no puedo evitar la impresión de que, con todas las ilusiones y expectativas que lo envuelven, el pensamiento se entretiene en cosas vagas, irreales, en el juego del espíritu consigo mismo, y veo el peligro de la esterilidad. El espíritu solo fructifica cuando no se presenta como realización de sí mismo, sino dispuesto a perderse en otro que él, fuera de él: para todo espíritu vale el «juega y ganarás».
Que hablar de esterilidad no es ninguna exageración, pueden ustedes comprobarlo comparando la situación de ahora con la de después de la Primera Guerra Mundial. Entonces existía el expresionismo. Desde los años de la estabilización económica, desde 1924 aproximadamente, se dijo que estaba muerto. Ya entonces había razones para sospechar que la gloriosa superación del caos por un nuevo orden y una nueva objetividad no era sino un disfraz de la reacción, de la reimplantación del juste milieu, que entonces todavía pasaba por progresista. No hace mucho al caso la cuestión de si el expresionismo produjo obras artísticas grandes y permanentes, el concepto de las cuales acaso sea incompatible con el suyo propio. En cualquier caso, los cuadros de Paul Klee, la prosa de Franz Kafka y la fase más productiva en la música de Arnold Schönberg habrían sido imposibles sin el impulso del expresionismo. Pero lo cierto es que el expresionismo supuso un grandioso esfuerzo de la conciencia por romper las cadenas de la convención y la cosificación y dar voz al yo aislado en un mundo endurecido. Nada actúa hoy que sea comparable a la fuerza y firmeza que había en aquella intención; ni en Alemania ni en los demás países europeos. Ni siquiera en la patria del vanguardismo, en Francia, se agita ninguna vanguardia. El movimiento intelectual allí dominante, el llamado existencialismo, recalienta ecléctico en sus voluminosas manifestaciones filosóficas motivos de Hegel, de Kierkegaard y de la última antropología alemana. Pero la literatura que esta filosofía alimenta se da a conocer en obras de tesis bastante sólidas y racionalistas cuyos principios constitutivos quedan por detrás del arte radical de los años veinte y treinta. Y con la glorificación sin reparos de la decisión en sí, el todo se ajusta perfectamente al comercio cultural general. Podrá el yo del expresionismo, que se oponía absolutamente y con valentía al orden, ser cosa del pasado, y podrá haber resultado su intención inútil, pero, comparado con lo que ese yo quería expresar, el arte que hoy llena su vacío parece epigonal, o desvalido, o ambas cosas. Es un tradicionalismo espectral, sin lazos con ninguna tradición. Conceptos prefascistas como el del porte, el de entrar en acción, y hasta el de ser soldado de algo, aparecen ahora ciertamente desligados de la finalidad política a la que deben su sospechoso origen. Pero, en contrapartida, se los fetichiza. Se celebra una especie de heroísmo en sí cual ideal de verdadera humanidad. Pero habría que reflexionar sobre el para qué de este heroísmo, o acerca de si al concepto de la interioridad heroicamente perseverante corresponde aquella dignidad y sustancialidad que con aires altivos pretende. La prosa más reciente, de la que se puede decir todo menos que sea joven, recuerda a ratos a unas botas militares ricas y concienzudamente adornadas con motivos vegetales en rojo púrpura y verde dorado.
El estado de la conciencia se caracteriza, de un lado, por la falta de fuerza explosiva, de afán de aventura, e incluso de curiosidad, y, de otro, por la inseguridad en el empleo de los medios tradicionales de que se sirve. El poder de lo existente, de sus reconstrucciones no menos que de sus ruinas, sobre los hombres ha crecido de tal manera, que estos no se atreven, ni verdaderamente pueden, oponer por sí mismos a lo existente el elemento que lo superaría. El espíritu de la posguerra, con toda la ebriedad del redescubrir, busca protección en lo tradicional y pretérito. Pero eso pertenece ciertamente al pasado. A las formas estéticas tradicionales, al lenguaje tradicional, al material musical transmitido, y hasta al mundo filosófico de la época de entreguerras, no les queda ya fuerza alguna. Todo aquello fue desmentido por la catástrofe de la sociedad de la que procedían. Por eso, la búsqueda de protección quiere en verdad encontrar tal protección tan poco como, por otro lado, la conciencia angustiada prescindir de ella. No es solo que el moderado y definido término medio cultural, que tan faltalmente atrae, se deshaga él solo. Es que en todas partes se manifiesta, a pesar de la desesperada voluntad de cultura, una ruptura entre los productores y la cultura, cuya condición ellos mismos deploran. Al vivir de las reservas, aniquilan lo que defienden. Las palabras e ideas no conformistas acuñadas hace 30 años se han vuelto ellas mismas convencionales y deleznables. Ya no alcanzan a decir lo que deben decir, sino que se quedan en cháchara. Los frutos de Rilke y de George, cuya escuela se disolvió en pocos años un vez muertos, han llegado a ser un bien común, pero privado de su sentido y dejado a la desmañada rutina de cada pedante.
A la neutralización de la cultura que ahora se fomenta al conservarla ciegamente la ha llamado el autor suizo Max Frisch «la cultura como coartada». La cultura hoy no tiene al menos la función de hacer olvidar o reprimir el recuerdo del horror acontecido y la propia responsabilidad. Como esfera aislada de la existencia, sin otra referencia a la realidad social que la abstracta a la penuria general o a la obstinación nacionalista, la cultura sirve para disimular la recaída en la barbarie. En ella se continúa la práctica del nacionalsocialismo de engañar sobre la rigidez cadavérica del dominio. Aquel ensalzaba los productos culturales reconocidos del pasado sin considerar su contenido. Simplemente eran expuestos en razón de su prestigio mientras no chocasen demasiado con la dictadura y el delirio racial. Mientras Hitler tuvo el poder, al menos no consiguió introducir en el pueblo los productos de sus administradores culturales de otra forma que por la vía del consumo forzoso. Pero hoy, cuando esa obligación ya no impera, se recurre voluntariamente a todo un depósito de conceptos e imágenes del mundo autoritario. Ciertamente, su relación con la dictadura está cortada. Pero en sus supuestos históricos internos, tales conceptos e imágenes están encadenados a la idea de la inevitabilidad y la legitimidad del dominio en un estado de precariedad. Delatan su oscuro origen en el tono y el gesto incluso cuando se presentan con aires trágicos-humanistas.
Cuando se buscan las razones de todo esto, se impone la idea de la situación política. La fase expresionista posterior a la Primera Guerra de la que antes hablaba estaba vinculada al gran movimiento político. Estaba bajo el signo de la esperanza de un socialismo que se haría inmediatamente realidad. La posibilidad de un estado radicalmente transformado despejaba la vista de la situación existente. No hacía falta amoldarse, pues se sabía que el mañana podría ser completamente distinto, que la visión de las relaciones petrificadas podría desaparecer. Esta conciencia no estaba ni mucho menos articulada. Entre los artistas significados que no aceptaban el poder de lo existente, la ilusión de armonía y los clichés de la mera copia, la relación con la política estaba más bien latente. El arte abiertamente político mostraba ya entonces síntomas de aquel realismo reanimado que al otro lado del telón de acero se yergue hoy como norma filistea. Pero fue entonces cuando la superficie del sistema social se habría estremecido por un segundo. Ello quedó registrado en los ensayos de aquellos artistas y teóricos que no se vendieron a ninguna praxis cosificada. Acaso sin saber de aquel momento social siguieron con sus agitaciones y expresaron en ellas el inconformismo y la negación de todo acuerdo. Esto no se ha repetido después de la Segunda Guerra. La sociedad se divide ahora en bloques rígidos. Lo que ahora acontece lo experimentan los hombres como algo que se les hace a ellos, no como fruto de su propia espontaneidad. Por eso, el vago juego del espíritu consigo mismo, que lo hace atrofiarse, no ha de cargarse sin más en su debe. Corresponde a una necesidad objetiva que no dejará de ser imperiosa mientras la conciencia no la haga objeto de su reflexión y pueda así trascenderla. El mundo está dividido en inmensos y potentes campos de fuerzas. Y el espíritu se ve en la disyuntiva de adaptarse o condenarse al aislamiento, a la impotencia, al quijotismo. La fortaleza que se precisaría para elegir libremente esta debilidad, y así quizá superarla, es casi mayor de la que se podría esperar de cualquier hombre. La posibilidad de una sociedad diferente, de una sociedad liberada en el núcleo mismo del proceso vital, se halla tan próxima como sepultada. Quien ingenuamente contase con ella, sufriría una ilusión que beneficiaría a las ciegas constelaciones de poder. Ello hace del actual estancamiento intelectual una cuestión del espíritu objetivo, no de simple insuficiencia o de mala voluntad. El mundo se halla fuera de quicio, pero el quicio esta ocupado por masa inerte; la cultura se halla en ruinas, pero las ruinas están recogidas, y donde aún siguen a la vista, se alzan cual si fuesen viejas ruinas venerables.
Sería hora de volver a reflexionar sobre el propio concepto de espíritu. La idea de que el espíritu tiene una vida que se basta a sí misma, de que reposa absolutamente en sí mismo, de que hasta cierto punto funda la realidad, está en la base de esa cultura de la vaguedad a que antes me refería. Este concepto del espíritu es el del idealismo alemán. No deja de ser una paradoja que este concepto aún se mantenga, y hasta se cometa el disparate de permitir que ande suelto, en un momento en que los propios representantes del espíritu no dejan de señalar el fin del idealismo. Esta pervivencia de los conceptos idealistas tendría una explicación en que el último movimiento antiidealista no se ha tomado del todo en serio. El ser cuya extensión se opone al mero pensamiento, al cabo viene a ser aquello que en el comienzo de la filosofía occidental, en la especulación eleática, se había creído que era: el mero pensar. El espíritu, que, si me permiten la expresión banal, se mostraba productivo, nunca se concebía a sí mismo como puro espíritu. Hasta sus manifestaciones más sublimes, hasta las más delicadas representaciones de Eros, hasta las etéreas figuras de la reconciliación del espíritu con el mundo enajenado han vivido de que su propio sentido comportaba la transformación de la realidad social. No es que las grandes obras de arte y las grandes filosofías hayan sido siempre políticas. En los momentos más señalados apenas demostraron serlo. Pero las consecuencias de su propio sentido apuntaban a la política. Lo que verdaderamente las hacía productos del espíritu, lo que les confería su belleza, era la posibilidad, por muy mediada que estuviese, de esas consecuencias. Goethe no escribió la tragedia de Margarita para reformar la legislación sobre el infanticidio. Sabemos que su posición política en esta cuestión es un insulto a la plegaria a la Mater dolorosa. Pero el intenso dolor de Margarita, cuya manifestación nos conmueve hoy más que toda cultura empaquetada, sería impensable si la naturaleza agredida por el orden social que allí habla no introdujese la idea de un estado en el que tal sufrimiento estuviera eliminado. La luz de lo imperecedero en las grandes obras artísticas y en los grandes textos filosóficos es menos la de lo antiguo y supuestamente eterno, la de lo que jamás perecerá, que la del futuro. Todo lo espiritual tiene su verdad en la fuerza de la utopía que deja traslucir. Solo cuando, simplemente para sobrevivir, la humanidad deje de prohibirse la utopía y se percate de que la supervivencia hoy solo puede concebirse con la realización de la utopía, desaparecerá la rigidez del espíritu —no por su solo esfuerzo o por un refinamiento de sus medios.
He mantenido intencionadamente mis consideraciones en un plano general para no dar la impresión de que quiero polemizar contra algo concreto, cuando la verdad es que me estoy refiriendo a mi experiencia de una situación general, bien que muy negativa. Tampoco tengo una solución concreta que ofrecerles, y no puedo concluir mis consideraciones con un «a pesar de todo», que hoy solo provocaría una sonrisa. Trato de trasmitirles mi primera experiencia, no de exponerles una teoría acabada. Esta experiencia no se limita, como decía, a Alemania. Engloba a la Europa que tan misteriosamente parece uniformarse ante la mirada del que regresa de América. Pero quisiera decir algo más concreto respecto a Alemania. La impresión de que Alemania ha dejado de ser el sujeto político que como Estado nacional fue en los últimos 150 años me parece determinante, en un sentido político-antropológico, de la situación en que aquí se halla el espíritu. Visto desde una más amplia perspectiva histórica, el fascismo alemán fue el intento de «participar» como tal sujeto político, como explotador planetario, en una época en que no solo las cartas del mundo estaban sobre la mesa, sino en que, además, el propio concepto de nación retrocedía a la vista de las fuerzas productivas mentales y materiales de la humanidad. Ahora, todo el mundo reconoce en su fuero interno que es demasiado tarde. La parálisis que afecta a la productividad espiritual es consecuencia del hecho de que colectivamente se ha dejado de ser un sujeto político, y ello resta iniciativa intelectual al ámbito de la reflexión. La desvinculación de la praxis política, incluso de la praxis implícita, que presumo es la causa de esta nueva forma de esterilidad, posiblemente procede de que el alemán se da cuenta de que nada tiene ya por delante. Ocupa su puesto en la gran constelación de potencias y cree que solo limitándose a la esfera separada de la cultura podrá salvar algo así como una peculiaridad. Hace de la queja hölderliniana por la «escasez de acciones y el exceso de meditaciones», por así decirlo, un programa, y este programa es lo que perjudica al pensamiento. Si alguna reflexión cabe sobre esta situación —y no sé cuál sería su alcance—, probablemente sea una que deje atrás el concepto del sujeto político definido como estado nacional. Habría que ver que la idea de participar en el poder, de tener una parcela en él, está anticuada. De ese modo, también el terco querer hallar un puesto y mirar atrás encontraría su fin. El penoso deseo de dominio ilimitado que atrás quedase se revelaría como ilusión ilimitada. Pues en el estado actual de la conciencia, la falsedad objetiva no es sino la de perseverar en el sueño de poder y grandeza, y en el pesar por su fracaso, en un mundo que ya no necesita de tal poder y grandeza. Falsa es la idea de que solo se es sujeto como sujeto de poder social, no como sujeto de libertad, como sujeto de una humanidad reconciliada. No necesito subrayar que no estoy pensando en la mera supresión de las fronteras europeas, aunque sea hora de hacerlo. Pienso más bien en que los hombres, y especialmente aquellos en los que, dentro de este orden, el espíritu es una profesión y un privilegio, tendrían que perder todo privilegio. Tendrían que entender que hoy es perfectamente posible un Estado del mundo que no hicera de los hombres objetos de procesos que acontecen por encima de sus cabezas, sino en el que, todos ellos unidos, decidieran su propio destino, que es la única manera de que sean verdaderamente sujetos. La rigidez que el espíritu refleja no es efecto de un poder de la naturaleza o del destino al que haya que rendirse con resignación. Es algo que el hombre ha producido, es el estado final de un proceso histórico en el que los hombres hicieron a los hombres apéndices de una maquinaria opaca. Penetrar en la maquinaria, saber que la apariencia de lo inhumano esconde relaciones humanas y ser dueño de estas mismas relaciones, son fases de un proceso contrario, el de la salvación. Si llegara a evidenciarse que la razón social de tal rigidez es apariencia, tal rigidez podría desaparecer. El espíritu será espíritu vivo en el momento en que deje de endurecerse y se oponga a la dureza del mundo.
1949