Ninguna aventura
Ya muy de noche me senté en el metro frente a una joven, única persona que había además de mí. Iba modestamente vestida. De sus ropas se deducía que era una emigrante. Quizá fuese su independencia, ligeramente acentuada, un signo de la jovialidad que le había permitido asimilarse, mientras que allí solo parecía provincianamente apartada de la norma. Quizá estuviesen sus ropas demasiado usadas y tuvieran el aspecto de lo sórdido, de la habitación amueblada, casi como si durmiese vestida. Su aire de menesterosidad, de desamparo, pero tozudamente consciente de la pobreza, la hacía encantadora. En el observador afluían y se juntaban sentimientos de compasión, firmeza y absorbente tristeza. Debía sonreírla; y la sonreí.
Su cansado rostro se contrajo y torció el gesto de la manera que ella consideraba propia de una dama. En Viena, viniera de donde viniera, y también en Berlín, habría sonreído también; en el tren rápido lo habría hecho con la ironía de la ciudad, que para cualquier tipo de aproximación tiene preparada toda una convención, y de forma más práctica y desdeñosa en el autobús 2 de la Kurfürstendamm: como si yo la hubiera pisado y hubiese exclamado ¡perdón! Pero allí habría sido solidaria al menos con la actitud que durante un segundo mostrase ante ella. En Nueva York, esto se lo prohibía y con gesto de antipatía se cubría las finas rodillas con la falda.
¿No sabe usted, decía el gesto, que estamos en América, donde no se puede hablar a las mujeres? Y tampoco sonreírlas, que para mí es lo mismo. Cuando voy a casa, voy a casa; solo me divierto cuando voy a divertirme. Naturalmente aguanto las bromas, pero tengo que saber el nombre y haber tenido un buen día. Usted sonríe de manera impertinente y demasiado en serio. ¿No sabe usted que tengo que empezar una nueva vida? Usted mismo es un emigrante. Y si usted fuese alguien, no iría tan tarde en el metro, sino que se habría comprado un coche.
Sin saberlo cedía a la presión de una existencia que había convertido su belleza en un monopolio natural, lo único que podía utilizar cuando hablaba a jefes poderosos, organizaciones asistenciales ocupadas y parientes nerviosos. Ella era la última a la que pertenecía su última posesión. Yo tenía que haber notado que ahora su deseo era contenerse para no olvidarlo. No le resultaba tan fácil. Hay que aprender que el precio que tenemos que pagar por la vida es que ya no vivamos, que no podemos perdernos un solo instante sin intercambio y sin prudencia. Parece una persona sensata, pensaron sus ojos, quizá incluso agradable, pero precisamente por ser agardable, lo que hace no es agradable en él.
¿O tiene un novio, un abogado serio que la ayudó en su inmigración? Él no puede explotar sus conocimientos y trata de ganarse la vida como representante, mientras ella hace trabajos de mecanografía, además de servir por las tardes. Él la aburre sobremanera con sus preocupaciones, pero como le va mal y a ella no muy bien, y sin él ella siente que se le viene encima toda la violencia de la frialdad, se agarra a él con angustiada tenacidad. Y aun sonríen.
La miré y de nuevo se estiró la falda: parecía que entre tanto había cruzado las piernas. Es el triunfo de Hitler, pensé. Él no solo nos ha arrebatado el país, el idioma y el dinero, sino que además nos ha confiscado la poca sonrisa que nos quedaba. El mundo que ha creado, pronto nos hará tan malos como él. La resistencia de la joven y mi desconsideración se merecen entre sí. Me avergoncé, y cuando ella de nuevo cruzó las piernas, ya no me atreví a mirar.
Ya habíamos llegado a mi estación, y me bajé rápidamente. Ya arriba me dirigí al puesto donde los vendedores de periódicos dormitaban, compré el Times y busqué la noticia de la victoria con la desesperada ansiedad que solo destruye aquello a lo que se agarra. No había ninguna victoria. Triste, pesándome el periódico bajo el brazo, bajé por Broadway.
Ca. 1940