Nota del autor

Puede que a los lectores que estén familiarizados con las novelas históricas más populares sobre El Álamo y la revolución de Texas (13 Days to Glory de Lon Tinkle, A Time To Stand de Walter Lord, Duel of Eagles de Jeff Long y Texian Iliad de Stephen L. Hardin) les sorprendan algunos detalles de este libro y asuman que son errores de hecho o simplemente una descuidada filigrana de la imaginación de un novelista. Por ejemplo, ninguno de esos libros señala que David Crockett saliera de El Álamo en los últimos días del asedio para salir al encuentro de los refuerzos y conducirlos al fuerte. Pero en los últimos años Thomas Ricks Lindley, el más perseverante y resoluto de los historiadores de El Álamo, ha presentado una alegación convincente en las páginas del Alamo Journal, argumentando que en efecto así fue, y que en consecuencia el número de defensores asciende de los 183 tradicionales a más de 250. Y hasta que William C. Davis, mientras documentaba la destacada obra Three Roads to the Alamo, descubrió en los archivos militares mejicanos el informe de la batalla del general Ramírez y Sesma no se demostró que en las últimas fases de la misma muchos defensores de El Álamo abandonaron el fuerte invadido en un desesperado intento de huida.

Éstos son sólo dos ejemplos entre muchos. Los menciono para subrayar que no he sido caprichoso con los hechos al escribir este libro. Los novelistas históricos no se limitan a la verdad, por supuesto; en líneas generales, habría que permitirles que se apartasen de los hechos en la medida de sus posibilidades. Pero como lector me inclino por las novelas históricas que son históricamente fidedignas y cuando empecé Las puertas de El Álamo hice un juramento de fidelidad absoluta a la veracidad de los acontecimientos.

Pero fue un juramento ingenuo, como puede decirles cualquier historiador. La verdad histórica es algo elusivo y subjetivo, sobre todo en la historia de El Álamo, que está enterrada bajo tantas capas de mitología y contramitología que resulta prácticamente irrecuperable. Sin embargo, he hecho cuanto he podido. A lo largo de los años que pasé documentando y escribiendo este libro adopté una postura que considero convenientemente escéptica hacia buena parte de los materiales originales disponibles, desde el abiertamente ficticio relato en el que William Zuber presenta a Travis trazando una línea en la arena al más problemático «diario» del teniente mejicano José Enrique de la Peña. Lindley, Bill Groneman y otros autores creen firmemente que el manuscrito de la Peña (que relata la rendición y la subsiguiente ejecución de Crockett) es absolutamente falso. Otros, abanderados por el infatigable James E. Crisp, están igualmente convencidos de lo contrario. El debate sobre la autenticidad de ese famoso manuscrito es abstruso y en ocasiones extraordinariamente acalorado (a la gente le importa cómo murió Davy Crockett) pero en mi relativamente desapasionada estimación he llegado a la conclusión de que la veracidad histórica de dicho documento, sea o no falso, es dudosa. Me impresiona menos en cada lectura, mientras que ciertas fuentes (las cartas de Travis desde El Álamo, el informe de Ramírez y Sesma y el diario del asedio del coronel Juan Almonte) no hacen sino volverse más convincentes.

De modo que construí con bastante cuidado el contexto histórico de los personajes ficticios. Edmund, Mary, Terrell, Blas y Telesforo son imaginarios, aunque es posible que en su historia se reflejen algunos incidentes tomados de la biografía de personajes reales. Muchos de los restantes personajes, como Joe, el esclavo de Travis, existieron realmente y los he descrito como a mí parece que fueron.

La lista de personas a las que quiero dar las gracias por sus cruciales esfuerzos en favor de Las puertas de El Álamo empieza con Esther Newberg y John Sterling, que creyeron en el libro cuando no era más que un concepto, y llega hasta Ann Close, que editó el manuscrito con un instinto infalible y juicioso. Entre ambos extremos se encuentran los siguientes amigos y colegas indispensables: Elizabeth Crook, a la que debí de leerle todas las páginas del manuscrito por teléfono y que demostró un criterio infalible; Jeff Long, que al igual que Elizabeth es un colega novelista de la revolución de Texas que me proporcionó generosamente indicaciones y pistas sobre fuentes históricas; Lawrence Wright, que defendió este libro en los momentos críticos y que finalmente, con la ayuda de William Broyles Jr. y Gregory Curtis, durante nuestros desayunos de los lunes por la mañana, me convenció para que lo terminase; y James Magnuson, otro estimado amigo y lector de confianza.

Stephen L. Hardin, autor del clásico Texian Iliad, me guió con paciencia una y otra vez por el mundo de esta novela hasta que finalmente empecé a percibirlo por mi cuenta.

Kevin R. Young, un eminente experto en el ejército mejicano entre 1835 y 1836, no sólo me ayudó con Telesforo, Blas y los restantes personajes mejicanos, sino que también compartió generosamente conmigo sus enciclopédicos conocimientos sobre todos los demás aspectos de dicho periodo, sobre todo en términos de detalles materiales.

Alan C. Huffines, cuyo reciente libro Blood of Noble Men recomiendo como guía comprensiva del asedio de El Álamo, compartió conmigo sus conocimientos sobre las tácticas militares y la realidad del combate.

El paciente Jesús F. de la Teja procuró ilustrarme en la compleja situación política de Méjico durante el periodo en el que está ambientado este libro.

Patty Leslie Pasztor engrosó considerablemente mis conocimientos sobre la botánica histórica y me impartió un curso correctivo sobre la flora común de Texas que me hacía mucha falta.

Pero nadie ha contribuido más a Las puertas de El Álamo que Tom Lindley, que compartió desinteresadamente sus innovadoras investigaciones, su asombrosa memoria para los datos históricos oscuros y su considerable talento narrativo para ayudarme a dar forma a la novela y rescatarme de innumerables callejones sin salida narrativos.

Además le estoy agradecido a Ricardo Ainslie, Peter Applebone, Daniel Barton, Don E. Carlton, Bill Chemerka, James E. Crisp, William C. Davis, Arthur Drooker, Victor Emanuel, Dan Flores, Jerry Goodale, David Hamrick, Paul Heath, Paul Hutton, Jack Jackson, Tim Lowry, Timothy M. Matovina, Joe Musso, George Nelson, David Rickman, David Riskind, Robert H. Thonhoff, Ron Tyler, Tom Wendt, Sherry Whitmore, Peg Wilson y Gary Zaboly. Y como siempre a mi esposa, Sue Ellen, y a nuestras hijas Marjorie, Dorothy y Charlotte, que durante años han sido prisioneras de este libro y que ahora libero afectuosamente.