CAPÍTULO 18
MARY MANDÓ recado a los tíos de Edna para informarles de la muerte de su sobrina y de que se proponía ocuparse de los detalles y los gastos del entierro de la muchacha. Los tíos no se opusieron a ello. Llegaron al pueblo la mañana del servicio y se quedaron con el sombrero en la mano mientras sepultaban el cuerpo desconsagrado de Edna frente a la antigua misión. Después de los diversos tormentos de los últimos días, la emoción primaria de Mary mientras presenciaba la desaparición del ataúd en la tierra era una hirviente furia. Sentía desprecio hacia aquellos hombres débiles y egoístas que habían sido los parientes terrenales más próximos de Edna y una perturbadora hostilidad hacia los miembros del ayuntamiento, que se habían atrevido a entablar un debate con ella sobre abstrusos puntos de la teología católica antes de permitir que Edna fuese sepultada en el camposanto. Al final, Mary había conseguido que se agotaran y esperaba que se hubieran avergonzado. ¿Qué clase de Dios era ése, había exigido saber, que primero creaba a una chica tan atormentada y después le negaba siquiera el confort de una tumba cuando ella no podía sobreponerse a su confusa naturaleza más que volar como un pájaro?
Así pues, el entierro se había celebrado en suelo sagrado. Sólo Mary estaba de luto; los dos tíos manifestaban la plácida indiferencia de los testigos oficiales. A continuación se habían subido al carro y se habían marchado sin decirle una sola palabra de agradecimiento ni pedirle más información; la escueta explicación sobre la muerte de Edna que Mary había incluido en la carta les parecía suficiente.
—Voy a ir con usted a Béjar —anunció sobresaltando a Edmund cuando volvían a la posada en el carro de Mary.
Éste se sumió momentáneamente en un silencio reflexivo.
—Comprendo su preocupación —dijo al fin—. Pero ir a Béjar en este momento y meterse en el ojo de la tormenta, por así decir, no es una buena solución a su problema.
—¿Y cuál supone que es mi problema, Edmund?
—Bueno —respondió éste—, está preocupada por el bienestar de Terrell.
—Eso no es un problema. Eso es una emoción. Mi problema es que mi hijo se ha marchado a esta disparatada guerra creyendo que su madre lo ha juzgado y condenado por haber causado la muerte de esa chica. Cree que he dejado de quererlo.
—Seguro que no cree nada de eso.
—Edmund, vi la expresión de sus ojos cuando nos sorprendió mientras estábamos lavando el cadáver. Vi en sus ojos que creía que de algún modo lo había expulsado de mi corazón.
—Si me permite decírselo sin que se ofenda, se está poniendo dramática.
—Estoy siendo absolutamente práctica. Si Terrell cae en esta guerra, si muere creyendo que ha perdido el amor de su madre, pasaré el resto de mi vida en un estado de tortura mental.
Las lágrimas acudieron a sus ojos, pero la resolución había fortalecido su corazón. Se había marcado un objetivo y la idea de alcanzarlo era lo único que le proporcionaba consuelo frente al escalofriante horror que la había rodeado durante los últimos días.
—Pensaba marcharme dentro de unas horas —dijo al fin Edmund.
—Cuanto antes mejor —repuso ella—. Ya hace tres días que se fue.
Así pues, partieron a las dos de la tarde. Mary montaba un caballo castrado amarillo grisáceo que Andrew había comprado poco después de llegar a Texas al que habían puesto el nombre de Pez aguja debido a su cabeza alargada y huesuda. Dejó atrás el bonete y lo sustituyó por un sombrero de plantador de ala ancha que se ató debajo de la barbilla con una bufanda. Llevaba una falda de montar y una gruesa chaqueta de lana de Andrew con un cuello forrado que se levantaba para protegerse del frío. Se ató fuertemente un fajín alrededor de la cintura a modo de cinturón para meter la pistola. La culata le pellizcaba la piel sobre el hueso de la cadera, pero estaba dispuesta a soportar las molestias a cambio de la sensación de seguridad que le inspiraba. Edmund ató el mosquete español, la caja de cartuchos y la alforja de ropa a la mula de carga, junto con una tienda de campaña de tela encerada que Andrew y Mary habían usado por última vez cuando acamparon en la playa tras la desesperada travesía desde Nueva Orleans.
Emprendieron el camino a Goliad el uno al lado del otro; la mula los seguía y Profesor los precedía con una alegría tan desbocada que parecía que estaba descubriendo el mundo de nuevo. A Mary le resultaba extraño atravesar los terrenos abiertos en compañía de un hombre; le parecía ilícito de un modo que no acertaba a precisar. Cabezona y Pez aguja se toleraban mutuamente conforme al mudo y misterioso protocolo de los caballos y se mantenían a la misma altura de un modo que habría facilitado la conversación entre los jinetes si cualquiera de ellos hubiera pensado en charlar. De hecho, ambos estaban sumidos en una silenciosa preocupación (Mary por su hijo y Edmund por sus colecciones) y al cabo de unos kilómetros de observaciones forzadas acerca del paisaje no solían decirse gran cosa.
En una o dos ocasiones Mary tarareó un breve fragmento de una canción hasta que se acordó del peso que le tironeaba del corazón y dejó que las notas interrumpidas se perdieran en el aire.
Unos kilómetros antes de llegar a Goliad Edmund tiró de las riendas de Cabezona hasta que ésta se detuvo y se volvió hacia Mary. El viento había estado soplando sin cesar y le había agrietado los labios y causado una dermatitis en los planos de la cara.
—¿Desmontamos un momento para discutir? —propuso Edmund.
Al ver que habían desmontado, Profesor volvió trotando hacia ellos como si le hubieran pedido su opinión. Mary caminó en círculos sobre la hierba, tratando de sobreponerse a los calambres musculares que le había producido la silla y sintiendo la opresión de la vejiga.
—¿Qué es lo que quiere que discutamos? —le preguntó.
—Más adelante hay un sendero, a decir verdad es un camino de ganado, que podemos usar como atajo para evitar Goliad.
—¿Y por qué íbamos a evitar Goliad?
—Porque hay una guarnición en el pueblo y no sabemos si han declarado la ley marcial. Puede que intenten confiscarnos los caballos o las armas.
—Pero es posible que Terrell esté en Goliad.
—En efecto, pero creo que es más probable que ya haya llegado a Béjar.
Mary recordó la expresión temeraria en el semblante de su hijo al marcharse de la posada. Parecía que iba en busca de la guerra como si ésta fuera un remolino en el que pudiera ahogarse, y en ese preciso momento la guerra estaba en Béjar. Y al buscarlo ella tenía el mismo espíritu temerario. La idea de que la demorasen en Goliad siquiera un día era opresiva para ella.
—Estoy de acuerdo —le dijo a Edmund—. Tomemos el atajo. Pero antes he de excusarme y perderme de vista detrás de esa colina.
Edmund asintió con agradecimiento, pues tenía el mismo apuro apremiante. Cuando Mary se perdió de vista se desabrochó los pantalones y orinó en la hierba de mezquite seca. Rezó para que en los incómodos días venideros ella siguiera tomando la iniciativa en aquellas cuestiones, porque la idea de confiarle una necesidad tan abyecta, por mucho que se andara por las ramas a la hora de expresarla, lo inquietaba más que el robo de su caballo por parte del ejército rebelde.
El atajo discurría a través de una maraña de senderos para reses y animales salvajes, pero el terreno era tan abierto que Edmund no temía perderse siempre y cuando llegasen al camino de Béjar antes del anochecer. Atravesaron una extensión de pradera embarrada en la que los declives dispersos de la hierba adquirían una fascinación peculiar a medida que las sombras se alargaban, recordándole a Edmund una extravagante ilustración que había visto en una ocasión de un valle de cráteres en la superficie de la luna. Más allá del fango la pradera recobraba su monótono esplendor; la hierba era tan alta que las espigas agostadas acariciaban el vientre de los caballos. A medida que la luz se desvanecía los doseles de los robledales aislados se oscurecían tanto contra la pálida hierba que parecían invertidos, como si no fueran bosquecillos de árboles altos sino profundos pozos que condujeran desde la pradera tostada a las oscuras profundidades de la tierra.
Llegaron al camino una hora antes de que la luz se extinguiera y siguieron cabalgando en dirección a Béjar durante algunos kilómetros. Había un campamento ampliamente conocido en un recodo del río, una vega de madera dura tan frondosa como un parque con un espléndido manantial que brotaba de una gruta rocosa, en el que Edmund había pasado la noche a menudo en el curso de sus expediciones botánicas. Pero cuando Mary y él lo atravesaron al ponerse el sol vio demasiados indicios de ocupación reciente (montones de cenizas con huesos de ardilla en las inmediaciones, papeles de cartuchos, excrementos tanto equinos como humanos) para sentirse cómodo acampando. De modo que continuaron durante cuatro o cinco kilómetros hasta que se desviaron del camino hacia una exuberante hondonada del gusto de Edmund, con espléndidos nogales que atrapaban las últimas luces del día en sus hojas amarillentas.
Deshicieron el equipaje, ataron a los animales y después de mucha experimentación consiguieron instalar el cuadrado de tela de Mary de modo que se pareciese un poco a una tienda de campaña. Para cenar frieron tocino en una sartén y con la grasa confeccionaron frituras con la harina de maíz que Mary había llevado consigo. Y aunque a Edmund le inspiraba un inexplicable nerviosismo mantuvo la hoguera encendida, pues era tanto una fuente de calor como un medio de que de algún modo el silencio entre ellos pareciera más contemplativo que forzado.
—Estamos juntos en el desierto —observó ella al fin con tono brusco—. Ya puestos podemos hablar. ¿Sigue enfadado conmigo por haberme invitado a acompañarlo?
—Yo no estaba enfadado. Sólo estaba preocupado por su bienestar.
Ella contempló las llamas, como si en ellas estuviera buscando instrucciones para articular sus pensamientos. Edmund advirtió que a la luz de la hoguera sus facciones eran tersas como las de una muchacha.
—¿He sido una molestia hasta ahora?
—Por supuesto que no.
—Pero lo pongo nervioso.
—Ni lo más mínimo.
—Me parece que todas las mujeres lo ponen nervioso. Pero aún no he averiguado el motivo.
—Seguro que puede especular sobre asuntos más interesantes.
—Sí —admitió ella, sonriendo por primera vez en todo el día—, seguro que sí. Pero todos son demasiado lúgubres. ¿Por qué no se ha casado?
—No se me ha ocurrido hacerlo.
—¿Es contrario a la compañía?
—He procurado que me resulte indiferente.
—¿Por qué?
—Por que mi trabajo a menudo exige… mucho de mí. Y he comprobado que cuando la gente se para a pensar en cualquier forma de privación, el hambre, la sed o la soledad, ya no puede concentrarse con eficacia en la tarea que tiene entre manos.
—Me sigue usted dando la impresión de que los seres humanos somos una raza especialmente tediosa.
Edmund sonrió, aunque no lo bastante abiertamente para el gusto de Mary.
—¿Qué hará cuando haya visto a su hijo? —le preguntó.
—No lo había pensado —admitió ella—. Supongo que simplemente me daré la vuelta, volveré a Refugio y rezaré para que la guerra no se lo lleve.
—Habrá recorrido un largo camino para decirle unas simples palabras.
—¿Cree que mi misión es menos urgente que la suya en algún sentido, Edmund? ¿Acaso usted no recorre rutinariamente un largo camino sólo para ver cómo crece un hierbajo en el suelo?
En esta ocasión Edmund se rió y la rabia que se había inflamado súbitamente en ella remitió. Sacó un trapo para limpiar de la sartén la grasa del tocino que no habían absorbido las frituras. Después guardó la sartén en una bolsa junto con los utensilios que componían la batería de cocina y la colgó de la rama de un árbol para que no la robasen los animales salvajes.
Cuando acabó se puso a inspeccionar el pequeño campamento como si intentase determinar qué más cosas había que hacer. Pero como no se le ocurrieron otras tareas se limitó a mirar a Edmund y dijo:
—Buenas noches.
—Buenas noches —contestó éste.
Mary se dirigió a la tienda. Edmund consideró que no era decoroso quedarse en las inmediaciones mientras ella colocaba la ropa de cama, de modo que se levantó y fue a echar un vistazo a los dos caballos y la mula, que estaban bien atados y pastaban apaciblemente en un campo de centeno silvestre. Cogió las mantas y escrutó el terreno buscando un sitio en el que ponerlas.
—Ojalá tuviera dos tiendas —comentó Mary mientras lo hacía—. Así usted también tendría un refugio.
Edmund le aseguró que era un veterano de la intemperie, volvió a desearle buenas noches y se dirigió con las mantas hacia un bosquecillo a unos cincuenta metros al otro lado del prado en el que estaban atados los caballos.
—Edmund —oyó que lo llamaba cuando casi había llegado a los árboles—. ¿Por qué se aleja tanto? Casi no puedo verlo.
—Bueno, suponía que, por cuestión de decoro…
—Me parece que el decoro puede relajarse un poco en estas circunstancias. No estoy acostumbrada a dormir al aire libre y me gustaría poder verlo si se presentara alguna emergencia.
Así pues, Edmund puso las mantas al otro lado del círculo de la hoguera. Profesor se aposentó a sus pies como de costumbre pero al cabo de unos minutos se levantó y fue trotando a la tienda para unirse a Mary.
—Puede llevarse a su perro si quiere —le dijo ella al cabo de un rato. Por primera vez en todo el día percibió cierto desenfado en su tono.
—Disfrute de su compañía si le apetece —repuso Edmund. Mary se rió brevemente y guardó silencio hasta que, al cabo de un cuarto de hora, Edmund oyó sus ronquidos exquisitamente quedos.
Partieron a la mañana siguiente poco después del alba, recorriendo con paso resuelto las mejores secciones del camino, con el río siempre visible al lado. Avanzada la mañana descargó sobre ellos una lluvia fría, pero sacaron los impermeables y siguieron cabalgando, decididos a no perder más tiempo del necesario. Edmund quería llegar antes de que anocheciera a los antiguos barracones españoles del Cibolo, en los que estarían mucho más cerca de Béjar y tendrían un refugio decente si el tiempo seguía siendo desagradable.
Pero estaban más lejos de lo que recordaba y fue varias horas después de la puesta de sol cuando finalmente divisaron los campos exteriores a la luz de la luna y a continuación los grupos de jacales y barracones más adelante, al otro lado de un recodo del camino. Olió la comida que se estaba cocinando y vio las brasas que refulgían en los hornos fuera de las casas, pero por lo demás el complejo parecía ominosamente desierto y silencioso.
Entraron en la vieja plaza de armas y Edmund exclamó jovialmente: «Buenas noches». Oyeron el sonido de pasos que se arrastraban en algunas casas y apartamentos pero no hubo ningún saludo en respuesta. Edmund se volvió a mirar a Mary. Las orejas del caballo de ésta estaban empezando a ponerse horizontales por la aprensión.
—¿Pasa algo malo? —le susurró ella.
—No lo sé —dijo Edmund, pero en ese momento apareció un anciano en una de las puertas empuñando un mosquete español. En la oscuridad Edmund vio que le temblaban las manos y que el mosquete estaba completamente amartillado.
»Cálmese —le dijo Edmund—. Somos amigos.
Profesor gruñó pero no atacó al anciano. Algunos hombres y mujeres aparecieron en las entradas de las restantes viviendas, algunos con machetes y azadas en las manos, pero aparentemente en la aldea no había más armas de fuego que el mosquete.
Mary se quedó sentada en silencio en el caballo, cuidándose de hacer movimientos que pudieran sobresaltar al hombre que empuñaba el arma. Apenas distinguía la forma de los hornos de colmena que formaban una hilera en el suelo. Edmund y el hombre hablaron un rato en español, y aunque ella intentó aislar las palabras y las frases para retenerlas y traducirlas mentalmente la conversación era demasiado rápida para comprenderla. Oyó las palabras «Bowie» y «jefe», y después, en algún momento de la conversación, en respuesta a algo que había dicho Edmund, el hombre escrutó atentamente la oscuridad, sonrió, semiamartilló el mosquete y se acercó a Edmund con los brazos extendidos.
—Ya estamos a salvo —le dijo Edmund al tiempo que desmontaba y aceptaba el abrazo de bienvenida de aquel hombre.
Algunas mujeres y muchachos se adelantaron para ocuparse de las monturas, condujeron a Mary y Edmund a una de las estancias más espaciosas de los antiguos barracones y les ofrecieron una cena consistente en tortillas y caldo aguado mientras todos los habitantes de la aldea se congregaban a su alrededor, charlando afablemente con Edmund en español. Una vez más Mary procuraba estar alerta al significado de la conversación, pero después del agotador viaje de la jornada su mente sencillamente no estaba lo bastante despierta para hacerlo. Una de las mujeres más ancianas empujaba constantemente a una niña hacia delante, intentando convencerla para que hablase con Edmund, pero la niña era tímida y solo pudo ofrecerle una sonrisa forzada, aunque sus ojos se encontraron con los suyos de una manera firme y relajada.
—Parece que le cae muy bien a esta gente —comentó Mary.
—Pasé unos días con ellos la primavera pasada —contestó él.
—¿Y quién es esa niña?
—Se llama Lupita. La habían capturado unos comanches y yo contribuí un poco a su liberación.
—El señor es un hombre de Dios —le susurró a Mary una de las mujeres.
—¿Dios lo envió? ¿Eso es lo que está diciendo?
—Está exagerando sustancialmente la cuestión.
Mary quería seguir interrogándolo sobre aquel tema pero se distrajo cuando un hombre de aspecto demacrado salió dolorosamente de la penumbra para entrar en la habitación. Los demás le dejaron un espacio para que se sentara en el suelo de tierra delante de los dos invitados y sonrió sin hablar. Tenía una especie de cataplasma alrededor del cuello y cuando los saludó el sonido de su voz era apenas detectable.
Una de las mujeres habló apresuradamente con Edmund; su tono se hacía más agudo y furioso a medida que le refería algún suceso que Mary no entendió. De tanto en tanto el recién llegado la interrumpía para corregir algún detalle de la historia con una voz exquisitamente queda y rasposa y después volvía a bajar la mirada y dejaba que la apasionada narración de la mujer lo envolviera como si él no hubiese tomado parte en ella.
—Este hombre se llama Flores. Ha sido maltratado por los dos bandos —le explicó Edmund después de que la mujer concluyera y el hombre asintiera con aire solemne a modo de confirmación—. La semana pasada llegaron a la aldea unos dragones mejicanos que confiscaron un cerdo y varias gallinas, los importunaron durante casi todo el día y obligaron al señor Flores a que los llevase a un pasto en dirección a Sulphur Springs para cortar hierba para los caballos de Cos. Tuvo que caminar durante dos días sin probar bocado para volver a casa y cuando llegó los rebeldes lo estaban esperando. Exigieron saber dónde estaban los dragones y cuando el señor Flores se negó a decírselo porque los mejicanos le habían prometido que si lo hacía tomarían represalias contra la aldea se lo llevaron y lo colgaron de una rama de árbol hasta que confesó.
—Eso es tortura —exclamó Mary.
—Él está de acuerdo con esa descripción. Le han dañado la tráquea. Le preocupa que nunca vuelva a respirar como es debido y no ha dormido desde el incidente porque teme ahogarse si pierde la consciencia. Dice que el hombre que se lo hizo fue Bowie.
—¿Bowie?
—Lo conocen bien en los alrededores, como en todas partes.
—Jim Bowie no haría una cosa tan cruel.
La mirada impaciente de Edmund la sobresaltó.
—A mí me parece que sí, Mary.
Ella se quedó sentada en silencio un instante aceptando la verdad. No había visto lo que había directamente bajo la apariencia de Jim Bowie, ni siquiera cuando había yacido entre sus brazos, pero siendo sincera con sus propios recuerdos tenía que admitir que había algo aterrador en él, una furia dormida en su interior que hacía que sus muestras de bondad fuesen aún más provocativas.
—¿Y Terrell? —cayó de pronto en la cuenta—. ¿Terrell estaba con él?
Escuchó desesperadamente mientras Edmund describía a su hijo y el atuendo que llevaba (la única palabra que logró entender fue «joven», una palabra que sonaba tan vulnerable que le derritió el corazón en el pecho) y se quedó en vilo atormentada mientras los aldeanos especulaban sobre el tema; algunos asintieron con la cabeza y el señor Flores, con su voz dolorida, parecía concluir con una anécdota magistral.
—Algunos aseguran que vieron llegar a un joven a lomos de un caballo moteado cuando estaban secuestrando al señor Flores. Parecía que no formaba parte del grupo de Bowie, pero se fue con ellos cuando se marcharon. El señor Flores cree que fue el mismo joven que le dio una manta más adelante aquella noche. Recuerda que fue un acto de considerable bondad.
—¿Dónde están ahora Bowie y sus hombres?
—Lo más probable es que estén buscando a los dragones y sus caballos. La mejor estrategia sigue siendo cabalgar hacia Béjar. Seguro que Bowie se presenta allí antes o después.
Edmund partió en dos una tortilla para untar los restos del caldo. Mary comprobó que los cuencos en los que estaban comiendo habían sido de porcelana fina antaño pero se habían roto y encolado tantas veces que la superficie era intrincada como una tela de araña. A juzgar por lo poco que aún se distinguía del diseño eran de origen francés. Probablemente algún antepasado de aquellas personas las había cambiado hacía al menos cien años, cuando los franceses seguían siendo rivales de España por la posesión de Texas.
Terrell estaba con Bowie. Aquella certidumbre no aliviaba lo más mínimo la ansiedad que sentía. Bowie era de los que se apartaban de su camino para buscar pelea y arrastraría a Terrell junto con sus seguidores. Y aunque no hiciera que mataran a su hijo era muy probable que lo corrompiera. Había un guerrero dentro de Terrell. ¿Acaso había también un torturador?
—Edmund, ¿quiere decirle al señor Flores que estoy horrorizada por lo que le ha pasado? ¿Y que deseo sinceramente que se recupere por completo?
Flores sonrió cuando le tradujeron sus palabras y contestó algo que no oyeron Mary ni Edmund. Ella estaba sopesando la decisión de pedirle que lo repitiera, dado el trauma que había sufrido en la tráquea, cuando oyó un leve tamborileo a lo lejos, tan leve que no estaba segura de haberlo oído. Era un sonido profundo como el trueno pero sin la cadencia sostenida de causa y efecto del trueno, sin la música. Era más bien perturbadoramente errático: oleadas de estruendos graves que no llegaban a ninguna resolución y aparentemente no tenían ninguna relación.
Vio en la cara de Edmund que él también lo había oído.
—Están atacando Béjar —aventuró.
—Me parece que tiene razón. —Se volvió hacia los aldeanos y conversó con ellos un instante.
»Dicen que lo han oído intermitentemente durante todo el día. No saben dónde está la batalla. Los asusta tanto que los rebeldes tomen la ciudad como que los centralistas los rechacen.
Todos los que se encontraban en la cabaña guardaron silencio un momento, escuchando el estruendo lejano y esporádico.
—Sólo los cañones de gran calibre se oyen desde tan lejos —observó Edmund—. Sé que en Béjar hay al menos un cañón de dieciséis libras. Parece que Cos lo está usando a placer.
Se oyeron disparos durante otro cuarto de hora (los sonidos abstractos de la muerte que llegaban hasta ellos desde los confines del mundo) y después la noche volvió a acallarse. Acompañaron a Mary a un colchón de musgo en uno de los jacales. Compartía la estancia con otras cuatro o cinco mujeres y niñas, entre las que se hallaba la niña a la que de algún modo Edmund había rescatado de los comanches. Aunque Mary estaba exhausta tras el largo viaje de la jornada su mente inquieta la despertó a intervalos durante toda la noche y cada vez que se despertaba veía a la niña sentada en la cama con los ojos abiertos y vigilantes como si temiese al sueño más que a la muerte.
A primera hora de la tarde del día siguiente se encontraban a unos treinta kilómetros de Béjar, pero no se oían nuevas detonaciones de artillería. De hecho, cuanto más se acercaban a la ciudad más ominoso se hacía el silencio.
—Es muy probable que la batalla haya concluido —comentó Edmund. Se habían desviado varios metros del camino para que los caballos bebieran en una orilla poco profunda del río—. Ahora es cuestión de saber a quién pertenece la ciudad. Creo que es posible que hayan ganado los rebeldes. Si los hubieran derrotado ya habría muchos refugiados en el camino.
A menos que el combate hubiera sido tan catastrófico que hubiesen matado o apresado a todos, pensó Mary antes de que pudiese evitarlo.
Edmund cortó un trozo de ternera seca con el cuchillo y se lo ofreció a Mary. Ella le dio vueltas en la boca, pero no tenía apetito. Aunque en efecto los rebeldes hubiesen tomado Béjar y Terrell estuviera con ellos en ese momento, era posible que hubiese caído en el combate, que lo hubiera hecho pedazos una de los proyectiles de dieciséis libras que habían retumbado durante toda la noche. Y si la batalla se había inclinado del lado del bando contrario, el de los centralistas, era muy probable que estuviese muerto o, si lo habían capturado, que lo estuviese en seguida, puesto que era un hecho bien establecido que Santa Ana había decretado que los colonos que se hubieran unido al levantamiento federalista fueran considerados piratas y ejecutados como tales.
Se aventuró algunos metros corriente arriba, alejándose de los turbios residuos que agitaban los cascos de los caballos, sumergió las manos en el agua fría y se restregó la cara con ellas. La sensación tonificante del agua en la piel llevaba consigo algo semejante a una advertencia. En su estado de ánimo lúgubre y supersticioso presentía que cualquier satisfacción, por insignificante que fuera, podía sustraerse más adelante de la posibilidad de que hubiera un desenlace dichoso. Pero decidió que reconocer aquella premonición significaba que ya se estaba rindiendo, de modo que sumergió el pañuelo en el agua y se echó agua por la nuca para que Huyera generosamente sobre el vestido.
Oyó que Profesor prorrumpía de repente en un acceso de ladridos y se interrumpía con la misma brusquedad.
—Buenos días —dijo Edmund con un tono extrañamente neutral que le provocó un escalofrío. ¿Por qué se dirigía a ella en español?
Cuando se volvió a mirarlo comprobó que estaba sujetando fuertemente a Profesor por el cuello mientras observaba a ocho o nueve hombres uniformados que avanzaban con cautela por la orilla, algunos de ellos empuñando carabinas amartilladas. Mary se asomó a la mortífera boca de uno de aquellos cañones cortos. Le estaba apuntando al abdomen. Estaba completamente segura de que si aquel soldado asustado y bajito como un jockey que blandía el arma sentía el impulso de apretar el gatillo la partiría por la mitad.
—No somos rebeldes —oyó que decía Edmund. Los hombres se detuvieron a cuatro o cinco metros de distancia temblando como diapasones. Unos pocos llevaban cascos con largos penachos de pelo de cabra que ondeaban hacia un lado con el viento. Algunos empuñaban lanzas.
—El cuchillo, por favor —le indicó a Edmund uno de los soldados. Llevaba el mismo abrigo rojo y el gabán harapiento que los demás, pero lucía una hombrera como las que Mary había visto a los sargentos del ejército de Cos que se habían instalado en la posada. Sin embargo, le parecía el más nervioso de todos. Tenía unas facciones anchas y austeras que quizá hubieran sido rollizas en el pasado. Parecía cetrino y aprensivo.
Edmund le entregó el cuchillo con el que había cortado la ternera seca y acto seguido le ofreció la carne, pero el sargento la rechazó con un ademán impaciente como si lo hubiera ofendido la silenciosa proposición de que aquél era un encuentro civilizado. A continuación se dirigió a sus camaradas y varios hombres se apoderaron de las riendas de los caballos y la mula.
Después de haberles confiscado sumariamente las armas y las monturas el sargento espetó: «Siéntense» y Mary y Edmund se sentaron en el suelo; Edmund seguía sujetando firmemente a Profesor. Los soldados se quedaron de pie. El sargento, sumido en sus pensamientos, describió brevemente un círculo pequeño y estrecho y después tomó asiento y le dirigió a Edmund algunas palabras admonitorias, inclinando la cabeza para referirse al perro, que no dejaba de gruñir. Mary comprendió que si Edmund no lograba que Profesor se tranquilizara los dragones se verían obligados a dispararle. Después de otra conversación en español el sargento alargó la mano tentativamente, el perro la olisqueó con el mismo recelo y se estableció una tregua cautelosa entre ambos.
El sargento sonrió.
—Es un perro muy inteligente.
—No tiene enemigos en esta guerra —repuso Edmund—. Como nosotros.
Mary compuso apresuradamente el significado de aquellas palabras: el perro no tenía enemigos en aquella guerra y ellos tampoco.
El sargento no parecía estar en desacuerdo, pero al poco la tensión del diálogo aumentó tanto que los demás soldados se aproximaron como si esperasen la orden de ejecutar a los prisioneros. Edmund sacó la cartera de la alforja y extrajo de ella una hoja de papel que arrojó con cierta autoridad a la cara del sargento.
—Es la comisión del gobierno mejicano —le explicó a Mary mientras el sargento escrutaba la hoja con cierto aire de perplejidad que evidenciaba que no sabía leer. Al cabo de un momento se levantó, les indicó con gestos a Edmund y Mary que no se movieran de donde estaban y se dirigió al camino por la orilla del río.
—¿Qué está pasando? —preguntó Mary.
—Estos hombres estaban de patrulla hace unos días —respondió Edmund— cuando los atacaron unos rebeldes y sus caballos se desbocaron… probablemente fueron Bowie y sus hombres. Cuando intentaron volver a entrar en la ciudad esta mañana descubrieron que ésta había caído y que Cos y sus hombres estaban prisioneros. De modo que están muy preocupados, naturalmente.
—¿Adónde ha ido con la hoja?
—No lo sé.
A su regreso el sargento les ordenó que se levantaran y lo siguieran. Los llevó al camino remontando la orilla del río y unos seis metros más adelante hallaron a un oficial herido que estaba oculto detrás del ancho tronco de un roble. El oficial, al que atendían otros dos soldados, estaba postrado en una tosca camilla hecha con mantas y lanzas de caballería. Mary advirtió de inmediato que tenía una terrible fractura en la pierna debajo de la rodilla. Aunque estaba inmovilizada con una tablilla, aún no la habían colocado, y una afilada punta de hueso sobresalía de la piel. Además parecía que le habían disparado, porque tenía la camisa y la chaqueta completamente empapadas de sangre y una tosca cataplasma en el costado.
El oficial les dirigió a ambos una mirada transida de dolor mientras estudiaba la comisión de Edmund. Mientras dialogaban en español el oficial observaba vagamente el papel de tanto en tanto, pero al fin se lo devolvió al sargento. En ese punto Edmund adoptó un tono agraviado e insistente, cogió un palo y empezó a trazar un mapa en el suelo, pero el oficial desestimó el esfuerzo con un ademán de la mano.
—Tiene que explicarme lo que está sucediendo —le pidió Mary.
—Están aislados del resto del ejército y les preocupa encontrarse con una patrulla rebelde en cualquier momento. Y como puede ver, el teniente está gravemente herido. Ha oído que hay un rancho cercano cuyo propietario es partidario de los centralistas. He intentado explicarle cómo se llega; se trata de la hacienda de Espinosa, que está a unos sesenta y cinco kilómetros al este, pero insiste en que lo acompañemos personalmente a él y a sus hombres.
—Pues dígale que yo no pienso ir —repuso Mary con firmeza—. Lamento su situación, pero tengo asuntos personales urgentes.
—No tenemos elección en este asunto. La verdad es que no pueden encontrarla solos y él lo sabe.
—¿No ha leído su documento?
—Dice que podré reanudar mi comisión cuando sus hombres y él estén fuera de peligro.
Mary se volvió abruptamente hacia el teniente.
—Lo siento —dijo—, pero no voy con usted.
El hombre herido meneó fatigosamente la cabeza y le contestó a Edmund.
—Dice que si no viene la matará. Tómeselo en serio, Mary. Estos hombres están desesperados.
Los demás soldados llevaron a los caballos desde el río y tras haber consultado brevemente al sargento de nuevo Edmund señaló el camino en la dirección que Mary y él habían recorrido durante la mayor parte de la jornada. El teniente rechinó los dientes de dolor cuando cuatro de sus hombres levantaron la camilla.
—Hay una ruta de contrabandistas poco conocida que conduce al rancho de Espinosa —le dijo cuando se pusieron en marcha a pie, mientras los soldados les apuntaban con las carabinas y el sargento y otros dos hombres se adelantaban a lomos de las monturas capturadas—. Dudo que haya patrullas, pero perderemos mucho tiempo cargando con la camilla del teniente.
—Hay que colocarle la pierna como es debido y extraerle la bala de la herida o morirá antes de que lleguemos. —Lo dijo con indiferencia. Al secuestrarlos el teniente había demostrado que era un enemigo y Mary descubrió para su sorpresa que realmente no le importaba que viviera o muriera.
»¿Cree que nos dejarán marchar cuando hayamos llegado al rancho? —preguntó.
—No lo sé —admitió Edmund—. Si yo estuviera en el lugar del teniente es posible que no lo hiciera, puesto que no tendría ninguna garantía de que no lo delatásemos.
—Entonces debemos escapar.
—Sí —asintió Edmund—. Por supuesto que debemos.