CAPÍTULO 32

PASADA LA medianoche los Tolucas recibieron al fin la orden de abandonar el campamento en absoluto silencio para ocupar las distantes posiciones de ataque al otro lado del río. Los cazadores, a los que por una vez acompañaba el capitán Loera, marcharon en una columna detrás de las compañías de infantería, sin apenas otro sonido que el crujido de las ramas invernales en lo alto.

Cruzaron el río cerca de una antigua batería que los rebeldes habían construido y después abandonado tras haber tomado Béjar. En ese punto había un vado natural y el agua sólo les llegaba a las rodillas, pero no obstante los hombres se movían cuidadosamente de uno en uno sobre una cadena de rocas que formaban una especie de puente. Blas les había advertido que evitaran mojarse los pies a toda costa, puesto que hacía mucho frío y el ataque no estaba previsto hasta las cuatro de la mañana. Esperaba que cuando llegasen a las trincheras al menos estuvieran resguardados del viento y no a la intemperie durante horas con los dientes castañeteando y los nervios a flor de piel esperando el ataque. Las órdenes que le había dado Loera (órdenes que procedían del presidente general en persona) estipulaban que ningún hombre llevase mantas, abrigos ni cualquier cosa que pudiera molestarle durante el ataque. Blas se había asegurado de que todos los hombres de la compañía llevaran zapatos, como exigían las órdenes, aunque algunos sólo tenían sandalias y habían tenido que regatear alborotadamente en el último minuto con una de las compañías de granaderos a las que no habían ordenado atacar.

Blas estaba orgulloso de que sus hombres hubieran obedecido estoica y voluntariosamente todas las órdenes, desde afilar las bayonetas y comprobar los pedernales hasta apretarse las correas de los chacós bajo la barbilla. Todos los hombres que lo habían acompañado desde Saltillo estaban presentes, hasta Alquisira, que se había recuperado espléndidamente de la herida de la flecha y marchaba sin ningún rastro de cojera.

Formaban parte de la columna del coronel Duque. Su objetivo era el muro norte de El Álamo. Otra columna atacaría desde el este, otra desde el oeste y otras desde el sur. Mientras marchaban junto al río en dirección a las trincheras, que se encontraban a trescientos sesenta y cinco metros al norte, Blas se volvió a mirar El Álamo por encima del hombro. Reinaba un silencio sepulcral y no veía a nadie moviéndose en los muros. El humo de las hogueras invisibles que ardían en el recinto se elevaba y se dispersaba sobre la pantalla de estrellas. Durante todo el día la artillería mejicana había guardado silencio deliberadamente para que los exhaustos defensores se durmieran y tal vez la estratagema hubiese funcionado. Pero aunque los nortes de El Álamo estuvieran durmiendo podía haber otros patrullando fuera de los muros y podían toparse con ellos en cualquier momento. Y sin duda había centinelas apostados a la escucha en todas direcciones.

Todos los hombres de la compañía obedecieron la orden de guardar silencio como si fuera un voto, porque Blas les había explicado cuáles serían las consecuencias si fracasaba el plan de atacar por sorpresa y los nortes disponían de tiempo para arrojarles una andanada de metralla tras otra mientras ellos se precipitaban por el campo abierto hacia los mortíferos muros. Cuando llegaron a las trincheras los dirigieron, para su amarga desilusión, hacia una franja de terreno descubierto al otro lado de una acequia en la que el viento del norte se abatía despiadadamente sobre ellos desde las colinas que se elevaban a sus espaldas. El capitán Loera se volvió hacia Blas y le ordenó que se asegurase de que los hombres se quedaran tumbados en el suelo y no hicieran movimientos innecesarios hasta que sonara la trompeta para el ataque. Después desapareció apresuradamente en el cobijo de las trincheras.

Los hombres se tendieron sobre la tierra fría; ya se les estaban entumeciendo las manos y temblaban dentro de las túnicas de lana.

—Si nos quedamos aquí —le susurró Hurtado a Blas— nos moriremos de frío antes incluso de que el combate empiece.

—Cállate —espetó Blas—. Nos han ordenado que esperemos aquí y eso es lo que vamos a hacer.

—¿Se ha dado cuenta de que el capitán se ha puesto lejos del viento? —comentó Alquisira.

—Lo que haga el capitán no es asunto tuyo.

Los hombres se unieron a Blas en la contemplación del oscuro y distante fuerte y sus protestas se apaciguaron a medida que el temor de acometer aquel lugar de aspecto maligno se imponía a las molestias de sus actuales circunstancias. Las órdenes de los cazadores eran sucintas: avanzar a ambos lados de las compañías de infantería, atravesar el peligroso terreno abierto lo más deprisa posible, abatir a los defensores con sus rifles cuando se mostraran sobre el muro y asaltar el fuerte con los medios que tuvieran a su alcance. Sólo diez de los hombres de la columna llevaban escalas y apenas tres o cuatro estaban equipados con hachas y palancas para romper las ventanas de las habitaciones que surcaban los muros. Que Blas supiera no disponían de más herramientas, y le preocupaba que la congestión frente a las escalas y las grietas fueran tan extremas que acabaran masacrados bajo las armas de los defensores.

Todo dependía de que saltaran los muros, o los atravesaran, y entraran en el fuerte lo más deprisa posible. Rezaba para que los hombres de El Álamo estuvieran realmente dormidos, que el ataque diera comienzo más o menos a tiempo, antes de que saliera el sol y los nortes tuvieran blancos definidos con sus precisos rifles de cañón largo.

Blas iba de un lado a otro detrás de la fila de soldados temblorosos, deteniéndose de tanto en tanto para inspeccionar un pedernal o el filo de una bayoneta. A grandes rasgos los hombres estaban de un buen humor impaciente, pero sabía que a medida que pasaran el tiempo incómodamente tumbados allí ese humor daría paso al miedo. Se detuvo y vio a las tropas desplegadas a lo largo de la charca durante cientos de metros. La luna estaba menguando pero estaba casi llena y refulgía sobre los hombres postrados, iluminando tenuemente sus bandoleras blancas y sus pantalones y confiriendo un fulgor malévolo al largo filo de acero de las bayonetas. Alguien se puso a cantar en voz baja y el sargento Reina le ordenó que se callase. Un hombre estaba rezando el rosario entre dientes castañeteantes.

—¡Sargento! —siseó Hurtado, señalando a las tinieblas detrás de ellos, en las que Blas vio media docena de formas negras que se movían de un lado a otro a cincuenta metros de distancia con una urgencia fluida, una visión que le puso de punta el vello de la nuca.

—¿Qué es eso? —dijo Hurtado. Para entonces siete u ocho hombres estaban mirando fijamente aquellas formas.

—Lobos —contestó Blas, esperando que su tono fuese tranquilo y que su respuesta no tuviera tintes ominosos. Pero no apaciguó los pensamientos de nadie, y menos los suyos. Las formas siniestras e intranquilas continuaron moviéndose de un lado a otro al borde del campo de visión, sin revelarse en ningún momento ni retirarse del todo, sino simplemente observando a Blas y a sus hombres con una curiosidad sobrenatural.

»No los miréis —ordenó a Hurtado y los demás—. No le quitéis la vista de encima a El Álamo.

Lo obedecieron como niños asustados y Blas se puso detrás de ellos, escuchando el sonido lejano de las patas de los lobos escarbando en las panojas secas del campo de maíz en el que estaban apostados. Estaba asustado, pero no sentía un miedo mortal en el alma y le dio las gracias a Isabella por ello. Aquella noche, antes de que oscureciese, cuando sus hombres estaban comiendo, había acudido a él con dos velas que había robado en alguna parte y lo había llevado aparte entre los árboles y a la menguante luz del sol le había echado una especie de bendición, canturreando oraciones incomprensibles mientras describía arcos con las velas alrededor de su cuerpo, tocándole los hombros y la coronilla con la base. Blas había cerrado los ojos durante la mayor parte de la actividad, pues le había parecido adecuado, pero de tanto en tanto dejaba que sus párpados se entreabriesen y la miraba a la luz trémula de las velas, su rostro inflamado y concentrado y sus brillantes globos oculares.

Por último le había dado un beso en la cara, aunque no acertaba a precisar si formaba parte del inescrutable ritual o se trataba de un simple gesto humano de consuelo y afecto.

—¿Qué es lo que eres? —le había preguntado, y ella había contestado con una palabra compleja en su lengua. Al advertir que no significaba nada para él había intentado traducirla a su pobre español.

—Madre-padre —dijo.

A Blas no le había parecido más extraño que cualquier otra cosa acerca de ella. Era su madre-padre. Venía, o andaba en busca, del lugar entre los mundos.

¿Dónde estaba ahora? Había vuelto al otro lado del río con las mujeres de la chusma y estaba confeccionando vendas, preparándose para la carnicería que se avecinaba. No había médicos ni instalaciones adecuadas para los heridos. En el ejército todos lo sabían. La única ayuda que esperaban era la de las mujeres y los poderes curativos que éstas tuvieran.

Paseando en el frío detrás de sus hombres, Blas intentó distraerse de los horrores de lo que esperaba más adelante y recordar la cara de Isabella en el círculo de luz de las velas. En ese momento suspendido, mientras las espectrales formas de los lobos trotaban en los márgenes de su consciencia, mientras el frío le entumecía el cuerpo, mientras El Álamo se cernía más adelante en su visión como una oscura cordillera de roca, sintió que se adentraba nuevamente en el lugar entre los mundos. Durante apenas un instante todo su ser estuvo tranquilo, estaba exquisitamente consciente pero libre de preocupaciones, y sintió que aquella nueva confianza se dirigía a las almas de sus hombres y los serenaba también, los persuadía de que todos atravesarían juntos las llamas y sobrevivirían.


Travis estaba esperando ante la puerta cuando Edmund regresó a El Álamo con la señora Alsbury. Los condujo de inmediato a sus aposentos, donde Edmund le refirió que Santa Ana había rechazado la oferta de capitulación.

—Muy bien —dijo Travis con voz ecuánime—. Ahora tenemos la espalda contra la pared. Los mejicanos comprobarán que venderemos cara nuestras vidas. No esperaba que volviera, señor McGowan. ¿Qué quería Santa Ana de usted?

—Le interesaba averiguar más cosas sobre las obras defensivas. Yo no estaba dispuesto a complacerlo, así que aquí estoy.

—Y es un privilegio tenerlo con nosotros. ¿Cuándo cree que nos atacará?

—En cuanto pueda. Tal vez esta misma noche.

—Capitán Baugh —dijo Travis, volviéndose hacia su ayudante—, ¿quiere hacer el favor de informar a los oficiales de las compañías de que quiero dirigirme a toda la guarnición de inmediato en el patio de la iglesia?

Hubo que despertar a prácticamente toda la guarnición de un sueño abotargado. Durante doce días habían soportado un bombardeo más o menos constante y ahora que lo habían interrumpido tan hábilmente eran incapaces de mantenerse despiertos por mucho que lo intentasen. Fueron dando tumbos hasta el patio de la iglesia envueltos en mantas a la luz pálida que arrojaba la luna, de modo que a Edmund le parecieron sombras de muertos salidos de las criptas tras una especie de llamamiento sobrenatural.

Travis los esperaba delante de la iglesia, mirando al suelo con la barbilla apoyada en la mano como si fuera un actor. Baugh estaba a su lado y Crockett estaba sentado cerca de la empalizada en una silla que alguien había dejado junto a los cañones. Se había puesto su envidiable abrigo y sonreía a los hombres a medida que se acercaban. Algunos se sentaron en el frío suelo, aunque la mayoría permaneció en pie.

Edmund se detuvo cerca del capitán Baker y el resto de los hombres de su compañía de adopción.

—Por Dios, nos ha traído hasta aquí para echarnos otro discurso —rezongó Roth.

—Si Bowie estuviera al mando de este sitio como debería no estaríamos aquí fuera pasando frío sólo para oír hablar a este hijo de puta —masculló Sparks—. Y tampoco nos habríamos quedado sentados durante dos semanas sin hacer nada. Deberíamos buscar a Jim y sacar la cama aquí fuera. Si alguien tiene que dirigirse a nosotros debería ser él.

Baker les gruñó a ambos que se callaran y les recordó que Bowie estaba demasiado enfermo para que lo sacaran a la intemperie. El patio de la iglesia ya estaba casi lleno para entonces, no sólo con los hombres de la guarnición sino con las mujeres y los niños, que rara vez se aventuraban fuera de las habitaciones seguras. Edmund buscó a Mary y la vio de pie entre las sombras junto al doctor Pollard en la esquina del edificio del convento. Estaba de puntillas y aunque no alcanzaba a distinguir sus rasgos en la oscuridad veía que estaba escrutando poco a poco lentamente la muchedumbre que se había congregado; lo estaba buscando, pensó. Se disponía a alzar el pesado mosquete y acercarse a ella cuando Travis se dirigió a los hombres con una voz ronca.

—Caballeros de El Álamo —dijo—, nuestra hora decisiva se acerca.

—Va a hablar como un político —murmuró Roth, furioso, y Baker amenazó con abatirlo con la espada si no se callaba.

—La información que he recibido en las últimas horas —continuó Travis, haciendo caso omiso de las protestas de Roth— me hace pensar que podemos esperar un ataque contra nuestra posición dentro de muy poco. Será un asalto en masa, cuyo objetivo será aniquilarnos hasta el último de nosotros. Pero ni yo ni ningún hombre de este puesto debe perder la esperanza. Creo que el combate, cuando llegue, será cruento; nos enfrentaremos a un enemigo gótico que no tiene nociones de compasión, caballerosidad ni buena conducta. Pero los hemos rechazado antes y volveremos a hacerlo. Y en cualquier momento, ¡puede que esta noche!, es posible que recibamos refuerzos. Los hombres que no pudieron entrar en El Álamo hace dos noches con el congresista Crockett sin duda se están aprestando a otro intento.

Les recordó la carta del comandante Williamson, que les suplicaba a la guarnición de El Álamo que resistiesen a toda costa y les prometía que recibirían ayuda procedente de todos los rincones. Ahora todas esas promesas parecían hueras, en aquella noche fría azotada por el viento, con la luna suspendida en el cielo encima de la iglesia como un rostro indiscreto y malévolo. Pero los hombres guardaron silencio y no se movieron mientras escuchaban a ese oficial alarmantemente joven e incansablemente locuaz que al igual que todos los demás estaba tan falto de sueño que la mitad de las veces su mente flotaba al borde del delirio de la locura. Pero su tono apasionado reconfortaba incluso a los más escépticos, hasta a Sparks. Y Travis tenía oído para la cadencia, de modo que les reportaba un extraño placer, desapegado y musical, escuchar cómo los instaba a luchar hasta que hubieran agotado la última bala y el último grano de pólvora y después con espadas y cuchillos, con garrotes y tomahawks, con los puños desnudos y los dientes, porque si lograban mantener a los mejicanos fuera del fuerte, si lograban contenerlos sólo un poco más, seguro que los ayudarían…

Edmund cerró los ojos y siguió escuchando aquellas cadencias palpitantes haciendo caso omiso a la esperanza mayormente falsa que transmitían. Para él las palabras de Travis no tenían más significado que los trinos de los pájaros, y de hecho estaba tan enajenado debido a la falta de sueño que se imaginaba con una claridad antinatural al joven coronel solo en una vasta planicie formada por la marea, vociferando al desierto graznando como una garza. Cuando volvió a abrir los ojos estaba mirando a Mary y en medio del discurso se encontró alejándose de los demás hombres y acercándose a ella a la sombra del convento. Se rozaron con la mirada un instante; ninguno dijo una palabra. Pollard no lo vio; estaba mirando fijamente a Travis con los ojos vidriosos mientras éste proseguía su discurso.

Pero ni Edmund ni Mary le prestaron más atención. Ella abandonó las sombras para adentrarse en el claro de luna mirándolo a la cara, le rozó deliberadamente el brazo con el suyo cuando pasó a su lado y se perdió de vista doblando la esquina del convento. Edmund la siguió y se detuvo a su lado. Aún quedaban algunos centinelas en los muros, escrutando atentamente el terreno abierto que había delante en busca de algún indicio de un ataque mejicano, pero el resto de los ocupantes del fuerte estaban reunidos detrás de ellos en el patio de la iglesia escuchando a Travis. Sólo Edmund y Mary se hallaban en el vasto complejo desierto de El Álamo, aunque Profesor los encontró en seguida y se sentó sobre los cuartos traseros con aire malhumorado, tocando la pierna de Edmund con el flanco.

—Dile a tu perro que se esté quieto —susurró Mary. Edmund la obedeció. Profesor lo miró enfadado pero obedeció. Mary se dirigió tranquilamente al extremo norte del complejo. Edmund le dio alcance y la acompañó. Recorrieron la extensión del viejo edificio del convento que ahora hacía las veces de barracón de El Álamo y Mary pasó la mano por la superficie de piedra mientras caminaba, como si fuera una muchacha ociosa sin preocupaciones. El exterior del edificio era tan suave y blanco a la luz de la luna como la cara de la propia luna y Edmund advirtió que en muchos puntos la piedra había sido profundamente agujereada durante el bombardeo, aunque hasta el momento la estructura no había sido socavada por el impacto directo de los proyectiles. Se le había acelerado violentamente el corazón en el pecho, tal vez por el horror a la muerte que se avecinaba o tal vez por la cercanía de otro umbral temible que no se atrevía a nombrar.

Al norte de los barracones se encontraba el edificio del antiguo granero de la misión, en desuso desde hacía mucho tiempo, pues la mayor parte del techo se había desplomado hacía décadas y había sufrido más daños durante el bombardeo. Edmund siguió a Mary cuando ésta entró por la puerta abierta, se dirigió al rincón, se quitó la manta que llevaba alrededor de los hombros y la puso en el suelo. Entre los listones que quedaban en el techo descubierto se filtraba en la estancia el fulgor estampado de la luna, que iluminó la cara de Mary cuando ésta se sentó en la manta y alargó los brazos hacia él. Edmund se unió a ella y estrechó su cuerpo contra el suyo. Mary apoyó la cabeza bajo su barbilla y Edmund sintió sus fríos labios en el cuello y a continuación la tibieza de su aliento en la cara cuando alzó la cabeza para besarlo.

—Abre la boca un poco —dijo. Edmund hizo lo que le pedía y sintió que su lengua le tocaba la suya de forma alarmante y recorría el contorno de sus labios cuarteados. No se le ocurrió cerrar los ojos, de modo que le vio la cara mientras lo besaba. Mary tenía los ojos cerrados pero cuando sintió que la observaba los abrió y le devolvió la mirada pero no apartó los labios de los suyos. Travis seguía hablando en el patio de la iglesia más allá del convento, sus palabras retumbaban pero se percibían claramente.

A Edmund le pareció que lo besaba con furia; se apercibió de las lágrimas en sus mejillas. Estaba alarmado por aquella cosa impensable que estaba sucediendo. Era como si de pronto estuviera viviendo la vida de otro hombre, un hombre ordinario que no había escogido una senda inexplorada sino que caminaba despreocupadamente por las amplias avenidas de la creación común.

Con un movimiento brusco y urgente Mary se apartó, se puso en pie y empezó a desabrocharse el vestido con manos temblorosas. Dejó que el vestido resbalara hasta el suelo y con el mismo apremio se despojó de la ropa interior, de modo que se quedó completamente desnuda, temblando violentamente y expuesta ante él como jamás lo había estado ninguna criatura humana.

—¿Quieres tocarme, Edmund? —dijo.

Y él lo hizo, pero no estaba preparado; no estaba preparado para afrontar el enorme golfo que separaba aquella nueva existencia de la que aún habitaba; no estaba preparado para abandonar la grandeza solitaria de toda su vida; no estaba más preparado para tocar aquella luminosa carne desnuda que para poner la mano en un lecho de carbones ardientes. Apartó la mirada de sus pechos, de la cegadora desnudez de sus costados, se levantó y volvió a mirarla a los ojos, como si buscara protección, como si señalaran un canal negociable en un ilimitado océano de deseo. Y ella debió de advertir el desamparo en sus ojos porque adoptó una expresión severa y asustada en respuesta y cuando le habló tuvo que sobreponerse al castañeteo de sus dientes para articular las palabras.

—¿Quieres quitarte la ropa tú también, por favor? —le preguntó.

Y aunque él quería hacerlo, aunque sus manos acudieron a los botones de la chaqueta, lo único que ella advirtió, lo único que sintió, fue su atormentada deliberación. Comprendió que eso era lo único que ella significaba para él; era la derrota de la persona que era, el emblema del fracaso a la hora de establecerse por encima del empeño humano ordinario, por encima de la lujuria, por encima del amor verdadero y por encima de la muerte. Aquella comprensión le rompió el corazón y la enfureció, y ante la sorpresa de ambos alzó los brazos en el aire y con los pechos desnudos balanceándose lo golpeó en el pecho con los puños.

—No… ¡No, claro que no, Edmund! ¡Si lo hicieras, tendrías que convertirte en uno de nosotros!

Se agachó para recoger el vestido y cuando Edmund intentó tocarla de nuevo se echó hacia atrás y abandonó las franjas de claro de luna para dirigirse al rincón oscuro del granero, presa de violentos espasmos y sollozando.

—¿Pasa algo malo aquí dentro? —preguntó alguien. Edmund se volvió y vio la forma de un hombre llenando la puerta, con un rifle de largo alcance en los brazos y la forma de medialuna de un cuerno de pólvora balanceándose delante del cuerpo reclinado. No distinguía sus facciones pero creyó identificar la voz del capitán Carey. Detrás de éste, entre las sombras, otros hombres atravesaban el patio y tomaban posiciones en los muros. Era evidente que la arenga de Travis había terminado y la asamblea se estaba disgregando.

—Es una conversación privada —le dijo Edmund con toda la autoridad que pudo reunir en su agitado estado.

—¿Es usted el señor McGowan?

—Así es, señor. ¿Quiere dejarnos a solas, por favor?

—Le concederé un momento, señor, puesto que me lo ha pedido —contestó Carey, malhumorado—, pero si no me equivoco usted es un soldado de este ejército y yo un capitán, y su tono de superioridad es contrario al buen orden.

Edmund no estaba de humor para contestarle y Carey se volvió abruptamente y salió del granero. Al cabo de un breve instante Mary estaba vestida de nuevo. Edmund pronunció su nombre con voz confusa y suplicante pero ella no quiso mirarlo. Cuando intentó pasar a su lado la cogió del brazo, buscando desesperadamente las palabras que decirle, pero sabía que aunque las encontrara ella ya no le prestaría oídos.

—Mary… —empezó de nuevo.

—No me hables. No digas mi nombre. Me he entregado a ti en la que podría ser nuestra última noche en la tierra y eres tan orgulloso y terriblemente egoísta que has apartado la mirada. Así que ya no deseo estar en tu compañía.

Ella intentó apartarse pero Edmund la asió con más fuerza y la retuvo apenas otro instante, sabiendo que era demasiado tarde para subsanar la espantosa brecha que mediaba entre ellos pero tal vez no para salvarle la vida.

—Intenta encontrar a Almonte a toda costa —le dijo con tono sofocado—. Me ha prometido que te ayudará si puede.

Mary inclinó la cabeza afirmativamente pero se negó a mirarlo, y cuando Edmund le soltó el brazo salió de aquella estancia con una zancada amarga, dejándolo solo para que contemplase el desierto intolerablemente vacío de su vida.