CAPÍTULO 2

MARY MOTT había enviudado hacía dos años. Había malgastado los seis primeros meses después de la muerte de Andrew con lamentos y preocupaciones, pero ahora regentaba una próspera posada en la calle Purísima de Refugio, en una suave elevación de terreno que proporcionaba a sus huéspedes una vista del río Misión y las ricas sabanas costeras. Sus clientes eran sobre todo capitanes de goletas, comerciantes y oficiales de aduanas mejicanos. Solían llegar por mar, casi siempre después de una espantosa travesía llena de penalidades que no acababan cuando arribaban al paso de Aransas, puesto que éste, que separaba el golfo abierto de las bahías del interior, era famoso por un banco de arena submarino que podía destruir una embarcación. Cuando los viajeros reanudaban la marcha entre los arrecifes de ostras de la bahía recalaban en Copano y después de que hubiesen recorrido veinte kilómetros tierra adentro a caballo o en carros de bueyes hasta Refugio, la visión de la fonda de la señora Mott, con sus humeantes cafeteras, sus sábanas limpias y su mesa surtida de gallinetas, aves de corral y pan de maíz casi bastaba para restaurar sus nervios destrozados.

Mary Mott tenía treinta y seis años y ya no era tan ágil como antes, pero seguía teniendo una constitución fuerte y un rostro enérgico y complicado. Tenía los ojos castaños y la nariz recta como una cuchilla. Cuando era joven aquellos rasgos habían contribuido a conferirle una hermosura delicada, pero hacía mucho tiempo que había dejado de ser joven y la belleza que conservaba parecía cada vez más superflua en aquel desierto brutal y tonificante.

Regentaba la posada con la ayuda de Terrell, su hijo de dieciséis años, y un cazador karankawa de mediana edad llamado Fresada. La colonia en la que se enclavaba Refugio había sido fundada por granjeros arrendatarios irlandeses, familias que durante generaciones no habían albergado ninguna esperanza de poseer tierras en su país pero que ahora eran propietarias de miles de hectáreas de pradera costera. El gobierno mejicano les había concedido la tierra a cambio de casi nada, puesto que ni España ni Méjico habían conseguido jamás delimitar la frontera de Texas y arrebatársela a los indios.

Los irlandeses que vivían sometidos a las leyes mejicanas no estaban ni mucho menos tan descontentos como los americanos que se habían establecido en otras colonias. Ya eran profundamente papistas y los siniestros y barrocos rituales del catolicismo mejicano les inspiraban seguridad. La tierra era extraña para ellos, sin duda (en Ballygarrett no había higos chumbos ni serpientes de cascabel), pero era suya, y sus rostros traslucían lo felices que estaban de poseerla. En más de una ocasión Mary había visto llorar a los colonos irlandeses cuando inscribían su nombre en el Libro Becerro, el gran libro encuadernado con piel de becerro que declaraba para la posteridad el increíble hecho de que la tierra les pertenecía a ellos y a sus herederos para siempre.

Cuatro días después Dionysio O’Docharty, un viudo de sesenta años, iba a casarse con la pobre Edna Foley, una taciturna muchacha de dieciocho. En Refugio pocos aprobaban la unión, pero de todas formas habría boda y se celebraría un banquete en la posada. Mary, Terrell y Fresada habían ido a la orilla de la bahía en un carro de bueyes; Mary iba a coger ostras y Terrell y Fresada a cazar zarapitos y tal vez matar un caimán, por si acaso lograban convencer a alguno de los supersticiosos irlandeses para que se lo comiera. Mary, que era una enérgica y pragmática protestante, se había reído cuando le explicaron que el caimán era un mensajero del diablo.

Mary se hallaba a unos cincuenta metros de la ribera, atravesando trabajosamente un arrecife de conchas con un par de recios zapatos viejos y arrancando ostras con la hoja de un cuchillo bowie. Era un espléndido día de primavera, el cielo estaba despejado tras el paso de un tardío viento del norte y lleno de bandadas de pájaros migratorios; el agua estaba tan apacible que veía claramente las suaves ondulaciones que provocaban los bancos de gallinetas que se deslizaban bajo la superficie. Estaba sola. Terrell y Fresada se habían adentrado en el arroyo. Terrell llevaba una antigua escopeta de caza que había pertenecido al padre de Mary y Fresada el magnífico rifle Kentucky que el claustro de la universidad de Transylvania le había regalado a Andrew cuando éste se decidió a convertirse en empresario en Texas. El arma de Mary, un resistente mosquete español que había recibido a cambio de un mes de alojamiento, se había quedado en el carro, en la orilla.

Arrancaba las ostras y las metía en un cubo, plácidamente absorta en una docena de desafíos típicos de la vida de las colonias. En aquella parte de Texas había pocos moldes de velas, de modo que tendría que fabricarlos con caña si quería tener iluminación suficiente para el banquete de boda. Tampoco había grasa para acallar el chirrido de las ruedas del carro, pero la señora Fagan le había asegurado que la raíz de cactus pulverizada era un lubricante bastante bueno. Además necesitaba lejía y sal, que tendría que hervir ella misma, para hacer jabón y pozole. Pensar en aquellas tareas la tranquilizaba en lugar de amedrentarla. Tenía una mente por lo demás demasiado activa, llena de infundadas preocupaciones por Terrell y demasiado atenta al deterioro de la situación política de las colonias. Texas era una tierra llena de hombres presuntuosos y fanfarrones, como ese gallito borracho de Sam Houston, que sin duda acabarían echándolo todo a perder antes o después.

Oyó un gemido y se volvió para ver a Daniel, el viejo búfalo Durham, deambulando por la angosta orilla de la bahía emitiendo bramidos incrédulos. Le sobresalía del cuello un largo astil de flecha y un brillante chorro de sangre ya le había teñido la piel.

Durante un instante sintió que la vida la abandonaba. No había experimentado un momento de terror hueco como ése desde la muerte de su hija Susie. Una flecha surcó el aire junto a ella, lo bastante cerca para que sintiera su aliento en la mejilla, y una canoa llena de indios karankawa surgió del otro lado de una lengua de tierra a unos cincuenta metros de distancia. Eran seis hombres desnudos y relucientes. Mary olió el aceite de tiburón en sus cuerpos. Habían empujado la embarcación a lo largo de las márgenes de la bahía, pero ahora dejaron a un lado las pértigas y empuñaron los remos, bogando hacia ella a una velocidad temible.

Mary seguía inmóvil, contemplándolos como sumida en un trance, cuando otra flecha se estrelló contra su pecho y la derribó de espaldas sobre el arrecife de conchas. Oyó los alaridos triunfantes de los kronks mientras se debatía para ponerse de nuevo en pie, lacerándose las manos y las pantorrillas con las afiladas conchas.

La flecha no había penetrado; la punta era frágil y se había hecho añicos contra el esternón. Pero no obstante se sentía como si le hubieran dado una patada en el pecho y tenía la piel desgarrada y escocida a causa del agua salada. Descendió a trompicones del arrecife y trató de correr hacia la orilla vadeando el agua que le llegaba a la rodilla. Sus pies se hundieron en el fango, haciendo que éste floreciese hacia la superficie en una nube pestilente. Resbaló un par de veces y cuando intentó levantarse sus manos atravesaron los delicados cuerpos de las medusas que había en el fondo, abiertas como flores.

No hubo más flechas; tal vez las estuvieran reservando.

El fango le arrancó los zapatos, aunque los tenía fuertemente atados. El agua le tironeaba del dobladillo del vestido de lino. Trató de llamar a Terrell y Fresada, pero apenas consiguió balbucear entre dientes la misma nota de angustia que había emitido a Susie con las mandíbulas apretadas durante las largas noches en las que había yacido a la espera de la muerte, presa de un dolor agónico.

Cuando llegó a la orilla no se creía capaz de dominar lo bastante sus temblorosas manos para coger el mosquete y la caja de cartuchos. Pero lo hizo y siguió corriendo en dirección a la cima de una duna agreste cubierta de conchas. Las conchas pulverizadas se le clavaban en los pies descalzos y antes de llegar a la cima se cayo y golpeó con la culata del mosquete un trozo de madera flotante. La descarga accidental explotó junto a su oreja y le prendió fuego al cabello. Ella siguió corriendo, apagando el fuego con las palmas de las manos y musitando algo sin cesar, el mismo indescriptible gruñido de terror:

—¡Hnnhh! ¡Hnnhh!

En la cresta de la duna se dio la vuelta y vio que la canoa se deslizaba hasta la orilla. Los kronks desembarcaron. Presa de un violento temblor de manos, se dispuso a recargar. Después de los años que había pasado en Texas siendo viuda la acción le resultaba tan natural como el eructo de un niño: amartillar la llave, abrir la cazoleta, rasgar el cartucho de papel, cebar el arma y cerrar el percutor. A continuación la pólvora, la bala, el taco…

Estaban sobre ella. Los karankawas eran famosos por su elevada estatura y el indio que embestía adelantándose a los demás era un gigante de miembros bruñidos y poderosos. Alzó el garrote de guerra y en una extraña suspensión del tiempo ella lo observó como si fuera un modelo sentado para un retrato: el collar de conchas que lucía en su hermoso cuello, los círculos azules tatuados en los pómulos y los cascabeles de serpientes que se agitaban en el extremo de la trenza.

Acababa de introducir la bala y se le había acabado el tiempo. Le disparó sin extraer el escobillón de la boca del arma. Oyó un terrible repiqueteo cuando el retroceso la derribó nuevamente de espaldas. Cuando miró lo que había hecho vio que el indio estaba sentado con la espalda recta, las piernas separadas inútilmente delante del cuerpo, las entrañas desgarradas derramándose sobre sus manos y el escobillón sobresaliendo de una forma extraña por la espalda, oscilando como si fuera un junco.

Aturdidos, los restantes kronks lo miraron y a continuación se volvieron hacia ella. Mary se levantó empuñando el mosquete descargado, con el hedor de la pólvora todavía en las aletas de la nariz. Uno de los indios asió el garrote que había soltado el líder, se acercó a ella y la golpeó de lleno en la cara. Mary sintió que el impacto le astillaba la nariz. Cayó una vez más sobre el lecho de conchas rotas, atragantándose con la sangre que le inundaba las cavidades nasales y parpadeando para protegerse del sol. En la bahía vio que una aleta de marsopa se alzaba y se hundía, una forma negra y reluciente que sugería gloriosos mundos invisibles.

Oía sus discusiones y sus lamentos. El indio herido estaba intentando cantar, pero la muerte le daba tanto miedo como a ella y su voz tenía un tono tembloroso y aterrorizado que no le inspiraba una sensación de triunfo sino una lástima extraña y cegadora. Estaba sentado en un círculo creciente de su propia sangre y sus excrementos mientras ella contemplaba el mar, preguntándose qué ocurriría a continuación. Todos los karankawas que había conocido eran pacíficos, indios de la misión como Fresada o carroñeras y abatidas reliquias de una tribu de guerreros que antaño había sido orgullosa. Stephen Austin y sus milicianos habían exterminado a la mayoría en los años veinte. Se suponía que los kronks, al menos los salvajes, eran caníbales. ¿Eso era lo que se proponían hacer ahora? ¿Llevársela a rastras a su campamento, arrancarle la carne y asarla delante de sus ojos?

Intentó levantarse pero no pudo, de modo que empezó a alejarse, arrastrándose sobre las conchas de ostras. Había avanzado tal vez un metro cuando sintió que la cogían por los pies y tiraban de ella hacia atrás con tanta despreocupación como si tirasen de un perro atado a una correa. A través del velo sangriento que tenía delante de los ojos vio que se congregaban alrededor del hombre herido.

Todavía estaba cantando. Sus ojos, desencajados por el temor, la miraban fijamente. Nadie parecía capaz de decidir nada: qué hacer con ella y cómo llevarse al herido a la canoa sin derramar sus entrañas sobre el suelo.

El indio que empuñaba el garrote se irguió sobre ella. Tenía lágrimas en los ojos y las facciones crispadas por el odio.

—Muy malo para ti —dijo en inglés y volvió a golpearla con el garrote en las costillas.


En la boca del arroyo, al otro lado de una maraña de mezquite, Terrell vio cómo el indio golpeaba a su madre, una rabia enloquecedora se apoderó de él y Fresada se vio obligado a sujetarlo por el pelo y tirar hacia atrás antes de que saliera gritando al claro.

—¡Espera! —susurró Fresada con tono áspero. Apuntó con el rifle, moviendo el cañón de una lejana figura a la siguiente.

—¡Date prisa! —lo instó Terrell. Sabía que los kronks estaban fuera del alcance de su escopeta y su incapacidad para hacer nada, combinada con la paciencia de Fresada, le resultaba insoportable. Su madre estaba tendida en el suelo con una reluciente pátina de sangre en la cara. Quizá ya estuviera muerta. En ese momento no significaba nada para Terrell si él también vivía o moría. Tenía que hacer algo, ir con ella.

Pero Fresada se limitó a apretar los labios, examinando a los indios por el cañón del arma.

Entonces el kronk que lloraba alzó de nuevo el garrote y Fresada disparó.

Terrell vio cómo la bala impactaba en su hombro. Una esquirla de hueso blanco se elevó en el aire dando vueltas. Los demás indios se quedaron inmóviles, con las flechas colocadas en sus largos arcos, escrutando los árboles de la boca del arroyo. Parecían muy nerviosos.

Durante aquel tenso silencio Fresada recargó y les gritó a los indios en karankawa.

—¿Qué has dicho? —le preguntó Terrell.

—Les he dicho que se vayan. ¿Están cargados los dos cañones?

—Sí.

—Si vienen, yo les disparo con el rifle y luego cambiamos. Yo disparo con la escopeta y tú recargas el rifle.

—¿Cómo está mi madre?

—No lo sé. Se está moviendo.

Los karankawas se mantenían firmes. Terrell advirtió que el indio al que había disparado Fresada estaba hablando con el líder moribundo. A continuación, aferrándose el hombro fracturado, se adelantó hacia los árboles. La parte delantera de su cuerpo estaba cubierta por un manto de sangre y sus pies manchaban la superficie de conchas. Al cabo de unos metros se detuvo y vociferó en dirección a los árboles.

—¿Qué? —le preguntó Terrell a Fresada.

—Quieren un rosario. Para el que se está muriendo.

Fresada sacó su rosario del bolsillo de los pantalones, se lo enrolló en la mano del gatillo y se echó el rifle al hombro.

—Vamos —le dijo a Terrell—. Prepárate para disparar.

Terrell siguió a Fresada cuando éste salió de los matorrales poniéndose al descubierto. El kronk herido los miró sin decir palabra. A continuación los tres se dirigieron en silencio hacia donde yacían su madre y el indio moribundo.

Mary se incorporó. Terrell no reconoció su rostro. En la frente tenía un terrible chichón del tamaño de un melocotón y el puente de la nariz estaba desviado y hecho trizas. La sangre de la cara y el cabello le conferían un aspecto salvaje.

—Estoy bien, Terrell —le aseguró cuando éste fue corriendo hacia ella. Su voz sonaba extraña y gutural—. Estoy bien. No pierdas de vista a los indios.

Fresada y el indio moribundo se miraron. El kronk tenía la piel gris y temblaba como si tuviera frío. La bala no sólo le había desgarrado el cuerpo sino que le había fracturado la columna vertebral, paralizándole las piernas. El escobillón, que seguía balanceándose en su espalda, le había perforado el pulmón, y tenía una espuma sangrienta en los labios.

—Él morir ahora —anunció sin amargura el kronk del hombro fracturado, como una simple observación apesadumbrada. Terrell le encañonaba con su escopeta mientras Fresada apuntaba a los demás con el rifle Kentucky. Dos de ellos estaban listos para dispararles con sus arcos, cuyas cuerdas estaban tensas. Terrell advirtió que la punta de flecha que le apuntaba al corazón era un fragmento de cristal de una botella azul. En cuanto a los otros dos kronks, uno empuñaba un garrote y el otro una larga lanza. Llevaba una pistola de bolsillo vieja e inservible colgada de una tira de piel alrededor del cuello.

Fresada le entregó el rosario al kronk. Éste lo sostuvo en su mano ensangrentada y pasó las cuentas entre los dedos aunque no daba la impresión de que estuviera rezando con ellas. Se tendió sobre el costado, mirando avergonzado sus entrañas al descubierto, y entonó una canción karankawa mientras pasaba las cuentas, un canto fúnebre con notas largas y sostenidas que no hacían sino expandir las burbujas de sangre que tenía en la boca.

—¿Lo conoces? —le preguntó Mary a Fresada.

—Sí. Estaba en la misión cuando era niño. Lo llamábamos El Pinto, porque tenía una mancha blanca en la frente. ¿La ves? Todavía la tiene.

Nadie se movió mientras presenciaban la muerte de El Pinto, que siguió rezando a sus salvajes dioses karankawa mientras pasaba rápidamente las cuentas del rosario entre los dedos. A Mary le resultaba extraño sentir tanta rabia hacia el hombre que la había golpeado con el garrote y no obstante tanta ternura por el hombre al que había matado. Los ojos de El Pinto se encontraron con los suyos cuando murió. De repente adquirieron un brillo opaco y reluciente. Las cuentas dejaron de moverse entre sus dedos y las burbujas sanguinolentas de su boca dejaron de expandirse y contraerse y se quedaron suspendidas a la espera de que la brisa se las llevara.

—Lleváoslo y marchaos —dijo Fresada al cabo de un instante.

—Darnos vaca —exigió el kronk que tenía el hombro herido, señalando con un movimiento de los labios al pobre Daniel, que estaba en las inmediaciones, sin dejar de mirarlos con aire desconcertado, pidiendo ayuda o una explicación.

—¡No! —exclamó Mary. Intentó ponerse en pie, pero el dolor de las costillas rotas la obligó a sentarse de nuevo—. ¡No os daremos nada! ¡Largo!

El indio herido la miró con odio; después empezaron a flaquearle las piernas y se desmayó. Durante un largo instante todos se quedaron quietos, apuntándose unos a otros con sus armas, sin saber qué movimiento hacer a continuación. Entonces el kronk que llevaba la pistola de bolsillo, un joven con una cabellera negra y suelta que le llegaba casi a la cintura, se inclinó con cuidado hacia el cuerpo de El Pinto, le quitó el rosario de las manos y se lo devolvió a Fresada.

Fresada y el indio entablaron una conversación en karankawa que a Terrell le pareció casi sorprendentemente cortés para dos hombres que se estaban apuntando mutuamente con armas de fuego y flechas. Hubo gruñidos de consenso, de acuerdo.

—No quites la llave del disparador —le indicó Fresada al cabo de un instante—, pero baja el cañón.

Obedeció. Los indios armados con arcos hicieron lo mismo.

—¿Puede disparar, señora Mott? —preguntó Fresada.

Mary se limpió la sangre de los ojos.

—Sí.

—Coja mi rifle. Voy a ayudarles a llevar a El Pinto a la canoa.

Mary se incorporó dolorosamente y Fresada le entregó el pesado rifle.

—Me parece que todo va a salir bien —anunció Fresada—. Hoy han tenido mala suerte y no creo que quieran seguir luchando. Quieren que los acompañe para que nos les disparen cuando vayan a la canoa.

—Ten cuidado.

Uno de los indios extrajo el escobillón de la espalda de El Pinto y se lo arrojó a Mary sin mirarla. Entonces Fresada y dos de los kronks levantaron a El Pinto y lo llevaron a la canoa mientras los otros dos se quedaban cerca de Terrell y su madre.

Terrell no dejó de apuntar al suelo con la escopeta. Uno de los indios ahuyentó a una mosca de su cuello y contempló las nubes como si planease hacer un comentario acerca del tiempo.

—¿A que a tu padre le habría gustado vernos manteniendo a raya a estos indios salvajes? —comentó Mary.

—¿Te pondrás bien?

A Terrell le tembló el labio inferior cuando se lo preguntó, pero no apartó la mirada de los kronks.

—Me parece que sí, cariño. Tengo rota la nariz rota y algunas costillas. En cuanto al golpe en la cabeza, no sé. Tengo el estómago revuelto y eso no es bueno. Puede que se me esté hinchando el cerebro. A lo mejor me desmayo.

—¿Qué hago?

—Calomelanos y jalapa cuando me lleves a casa. Tócame para ver si tengo fiebre. A lo mejor necesito una lavativa; no me sentará mal. Pero no quiero que me sangren.

Ella lo miró, percatándose del peso de aquellas instrucciones en su semblante. Los rasgos de Terrell eran tan delicados como los suyos insistentes y el fino cabello ya le raleaba en las sienes. Se quedaría calvo pronto, igual que su padre. La pasada primavera había observado a un par de garcetas que estaban construyendo un nido en lo alto de un higo chumbo junto al río y un día tras otro llegaban con ramas en el pico y las colocaban con movimientos elaborados y ritualizados, inclinando la cabeza a ambos lados con aire inquisitivo como si sus propios actos les produjeran siempre una leve perplejidad. El polluelo que había salido al fin del nido se parecía tanto a Terrell, pelusón, torpe y solemne, que se le había roto el corazón.

Fresada volvió solo a la cima de la duna y ayudó a los otros dos indios a llevar a su amigo inconsciente a la canoa. Terrell y Mary los observaron atentamente con las armas amartilladas y preparadas, pero la atmósfera de violencia se había apaciguado y hasta parecía que Fresada y los kronks estaban charlando amigablemente. Los indios se marcharon al cabo de un momento, impulsando la canoa con los remos hasta el otro lado del arrecife de ostras, sorteando el pequeño cabo que los había ocultado a la vista de Mary cuando se acercaban.

Por mucho que odiase hacerle aquello a la pobre bestia, Mary permitió que Fresada encadenase a Daniel al carro de bueyes. La flecha seguía alojada en los tensos músculos del cuello, pero no había penetrado profundamente, y de hecho la rutina familiar de remolcar el carro parecía serenarlo.

Terrell y Fresada la depositaron en el carro junto al mosquete descargado y el cubo medio lleno de ostras. Cerró los ojos para protegerse del fulgor del sol inclemente sobre su cabeza. Deseaba estar en una habitación oscura y fresca para descansar y tranquilizarse. Terrell caminaba detrás del carro, sosteniendo la escopeta cargada, sin apartar sus ojos preocupados de ella. Con cada accidentada rotación de las ruedas el dolor de cabeza aullaba contra los confines de su cráneo, suplicando que lo liberasen. También sufría una agonía a causa de las costillas fracturadas, los cortes que le habían infligido las conchas en las plantas de los pies y las quemaduras en el cuello donde se le había prendido el cabello. Respiraba por la boca, intentando concederle un descanso a su pobre nariz fracturada. Pero a pesar del movimiento del carro ya no sentía náuseas y empezaba a confiar en que no se le hubiera hinchado tanto el cerebro como para henchir el cráneo.

—No me dejes dormirme antes de que hayamos llegado a casa —le dijo a Terrell—. Échame agua en la cara si hace falta.

El chico asintió; su vigilancia sería absoluta.

—¡Ay, el banquete de boda de la pobre chica Foley! —gimió.

—Fresada y yo podemos encargarnos de eso —le aseguró Terrell.

Su madre rompió a llorar. Terrell sólo la había visto llorar por haberse decepcionado a ella misma al hacer frente a las tareas que no podía terminar, a las cosas imposibles que no podía conseguir. Cuando murió su hermana, y después su padre, no había llorado de pena, como las personas normales, sino de rabia; rabia contra sí misma por no haber sido lo bastante cautelosa o fuerte para impedir que los sorprendiera la muerte.

—Fresada y yo podemos encargarnos de eso —repitió—. No hay razón para que llores, madre.

Terrell se enjugó las lágrimas de los ojos. Mary se agarró al carro cuando el camino se hizo más abrupto y la acometieron unas violentas oleadas de dolor. Usaría el dolor para mantenerse despierta. Los pájaros trinaban en las alturas. Mantuvo los ojos cerrados para protegerse de la abrasadora luz del sol, pero escuchó agradecida a los pájaros. Eran grullas, que planeaban con una suavidad aterciopelada en el cielo.